Hay quienes sostienen que el fracaso de una sociedad (un país) es consecuencia de la falta de recursos naturales o conocimiento técnico. Por su parte, Max Weber, uno de los más importantes filósofos dedicado al estudio sobre las sociedades modernas, señala que dicho fracaso se debe a las diferencias religiosas o culturales. Lo cierto es que Argentina no encaja en ninguno de esos dos factores; por un lado, es inmensamente rica en recursos naturales a la vez que posee un gran material humano en cuanto a conocimiento refiere y, por otro, posee una amplia integración religiosa y cultural: “el crisol de razas”, solía decirse en referencia a las otrora masas migratorias recibidas.
Entonces, ¿por qué Argentina es un país fallido? ¿Por qué Argentina, a pesar de todas sus riquezas y potencialidades, es una repetición de fracasos y frustraciones?
James Robinson, profesor en la Universidad de Chicago, al referirse al fracaso de una sociedad, a diferencia de lo planteado, sostiene que la respuesta está en las instituciones. Organizaciones para las cuales se crean reglas de funcionamiento, normas que rigen su interacción con la sociedad, de las cuales emanan los patrones de incentivos que marcarán la diferencia. Certeza que Robinson ejemplifica al destacar que, en los países ricos, tales instituciones funcionan “como parlamentos o tribunales honestos y leyes que rigen los derechos de propiedad y fomentan la competencia empresarial. Reglas que tienden a ser justas, predecibles y se aplican a todos”. He aquí la respuesta a nuestro primer interrogante: las instituciones están integradas y son dirigidas por personas, argentinos, que justamente, unos tras otros, se han ocupado, en general y salvo honrosas excepciones, de hacer todo lo contrario. La dirigencia argentina, política, sindical, empresarial, militar, etc., ha convalidado, tolerado y propiciado justamente lo opuesto: la deshonestidad, la corrupción, el rompimiento de las reglas y la impredecibilidad. Marcas registradas, acuñadas en el ser nacional sin ningún atisbo de reproche. Y lo que es peor, muchas veces, acompañando con el uso indiscriminado de la violencia. Nunca más acertada aquella frase de que “Argentina es un país rico por la composición de sus recursos naturales pero pobre por el accionar de sus dirigentes”.
Esa fue nuestra constante a lo largo de décadas, ni siquiera el retorno a la democracia luego de lo vivido en los ´70 implicó cambio alguno en ese sentido, contrariamente, so pretexto de la libertad alcanzada y bajo el paraguas de la tan denostada “democracia” nos hicieron creer que todo está todo permitido. El “roba, pero hace”, fue parte de esa justificación hipócrita sin sentido que naturalizamos mansamente. Pero un día, sin darnos cuenta (o tal vez sí), ese “hace” dejó de existir y sólo quedó el “roba”. Robaron todos, roban todos. Y desde el llano seguimos contemplando, mansos, cínicas justificaciones, cuando no, hasta militadas.
De esta forma respondemos a nuestro segundo interrogante. Somos una repetición de fracasos y frustraciones por culpa propia, pero no lo queremos asumir. Siempre es más fácil echársela a los de afuera. Nos hemos dejado prostituir hipotecando nuestro presente y el futuro de nuestros hijos, al menos de los que todavía no han optado por Ezeiza. La Argentina duele, desgarra, mata.
Tranquilos… somos argentinos, ¿la culpa?… la culpa es siempre de otro.
No aprendemos más o no queremos hacerlo y preferimos una comodidad cada vez más penosa. De la hiperinflación de los ´80 pasamos por la fiesta, las ferraris y los sobres de los ´90 para llegar al fatídico (¿?) 2001 y el “que se vayan todos”, pero nadie se fue y algunos de los que se “quedaron”, además, fueron artífices o cómplices de lo sucedido. Y nos volvimos a llenar la boca esgrimiendo a los cuatro vientos “democracia” e “institucionalidad”. Cobertura que sirvió para que fieras agazapadas hicieran su juego al amparo de una sociedad perdida, sin rumbo.
Cuando creíamos haber visto todo, cuando pensamos que más no podíamos caer, vinieron los años de la mentira institucionalizada y el saqueo a las arcas públicas por quienes tenían la responsabilidad de administrarla (tu plata, la mía, la de nuestros jubilados, la de nuestros hijos… la de todos los argentinos). Y de la mano de los bolsos de la corrupción hicieron realidad aquello de que “Hoy resulta que es lo mismo / ser derecho que traidor / ignorante, sabio, chorro / generoso o estafador. / ¡Todo es igual! / ¡Nada es mejor! / Lo mismo un burro / que un gran profesor”. Discepolín nunca más actual. Ladrones de guantes blancos, gerenciadores de la pobreza y oportunistas se mezclaron con trabajadores, estudiantes, jubilados, haciéndonos creer que, en el mismo barro, todos manoseados, es signo de “mayor igualdad”.
Pero como buenos argentinos que somos, hijos de esta noble tierra, guardamos un halo de esperanza al ritmo de la siempre recordada Gilda olvidándonos de que, al fin y al cabo, “somos eso… argentinos”. La ecuación no podía fallar y como zombis ciegos alimentados a base de egos y mezquindades, con algún humo de por medio, cegados quizás por una lluvia de piedras, volvimos a chocarnos contra el muro del fracaso y la frustración. A esa altura era imposible pensar que el masoquismo criollo hubiera podido hacer otra cosa y no defraudó, volvimos el tiempo atrás y optamos por convalidar el robo y el saqueo, dejándonos encantar por falsos profetas salidos del cuento de Alí Babá y los 40 Ladrones, pero sin los pantalones puestos.
Nuevamente usados como esclavos sin cadenas, como soldados de la antigua Grecia dispuestos a matarse a causa de una mujer. Pero esto no es parte de ninguna mitología, lo que nos pasa es real y ahora. ¿Nombres? Podemos ponerle los nombres que queramos, de un lado y del otro, nadie es inocente, nadie está exento, de una u otra forma, todos son culpables (o somos culpables). Todos tienen su parte de adeudo, pero la culpa es del otro, siempre, esa es nuestra santa máxima. Mientras tanto, en el medio, una sociedad que se anima, pero no tanto; que alza su voz, pero hasta ahí, y una dirigencia que, otra vez, se ampara en la rimbombancia de palabras expresadas cual ruego sin sentido: “democracia”, “institucionalidad”, etc. La cobardía así disimulada.
Doscientos seis años de historia y no hemos sabido determinarnos como Nación. La “Patria está en peligro”, fue el cínico eslogan de oportunistas que hoy guardan hipócrita silencio. En frente, el “sí se puede” de quienes no supieron demostrarlo, ahora más preocupados por sus internas y egoísmo cerrado de siempre, envueltos en el humo de discursos bonitos que ya no alcanzan.
“Argentinos a las cosas”, nos reclamaba premonitoriamente Ortega y Gasset hace ochenta y tres años. Antes fueron treinta mil o siete mil, no importa el número en sí; ahora son más de cien mil, de otra forma y por otras causas claro está, pero con un denominador común detrás: el accionar de un Estado corrupto, ventajero y oportunista ante una sociedad disociada. Al fin y al cabo: Argentina.
El gobierno nacional juega su propia batalla interna. Decidió que el país no importa, que los ciudadanos somos descarte, que lo único que interesa son los caprichos fascistoides de quien desespera frente a la señora Justicia y al manejo de una caja cada vez más vacía, ese bien tan preciado por una facción mafiosa que supo hacer de los pobres su instrumento manipulable y clientelista. Mientras, la oposición, jactanciosamente con aires triunfantes, en lugar de mostrar cordura y fortaleza, sale al escenario con un espectáculo dantesco marcado por apetencias personales, egos y oportunismos; hasta con expresiones antagónicas que hacen temer que el triunfo anunciado no vuelva a transformarse, otra vez, en la puerta de
acceso de lo que no queremos.
En el medio, nosotros, siempre nosotros; ciudadanos de a pie (involucrados o no) que todavía no nos hemos atrevido a romper definitivamente esas cadenas invisibles para demandar la unión nacional, el afianzamiento de la justicia, la consolidación de la paz interior, el bienestar general y los beneficios de la libertad que nos legaron los padres de la Patria y que supieron colocar al país entre las diez primeras naciones del mundo. En síntesis, la más hermosa herencia recibida por un pueblo que, hasta ahora, no ha hecho más que dilapidarla.
Un país se hace con educación y desarrollo, con inversión y trabajo, con seguridad y justicia. Esta es la única forma, construir futuro, unidos y en libertad, para no seguir siendo esta Argentina, un país… a la deriva.
Diego Avancini
Avanza Libertad
Tigre
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