Una vez más Argentina, acaso por última, ese extraño territorio de Sudamérica que devenido país pudiendo serlo todo resultó ser nada, ha vuelto a dar la nota por hechos inexplicables.
Jules Caron de Pignon, corresponsal del Le Figaro, pudo observar el fenómeno desde la señorial casona de la Embajada de Francia en Buenos Aires, justo allí donde la soberanía francesa marcó el límite a la picota cuando la extensión de la Avenida 9 de Julio demolía otras antiguas construcciones para su nueva traza.
Y como una sugestiva coincidencia, resultó que la emblemática fecha de la Independencia Argentina, recordada por la anchura de ese asfalto porteño, ha marcado, con la ocurrencia del asombroso suceso, el fin de la otrora orgullosa y grande Nación Argentina.
Todavía estupefacto y conmovido por haber sido testigo de semejante acontecimiento, Monsieur Pignon tuvo la lucidez suficiente para comprender que sólo iba a poder narrar lo visto, por lo que decidió descartar de plano cualquier intento de hallar explicación científica. Debió para ello reprimir los impulsos de una mente acostumbrada a desenvolverse con lógica, aunque dadas las circunstancias se dio la paradoja de haber tomado así las más lógica de las decisiones posibles.
Ciertamente, su relato no está a la altura de su elevada pluma (y eso, como se comprenderá, también denota otra paradoja). Como periodista, siempre destacó por darle lustre y brillo literario a situaciones ordinarias. Lo extraordinario del caso hace con esta notoria excepción que el mérito no esté en las formas de la narración sino en la inmediatez, pues ha sido Monsieur Pignon el primer cronista de lo acaecido; no siendo un mérito menor que en tiempos donde las noticias se conocen de instantáneo, su breve crónica haya sido durante unas cuantas horas, el único reporte al que dieron crédito las agencias de noticias y el público del orbe.
Tanto así que pasada ya la sorpresa inicial que sumió al mundo en un silencio escéptico y boquiabierto, a pesar de la evidencia documental que prontamente comenzó a proliferar con imágenes y sonidos, nada confiere mayor verosimilitud ni certeza sobre la realidad de los hechos, que el sucinto informe que se transcribe a continuación:
"Ciudad de Buenos Aires. Jules Caron de Pignon, para Le Figaro. En horas de la mañana de este 9 de Julio, mientras en la Embajada de Francia la jefa de la legación se disponía a iniciar el acto con ciudadanos francoargentinos por la Independencia del país anfitrión, sucesos incomprensibles comenzaron a ocurrir.
En el salón de la recepción se notó con estupor que tanto el personal argentino como aquellos en los que esa nacionalidad pesaba más que la francesa comenzaron a flotar. Se mantenían en el aire a unos 20 o 30 centímetros del piso. Inicialmente algunos invitados creyeron que aquello era una puesta en escena, pero bastaba ver el rostro del embajador para darse cuenta que se trataba de una cuestión totalmente fuera de programa.
Sin poder creer lo que mis ojos veían intenté hablar con uno de los argentinos que levitaban, sé que me escuchó porque sus ojos se alinearon con los míos pero no respondió con palabra alguna, simplemente sonrió y su mirada quedó en blanco mientras se desplazaba en busca de alguna salida.
Lentamente iban ganando altura, por lo que algunos lograron salir y otros quedaron atrapados contra el techo. Entonces me asomé a uno de los ventanales descubriendo que aquella misma e inaudita cosa estaba pasando fuera. Sobre la ancha avenida la gente flotaba a distintas alturas en proyección ascendente.
El espectáculo, fascinante y aterrador, hacía que uno perdiera noción del tiempo y la realidad. Porque aquello, simplemente, no podía estar pasando. Pero los pellizcos dolían y todo gritaba que no estaba en una pesadilla sino viviendo realmente esa situación.
Dentro de la embajada se hacían infructuosos esfuerzos por tratar de comunicarse con los argentinos adheridos a los techos. Los que habían quedado de cara al suelo sonreían. Y apenas se movían, detenidos allí por una fuerza invisible que parecía pretender que atravesaran la construcción.
Tras el cristal del ventanal, el cielo, aunque despejado, asemejaba ya un día nublado por el enjambre de argentinos suspendidos en las alturas. Si aquello era increíble lo que sucedió luego lo fue todavía más.
Comenzamos a ver coloridas explosiones en el cielo. Hombres, mujeres, niños, los argentinos estallaban como piñatas de polvos. Los franceses nos agolpábamos junto a las ventanas de la Embajada viendo aquellos derrames entre estupor y espanto.
En esas circunstancias un ruido seco, similar a una profunda inspiración, nos llevó aterrorizados a volver la vista al interior y al techo. Vimos en primerísimo plano que los argentinos se inflaban antes de estallar con un sonido parecido pero no igual a la detonación de un disparo, el reventón de un neumático o la pinchadura de un globo. Un ruido estremecedor que sin embargo no causaba ningún aturdimiento. Pero no terminaban ahí las sorpresas la violenta expansión de cenizas de colores que cubrió todo el ambiente no llegó nunca a tocarnos. Se disolvieron esas partículas en el aire antes de posarse sobre superficie alguna, como pasa con las chispas de la electricidad.
No quedaba ni rastro de los argentinos, ni de los que no siéndolo habitaban el país como tales. Sólo un territorio vacío con ciudades y pueblos fantasmas. Seguimos sin entender y todavía a estas horas no nos decidimos a salir de la Embajada para aventurarnos a lo que podamos estar expuestos ahí afuera. Sin embargo creo que ya todo peligro ha pasado. Los argentinos, que durante tanto tiempo eludieron aceptar que debían poner los pies sobre la tierra, finalmente se han ido al cielo".
Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha,
un liberal que no habla de economía.