(Un cuento para la evocación de esas amistades que quedan en recuerdos)
Tomar café en La Biela a media tarde del jueves no entraba en los planes de Tigre Mc Laren. En realidad La Biela nunca estuvo en sus planes.
- ¿Hay algo más estúpido que las publicidades de perfumes?
La pregunta de Pierre Lafitte no espera respuesta. Él saluda siempre así, tirando con desparpajo lo que tenga boyando en la mente; evitando decir “¿Qué tal?”, “Buenas tardes” y cualquier otra fórmula preestablecida. Si le cuestionan su falta de convencionalismo dirá que los amigos nunca deben decirse hola ni chau, porque la amistad es permanente. Y lo dirá convencido, aunque todas sus amistades sepan que es otra simpática chantada.
Tigre hubiese preferido encontrarse en algún lugar que no sea vidriera con maniquíes esmerándose por guardar la pose. Y aunque Pierre levante el brazo ordenando al mozo café con crema igual que en algún cafetín corriente, acaso el buffet de un club de barrio, La Biela tiene incómodas connotaciones que lo ponen a la defensiva. La cosa cajetilla despierta prejuicios en Tigre Mc Laren, y claro, también al cocodrilo pobretón que lleva en el bolsillo.
- Pago yo –bromea Lafitte, sabedor de la tacañería y demás manías que acumula Tigre.
Y sonríe. Con esa sonrisa compradora que parece espontánea y le llevó incontables horas enfrente del espejo. De pibe tenía otra forma de reír, fue luego que le operaron los pies cuando comenzó a prestar atención a su imagen. Sí, el cambio empezó por esas empanadas aplanadas que dejó en el quirófano. En el dolor de los huesos cortados, pulidos y reacomodados, entró a la adolescencia con botas de yeso que exudaban sangre. “Sufriendo se hacen los hombres”, le dijo su tío intentando confortarlo. Y quizás aquella frase de tanguero viejo haya sido el disparador para que, tendido en la cama viendo las películas de Jerry Lewis que repetían por la tele, dejara de prestar atención a las morisquetas del Payaso de Payasos. Como nunca antes notó que Dean Martin acaparaba la pantalla y en su rostro cosquilleaba la emulación de esos gestos seductores. Ya con muletas abrió el primer paquete de cigarrillos y empezó a incursionar furtivamente en el bargueño del padre. Ni el tabaco ni el alcohol le resultaron placenteros por sí, el placer estaba en fumar y beber al estilo Dean Martin.
- ¿Sabés el último chiste político? –pregunta lloviendo azúcar en el café.
- ¿El de la Venus de Milo?
- No, ese ya es viejo. Escuchá: “Mi deber fundamental no es aferrarme a cargos, ni muchos menos obstruir el paso a personas más jóvenes”. ¿Quién lo dijo?
- ¿Lilita Carrió?
- No, no fue la gordi –aclara con un dejo de dulzura, como siempre que alude a alguna mujer.
- ¿Quién entonces?
- Fidel Castro.
- ¡Ah! Bueno… Tiene una extraña noción del tiempo.
Los dos ríen. El humor a la vanguardia de la libertad, desnudando las hipocresías de la utopía roja. Acaso recuerden los implacables chistes de la Revolución Cubana que contaba Andrés, el exiliado de la dictadura castrista que conocieron alguna noche de pub en Pasaje Bollini.
Entre las risas comienza a entender Tigre que su amigo Pierre tiene algo grave que decir; nunca se larga a contar chistes porque sí.
Todavía con muletas Pierre Lafitte descubrió el éxito con las mujeres y se volvió un encarador nato. En otros cafés que no eran La Biela, con pisos de madera que alfombraban las cáscaras de maníes allá en el tiempo que proliferaban las mesas de pool, Pierre podía tomar una servilleta e improvisar en ella algún dibujo que firmaba con nombre y teléfono. Seguidamente, sin tartamudear, sonrojarse o demostrar cualquier señal de vergüenza enfilaba hacia la mesa en que hubiera alguna muchacha sin compañía masculina. Con total seguridad decía: “Te vi muy seria y pensé que a lo mejor te podía dejar una sonrisa”, o, según fuera el caso algo como: “Tu risa me contagió la alegría y quise festejarla con este dibujito”. Había creado una serie de personajes con rasgos hippies que podía dibujar rápido y bien, pensados para ser funcionales a la “Teoría de la sonrisa femenina”, según la cual: “Si sonríe estás adentro”. Ese teléfono sonaba.
Debió haber sido dibujante. Sus retratos en carbonilla revelaban el potencial artístico y la sensibilidad para discernir los rasgos esenciales de la personalidad en el rostro. Ocasionalmente el talento en sí no alcanza, su voluntad -o la falta de ella- encaminó los pasos en otra dirección. Muchas veces, remando con más entusiasmo que dones como estudiante en Bellas Artes, meditó Tigre sobre los caprichos del destino.
- Creo que este café será el último que tomaremos juntos.
- ¿Por?
- Me extingo, Tigre.
Afuera de La Biela el sol se va retirando dejando brillos sobre las copas de los árboles. En la secundaria, una lejana mañana de cielo diáfano y febo tibio, los dos compañeros decidieron ratearse de la clase y tostarse en la escalera a la terraza. Al momento robado que compartían en silencio lo sobresaltaron los pasos de Nora, la severa secretaria del colegio, subiendo escalones con sus tacos aguja. Tigre alcanzó a escabullirse detrás del tanque de agua, Pierre en cambio ni amagó moverse, con su proverbial calma mutó el gesto relajado por la mueca de dolor que aguardó al acecho los gritos de Nora.
- ¿Qué hace acá Lafitte?
- Me duele la muela, hay un nervio ahí adentro que está meta latir -respondió modulando con fingida dificultad y apesadumbramiento.
- ¿Y por qué no avisó?
- No quiero ir al dentista -argumentó como si el torno le causara pavor.
Cualquier otro hubiese sido amonestado, no Pierre. Él terminó tomando la aspirina que le ofreció Nora en su oficina y yéndose a su casa mucho antes de la hora de salida. Casi resuena en la cabeza de Tigre la voz de Philipe Noiret en “Amigos míos”, explicando en off que una de las manifestaciones de la genialidad consiste en la capacidad de repentizar.
- El tiempo es implacable, Tigre.
- Supongo que sí.
Aquella vuelta, ya veinteañeros, caminando por la Avenida la cuarentona apetecible que venía de frente clavó los ojos en Pierre escaneándolo de los pies a la cabeza, el tipo con pantalón babucha y remera musculosa se sonrió satisfecho antes de concluir: “Está claro que lo mío son las veteranas”. Para esa época solían coincidir en el gimnasio. Tigre notó que su amigo Pierre ejercitaba mucho los brazos, algo los abdominales y nada de piernas. Por efecto de aquella operación de pies planos mantenía patas flacas que contrastaban con la solidez del torso y la contundencia de los bíceps.
- Tendrías que hacer algo de piernas -aconsejó Tigre señalando la prensa.
- No hace falta -contestó guiñando un ojo-, para cuando me las ven ya es muy tarde…
Esa fue la vez que más se pareció a Dean Martin. Y las anécdotas son cientos, miles. Cualquier rato compartido con Pierre se convertía en algo memorable.
- Y no es sólo el tiempo. ¿Verdad Tigre? -pregunta quitándose la máscara del Gran Dino.
- No, Pierre. No sólo es por el tiempo, de eso estamos seguros.
- En el fondo las cosas son más simples.
- Siempre lo fueron, sencillas y al pie.
Tigre Mc Laren vacía el pocillo antes de mirar la cuenta. La Biela no es su café, así que no necesita saludar al mozo. Suelta el billete y se va. No es propina el cambio que no reclama, apenas parte de lo que queda atrás. Los amigos pueden tomar diferentes caminos, sin embargo la amistad bien cultivada permanece más allá de las ausencias.
El mozo guarda el dinero y retira, uno lleno, otro vacío, los dos pocillos pedidos por el único cliente de esa mesa. Un cliente que intuye no piensa volver.