Oscuro oficio el del titiritero. Dos jamelgos costilludos de largas crines sucias y paso lento empujan el carromato medieval por el camino que bordea el bosque. Llevando las riendas el largo y desgarbado aprendiz cabecea somnoliento. Su perfil puntiagudo de párpados hinchados, ensombrecido en rencores viejos, no se conmueve al quitar los ojos del camino. Lejos, sin causarle ningún entusiasmo, comienzan a distinguirse los muros de otra ciudadela. Sentada junto a él la sierva se hamaca con sus pestañas enormes fijas contra la piel, la respiración gimiente y la mirada ausente. La mujer suele quedarse días enteros con esa expresión idiota en el rostro, sin decir palabra ni hacer más que hamacarse.
A veces, aprovechándose del abandono carnal en que esos trances la dejan, el maestro juega con ella transformándola en enorme marioneta. Ata sus antebrazos y jalando las cuerdas la grotesca muñeca cobra patética vida. El aprendiz ha visto la morbosa humedad en los labios entreabiertos del maestro chorreando una lujuria que no es de sexo. Pero esos juegos acaban con el maestro frustrado de muy mal humor, siempre el mismo final dejándola caer al piso y viéndola yacer ahí con un desprecio inaudito. Los dedos cortos y rollizos del titiritero, aunque extraordinariamente hábiles, no pueden con el tamaño y peso de ese cuerpo real. Cierta ocasión, intentando hacerla caminar, poco faltó para que no terminara por ahorcarla. “Quizás si tuviera a bien morirse sería más fácil”, dijo la última vez. Luego, cuando ella vuelve en sí, le ordena cocinar, limpiar y zurcir. Y el aprendiz disfruta que la maltrate, así se desahoga llorando en su pecho, la conforta hasta que ella lo agradece entregándose tiernamente.
Dentro del carro la enorme cabeza del titiritero se inclina sobre la mesa mientras talla las maderas que serán brazos y piernas de sus criaturas. Algo siniestro ronda la sonrisa deleitosa con que imagina la próxima puesta en escena. Él, enano como sus padres, logró escapar al seguro destino de bufón de feria con la gracia de sus muñequitos. Comenzó a tallarlos en la soledad de sus rincones, donde privaciones y maltratos lo confinaban al abandono. Por alguna fuerza innata nunca aceptó que pudieran reírse de él, no quería escuchar las carcajadas que en cada función envolvían la grotesca actuación que daba al vulgo la oportunidad de ver –por debajo, aunque suene a doble redundancia– alguien más desdichado al que humillar. Escapó a la edad en que comenzarían a arrojarlo por los aires: con las piernas rotas mal curadas los enanos caminan chistosísimo.
Pasado el temporal el juglar itinerante lo encontró en la porqueriza detrás de la posada, aterido de frío y miedo, suplicando en el silencio algún gesto que reconociera su condición humana. Lo cargó entre bártulos al lomo del borrico y partió a los caminos sin hacer preguntas. El cantar acompañado de laúd, el titilar de las estrellas pasando entre las copas de los árboles, los dedos hurgando la hogaza de pan y el cuero cálido del animal le dieron ilusión de hogar.
Con el tiempo el juglar incorporó a su acto los títeres del enano. La novedad de ver las marionetas actuar los romances cantados atraía público ganando invitaciones a castillos y festines. Y el enano se mantenía siempre oculto, sin llevarse ni una de las palmas que alimentaban la artística vanidad del bardo. Oscuro oficio el del titiritero.
Prosperando con su creciente fama, ambicionaba el juglar formar una compañía teatral propia. Pensaba reunir a otros trashumantes y ya se imaginaba dirigiendo la caravana de carros, soñando coloridos desfiles con los que anunciarse triunfal en las ciudades más importantes. ¡Ah!, sí, cantaría para reyes ofreciendo en lugar de marionetas artistas de carne y hueso con danzas, fuegos y malabares. “¡Grandioso –prometía–, será grandioso!”. Al enano la idea le pareció desagradable, tal vez demasiado grande…
La muerte emboscó al juglar soñando en la borrachera, feliz, a mitad de algún camino. Dejando brotar lagrimas de gratitud, el fiel y agradecido ladero cavó la tumba con la pala ensangrentada. La profundidad de la sepultura superaba la altura del enano y la pala seguía hundiéndose de punta en la tierra, quería hacerlo bien para que ninguna alimaña pudiera desenterrarlo. Concluyendo la faena suplicó a Dios que cuidara el espíritu del juglar, le dijo que era un buen hombre. Al darse vuelta con la pala al hombro llegó el instante de la zozobra: volvió a sentir el frío del miedo en aquella noche de tormenta. Luego, como siempre quiso, tomó las riendas; las estrellas pasando entre las ramas de los árboles, sus dedos arrancando pedazos a la hogaza de pan, el vino en la bota, los cascos de los caballos y el crujir del carromato.
El destino estaba en los caminos, con las criaturas de madera y trapo encendiéndose de vida a la sombra de sus dedos.
Las miradas torvas de los lugareños que acompañan la entrada del carromato a la ciudadela preocupan al aprendiz. El maestro, en cambio, percibe cierto destello alegre queriendo hacerse notar. Pasó mucho tiempo sin ningún artista que se les ofrezca. Ante el niño que extiende los brazos y agita las palmas el enano ensaya desde el techo una pomposa reverencia. Algún adulto se permite sonreír.
Los altos muros de piedra que supieron proteger al Condado de asedios enemigos en tiempos de guerra, otorgándole fama de fortaleza inexpugnable, poco sirvieron ante el avance de la peste que siguió a la sequía. Debilitado y senil el Conde resultaba incapaz de infundir esperanzas entre sus vasallos. Al descontento creciente, que se murmullaba en el interior de las casas, lo sacó a la calle una matrona de pechos secos la noche en que por desesperación comenzó a golpear los vacíos cacharros de cocina. Quería que el ruido la librase de escuchar los sollozos tristes de sus críos y el batifondo se multiplicó por todo el Condado. Antes de ser llevado al laberinto de pasadizos secretos para escapar del castillo, el Conde, viendo que ya las tropas no oponían resistencia frente a las turbas, pareció querer decir algo. Alzo las cejas y abrió la boca, pero no dijo nada.
La función de títeres atrajo por la tarde una considerable multitud de rostros expectantes, demasiado tiempo que no los reunía la alegría. El maestro regaló al público la inspirada representación de su obra más graciosa: “Peripecias de un mozo atolondrado”. Muchacho de cuna noble, comedido aunque torpe, el buen Bernardino sufría sinfín de complicaciones en el afán de ordenar su castillo ante la rebelión de antepasados bromistas. Devenidos pícaros fantasmas, sus ancestros no daban tregua en la creación de problemas. No faltó entre la audiencia quien advirtiera cierto parecido entre los avatares de Bernardino y los caballeros que a la fuga del Conde intentaban regir el Condado. El atribulado joven corría incansablemente evitando la caída de objetos arrojados por los espectros, cerraba y abría las puertas que aquellos se empeñaban abrir o cerrar, caminaba de puntas intentando sorprenderlos y los amenazaba con ridículos hechizos de graciosas rimas. El público encantado reía y aplaudía.
Cada tarde venían más. Pronto la fama de los títeres del enano traspasó las fronteras del condado. Así el aislamiento que había impuesto la peste y el desorden comenzó a romperse con la llegada de forasteros. Además de tomar nota del buen ánimo entre los vasallos, los caballeros del Condado comprendieron que si dejaban ir al enano las gentes de fuera ya no vendrían, pero si en cambio lograban convencerlo de quedarse por más tiempo hasta podrían volver a organizar las otrora famosas ferias de primavera, recuperando algo de la bonanza perdida. El menos sutil de los señores propuso confiscar el carruaje del titiritero, y si bien en principio algunos apoyaron la moción, otro hizo notar que estando el enano de malas las funciones perderían atractivo. En acalorado debate fueron desechando otras ideas igual de tontas, descabelladas o inviables. La solución razonable tardó mucha saliva en llegar: tentar al maestro con el cargo de Curador de la Casa de las Comedias. “Alto honor para cualquier artista, mucho más alto para un enano”, concluyó el falto de sutileza apoyando la propuesta.
El maestro recibió el ofrecimiento sintiendo que tocaba el cielo con las manos, ciertamente un sentimiento extraño. Mucho más extraño, empero, resultó ser su desmedido entusiasmo llevándolo a ver nuevas oportunidades en cada falencia. Un poco descolocados porque esperaban tener que esforzarse por el sí del enano, los caballeros asombrados tardaron en comunicarle algunos de los “problemitas” que debería intentar resolver al frente de la Comedia. El principal es que debido a la peste no quedaban actores ni actrices en el Condado.
- ¡Mejor que no queden actores! –bramó el enano con los ojos posesos de poder– No necesito actores: si con mis pequeños títeres he logrado atraer a los habitantes de los condados vecinos, imaginen señores que famoso será el Condado cuando se sepa que aquí, en mi Casa de Comedias, funcionará el teatro de títeres más grande del mundo…
- ¡Oh! –exclamaron admirados los caballeros.
- ¡Les prometo un espectáculo colosal! Acudirán a verlo gentes de allende los mares y cuando la noticia se difunda los reyes del orbe querrán venir al Condado.
En el ardor febril del magno proyecto el enano se propuso plazos muy cortos, a su medida real. La fecha se aproximaba sin terminar la construcción de Bernardino, el primer títere del tamaño de una persona normal. Otra noche sin sueños lo puso al alba del día anunciado con el monstruo de madera realizado, listo para ser probado. Alto, bello, tallado con esmero en los más pequeños detalles, y robusto, demasiado robusto. Se hubieran necesitado las manos de un gigante para mover semejante peso. Los otros títeres, los fantasmas ancestros de Bernardino, no suponían dificultad alguna, pues no eran más que calabazas con sábanas que podía desplazar a su antojo desde los andamios arriba del escenario. Pero Bernardino…
Intentó con poleas y otros mecanismos sin lograr darle a su creación más que agónicos chispazos de vida, apenas se insinuaban los troncos macizos buscaban el suelo. Otro titiritero hubiese huido, y hasta preferido matarse por propia mano que dejarse llevar a las mazmorras del castillo para que el verdugo se entretuviera con sus dolores. Lo pensó: siempre que los verdugos torturan a un enano lo hacen en el potro, lentamente, estirándolo hasta que logran desarticularlo. Se imaginó que en su caso, siempre y cuando fuese el verdugo un poquito imaginativo, completaría la humillación colgándolo de sogas como si fuese… “¡Eso es! –dijo– Ya sé lo que debo hacer”. Y se puso manos a la obra ahuecando maderas.
Esa noche, iluminada la Casa de las Comedias por tantas velas en sus arañas como nunca antes se vio y duplicadas las antorchas del escenario, Bernardino iba y venía lidiando con sus fantasmas. La euforia del público estalló en aplausos cuando Bernardino hizo malabares con dos jarrones que los fantasmas le arrojaron. Nunca antes la maestría de ningún titiritero había llegado al punto de lograr que un títere realizara pases de malabarismo. Y los cordones tensos exigiendo precisión a las extremidades de madera no interfirieron con el recorrido de los jarrones por el aire.
Al concluir la obra la ovación atronadora de la platea en pie enrojeció palmas durante interminables minutos. Una y otra vez Bernardino agradecía con elegantes reverencias. Cerrándose ya definitivamente el telón, bajo la lluvia de rosas el títere bajó la cabeza, llevó la diestra al pecho y se inclinó ligeramente hacia delante.
El enano se aproximó entonces al borde del andamio y el aprendiz, todavía en su disfraz, alzó la testa. Las miradas de ambos comulgaron la complicidad. Igual que los magos suelen utilizar dobles para la realización de ciertos trucos de transportación, el maestro decidió usar a su aprendiz en el escenario. Antes y después de cada función exhibiría al inmanejable Bernardino de madera sólida, para que todos pudieran tocarlo y rebanarse los sesos tratando de pensar el modo en que los cortos y regordetes deditos del enano se las ingeniaban para dotar de movimiento y gracia a semejante artefacto.
El aprendiz interpretó esa mirada como el momento de su graduación: conocía el mayor secreto de su maestro; ¿Qué más podría enseñarle? Distinguió la cuerda enlazada en la pierna del enano y no hubo premeditación, sencillamente sintió que debía aprovechar esa oportunidad sin ninguna vacilación. Jaló fuertemente y el maestro perdió el equilibrio cayendo pesadamente a sus pies. Con la misma repentización usó el cordón anudado en sus muñecas para estrangular al dolorido enano. Oscuro oficio el del titiritero.
El aprendiz explicó a los Caballeros del Condado que el agotamiento de su maestro durante la función le exigía descansar a reparo de cualquier molestia hasta la siguiente representación.
- ¿Cómo lo hace?- indagó alguno de los nobles señores buscando la infidencia del aprendiz.
- Los secretos de mi amo ni siquiera a mí me son revelados, además, de saberlo tampoco podría decirlo, pues debo al maestro mi absoluta lealtad.
El caballero sonrió complacido con tan devota respuesta, le encomendó que saludara al maestro de su parte y se retiró regocijado.
A reparo de las sombras nocturnas el aprendiz cargó sobre su espalda la bolsa con el cadáver. El cuerpo del enano pesaba mucho más de lo supuesto. “Maldito barrigón”, rezongaba el aprendiz adentrándose en el pantano. Hubiese bastado una fosa muy pequeña para deshacerse del muertito, pero los malabares de Bernardino le habían quitado, si no todas las fuerzas, el total de sus ganas. A orillas de las aguas turbias y malolientes no encontró piedras que poner dentro de la bolsa para asegurar que fuera al fondo, por lo tanto impidió que pudiera flotar abriéndole el vientre con el cuchillo y perforando cada víscera. Lo mismo hizo con los pulmones. Luego lanzó el cuerpo tan dentro de la sucia laguna como a sus cansados brazos le fue posible. El enano golpeó contra la espesa superficie de viscosidades y suavemente empezó a sumergirse. Las morenas hambrientas pronto olieron el manjar y las burbujas dieron cuenta del festín agitando frenéticas la aceitosa mansedumbre del lago. Ningún sentimiento piadoso vibró en el corazón del aprendiz, su alma, vulgar y dominada por el odio, no le permitía más que gestos soeces.
Bernardino continuó en escena alentando rumores sobre los poderes mágicos del enano, poco a poco esos chismes contribuyeron, paradójicamente, al olvido del maestro. Un día el aprendiz anunció que el maestro le había cedido el lugar y dejó trascender que junto a misteriosos magos partió con rumbo desconocido, también esbozó que quizá volvería alguna vez. El aprendiz ahora titiritero, desgastado físicamente comenzó luego a evaluar la posibilidad de conseguir quien lo reemplace bajo el disfraz de madera. Meditaba largas horas contando las monedas de oro que acumulaba en las arcas de la Casa de las Comedias, suficientes ya para escabullirse dándose una lujosa vida en cualquier comarca hasta el final de sus días. Pero no alcanzaba la fortuna a saciar su ambición, con voz de usurero la débil conciencia le reclamaba más, más y mucho más… Su salud se debilitaba y se resistía a elegir un socio. No, no podía confiar en nadie. Un secuaz terminaría por sentir codicia, no debía permitirse correr tal riesgo. Ningún otro anunciaría su retiro del mundo de los títeres. No obstante el cuerpo la indicaba con dolores varios la necesidad del relevo.
Pergeñando el modo de salirse y seguir decidió que era tiempo de cambiar de obra. Ya todos habían visto a Bernardino, convenía ofrecer algo distinto. Hizo pruebas con la sierva en estado de estupefacción. A diferencia del enano, el aprendiz podía moverla con cierta soltura merced a cuerdas y arneses. Esperó a que estuviera conciente y la convenció de prestarse al juego. Siendo que era suya y dependía de él, con la idiota no arriesgaba ser traicionado. Presentó pues una muñeca pintarrajeada de colores brillantes hecha en madera, tan sólida como la del Bernardino títere, a la par preparó en secreto el disfraz dentro del que pondría a la mujer.
La feliz expectativa colmó las capacidades de la Comedia en el estreno de “Las desventuras de Doña Isabela”. Algunos dijeron que les recordaba cierta vieja obra que antaño supo ser puesta sobre las tablas del mismo teatro, otros se encargaron de marcar las diferencias a favor del estreno, y no faltó quien dijera que se trataba de una obra brillante y enteramente original.
En la penumbra de los andamios se mueven las manos el nuevo maestro, la sierva a la sombra de sus dedos agita los brazos y el público aplaude. En medio de la ilusión, la vida pende de hilos que la vista prefiere ignorar. Oscuro, oscuro oficio el del titiritero.
A veces, aprovechándose del abandono carnal en que esos trances la dejan, el maestro juega con ella transformándola en enorme marioneta. Ata sus antebrazos y jalando las cuerdas la grotesca muñeca cobra patética vida. El aprendiz ha visto la morbosa humedad en los labios entreabiertos del maestro chorreando una lujuria que no es de sexo. Pero esos juegos acaban con el maestro frustrado de muy mal humor, siempre el mismo final dejándola caer al piso y viéndola yacer ahí con un desprecio inaudito. Los dedos cortos y rollizos del titiritero, aunque extraordinariamente hábiles, no pueden con el tamaño y peso de ese cuerpo real. Cierta ocasión, intentando hacerla caminar, poco faltó para que no terminara por ahorcarla. “Quizás si tuviera a bien morirse sería más fácil”, dijo la última vez. Luego, cuando ella vuelve en sí, le ordena cocinar, limpiar y zurcir. Y el aprendiz disfruta que la maltrate, así se desahoga llorando en su pecho, la conforta hasta que ella lo agradece entregándose tiernamente.
Dentro del carro la enorme cabeza del titiritero se inclina sobre la mesa mientras talla las maderas que serán brazos y piernas de sus criaturas. Algo siniestro ronda la sonrisa deleitosa con que imagina la próxima puesta en escena. Él, enano como sus padres, logró escapar al seguro destino de bufón de feria con la gracia de sus muñequitos. Comenzó a tallarlos en la soledad de sus rincones, donde privaciones y maltratos lo confinaban al abandono. Por alguna fuerza innata nunca aceptó que pudieran reírse de él, no quería escuchar las carcajadas que en cada función envolvían la grotesca actuación que daba al vulgo la oportunidad de ver –por debajo, aunque suene a doble redundancia– alguien más desdichado al que humillar. Escapó a la edad en que comenzarían a arrojarlo por los aires: con las piernas rotas mal curadas los enanos caminan chistosísimo.
Pasado el temporal el juglar itinerante lo encontró en la porqueriza detrás de la posada, aterido de frío y miedo, suplicando en el silencio algún gesto que reconociera su condición humana. Lo cargó entre bártulos al lomo del borrico y partió a los caminos sin hacer preguntas. El cantar acompañado de laúd, el titilar de las estrellas pasando entre las copas de los árboles, los dedos hurgando la hogaza de pan y el cuero cálido del animal le dieron ilusión de hogar.
Con el tiempo el juglar incorporó a su acto los títeres del enano. La novedad de ver las marionetas actuar los romances cantados atraía público ganando invitaciones a castillos y festines. Y el enano se mantenía siempre oculto, sin llevarse ni una de las palmas que alimentaban la artística vanidad del bardo. Oscuro oficio el del titiritero.
Prosperando con su creciente fama, ambicionaba el juglar formar una compañía teatral propia. Pensaba reunir a otros trashumantes y ya se imaginaba dirigiendo la caravana de carros, soñando coloridos desfiles con los que anunciarse triunfal en las ciudades más importantes. ¡Ah!, sí, cantaría para reyes ofreciendo en lugar de marionetas artistas de carne y hueso con danzas, fuegos y malabares. “¡Grandioso –prometía–, será grandioso!”. Al enano la idea le pareció desagradable, tal vez demasiado grande…
La muerte emboscó al juglar soñando en la borrachera, feliz, a mitad de algún camino. Dejando brotar lagrimas de gratitud, el fiel y agradecido ladero cavó la tumba con la pala ensangrentada. La profundidad de la sepultura superaba la altura del enano y la pala seguía hundiéndose de punta en la tierra, quería hacerlo bien para que ninguna alimaña pudiera desenterrarlo. Concluyendo la faena suplicó a Dios que cuidara el espíritu del juglar, le dijo que era un buen hombre. Al darse vuelta con la pala al hombro llegó el instante de la zozobra: volvió a sentir el frío del miedo en aquella noche de tormenta. Luego, como siempre quiso, tomó las riendas; las estrellas pasando entre las ramas de los árboles, sus dedos arrancando pedazos a la hogaza de pan, el vino en la bota, los cascos de los caballos y el crujir del carromato.
El destino estaba en los caminos, con las criaturas de madera y trapo encendiéndose de vida a la sombra de sus dedos.
Las miradas torvas de los lugareños que acompañan la entrada del carromato a la ciudadela preocupan al aprendiz. El maestro, en cambio, percibe cierto destello alegre queriendo hacerse notar. Pasó mucho tiempo sin ningún artista que se les ofrezca. Ante el niño que extiende los brazos y agita las palmas el enano ensaya desde el techo una pomposa reverencia. Algún adulto se permite sonreír.
Los altos muros de piedra que supieron proteger al Condado de asedios enemigos en tiempos de guerra, otorgándole fama de fortaleza inexpugnable, poco sirvieron ante el avance de la peste que siguió a la sequía. Debilitado y senil el Conde resultaba incapaz de infundir esperanzas entre sus vasallos. Al descontento creciente, que se murmullaba en el interior de las casas, lo sacó a la calle una matrona de pechos secos la noche en que por desesperación comenzó a golpear los vacíos cacharros de cocina. Quería que el ruido la librase de escuchar los sollozos tristes de sus críos y el batifondo se multiplicó por todo el Condado. Antes de ser llevado al laberinto de pasadizos secretos para escapar del castillo, el Conde, viendo que ya las tropas no oponían resistencia frente a las turbas, pareció querer decir algo. Alzo las cejas y abrió la boca, pero no dijo nada.
La función de títeres atrajo por la tarde una considerable multitud de rostros expectantes, demasiado tiempo que no los reunía la alegría. El maestro regaló al público la inspirada representación de su obra más graciosa: “Peripecias de un mozo atolondrado”. Muchacho de cuna noble, comedido aunque torpe, el buen Bernardino sufría sinfín de complicaciones en el afán de ordenar su castillo ante la rebelión de antepasados bromistas. Devenidos pícaros fantasmas, sus ancestros no daban tregua en la creación de problemas. No faltó entre la audiencia quien advirtiera cierto parecido entre los avatares de Bernardino y los caballeros que a la fuga del Conde intentaban regir el Condado. El atribulado joven corría incansablemente evitando la caída de objetos arrojados por los espectros, cerraba y abría las puertas que aquellos se empeñaban abrir o cerrar, caminaba de puntas intentando sorprenderlos y los amenazaba con ridículos hechizos de graciosas rimas. El público encantado reía y aplaudía.
Cada tarde venían más. Pronto la fama de los títeres del enano traspasó las fronteras del condado. Así el aislamiento que había impuesto la peste y el desorden comenzó a romperse con la llegada de forasteros. Además de tomar nota del buen ánimo entre los vasallos, los caballeros del Condado comprendieron que si dejaban ir al enano las gentes de fuera ya no vendrían, pero si en cambio lograban convencerlo de quedarse por más tiempo hasta podrían volver a organizar las otrora famosas ferias de primavera, recuperando algo de la bonanza perdida. El menos sutil de los señores propuso confiscar el carruaje del titiritero, y si bien en principio algunos apoyaron la moción, otro hizo notar que estando el enano de malas las funciones perderían atractivo. En acalorado debate fueron desechando otras ideas igual de tontas, descabelladas o inviables. La solución razonable tardó mucha saliva en llegar: tentar al maestro con el cargo de Curador de la Casa de las Comedias. “Alto honor para cualquier artista, mucho más alto para un enano”, concluyó el falto de sutileza apoyando la propuesta.
El maestro recibió el ofrecimiento sintiendo que tocaba el cielo con las manos, ciertamente un sentimiento extraño. Mucho más extraño, empero, resultó ser su desmedido entusiasmo llevándolo a ver nuevas oportunidades en cada falencia. Un poco descolocados porque esperaban tener que esforzarse por el sí del enano, los caballeros asombrados tardaron en comunicarle algunos de los “problemitas” que debería intentar resolver al frente de la Comedia. El principal es que debido a la peste no quedaban actores ni actrices en el Condado.
- ¡Mejor que no queden actores! –bramó el enano con los ojos posesos de poder– No necesito actores: si con mis pequeños títeres he logrado atraer a los habitantes de los condados vecinos, imaginen señores que famoso será el Condado cuando se sepa que aquí, en mi Casa de Comedias, funcionará el teatro de títeres más grande del mundo…
- ¡Oh! –exclamaron admirados los caballeros.
- ¡Les prometo un espectáculo colosal! Acudirán a verlo gentes de allende los mares y cuando la noticia se difunda los reyes del orbe querrán venir al Condado.
En el ardor febril del magno proyecto el enano se propuso plazos muy cortos, a su medida real. La fecha se aproximaba sin terminar la construcción de Bernardino, el primer títere del tamaño de una persona normal. Otra noche sin sueños lo puso al alba del día anunciado con el monstruo de madera realizado, listo para ser probado. Alto, bello, tallado con esmero en los más pequeños detalles, y robusto, demasiado robusto. Se hubieran necesitado las manos de un gigante para mover semejante peso. Los otros títeres, los fantasmas ancestros de Bernardino, no suponían dificultad alguna, pues no eran más que calabazas con sábanas que podía desplazar a su antojo desde los andamios arriba del escenario. Pero Bernardino…
Intentó con poleas y otros mecanismos sin lograr darle a su creación más que agónicos chispazos de vida, apenas se insinuaban los troncos macizos buscaban el suelo. Otro titiritero hubiese huido, y hasta preferido matarse por propia mano que dejarse llevar a las mazmorras del castillo para que el verdugo se entretuviera con sus dolores. Lo pensó: siempre que los verdugos torturan a un enano lo hacen en el potro, lentamente, estirándolo hasta que logran desarticularlo. Se imaginó que en su caso, siempre y cuando fuese el verdugo un poquito imaginativo, completaría la humillación colgándolo de sogas como si fuese… “¡Eso es! –dijo– Ya sé lo que debo hacer”. Y se puso manos a la obra ahuecando maderas.
Esa noche, iluminada la Casa de las Comedias por tantas velas en sus arañas como nunca antes se vio y duplicadas las antorchas del escenario, Bernardino iba y venía lidiando con sus fantasmas. La euforia del público estalló en aplausos cuando Bernardino hizo malabares con dos jarrones que los fantasmas le arrojaron. Nunca antes la maestría de ningún titiritero había llegado al punto de lograr que un títere realizara pases de malabarismo. Y los cordones tensos exigiendo precisión a las extremidades de madera no interfirieron con el recorrido de los jarrones por el aire.
Al concluir la obra la ovación atronadora de la platea en pie enrojeció palmas durante interminables minutos. Una y otra vez Bernardino agradecía con elegantes reverencias. Cerrándose ya definitivamente el telón, bajo la lluvia de rosas el títere bajó la cabeza, llevó la diestra al pecho y se inclinó ligeramente hacia delante.
El enano se aproximó entonces al borde del andamio y el aprendiz, todavía en su disfraz, alzó la testa. Las miradas de ambos comulgaron la complicidad. Igual que los magos suelen utilizar dobles para la realización de ciertos trucos de transportación, el maestro decidió usar a su aprendiz en el escenario. Antes y después de cada función exhibiría al inmanejable Bernardino de madera sólida, para que todos pudieran tocarlo y rebanarse los sesos tratando de pensar el modo en que los cortos y regordetes deditos del enano se las ingeniaban para dotar de movimiento y gracia a semejante artefacto.
El aprendiz interpretó esa mirada como el momento de su graduación: conocía el mayor secreto de su maestro; ¿Qué más podría enseñarle? Distinguió la cuerda enlazada en la pierna del enano y no hubo premeditación, sencillamente sintió que debía aprovechar esa oportunidad sin ninguna vacilación. Jaló fuertemente y el maestro perdió el equilibrio cayendo pesadamente a sus pies. Con la misma repentización usó el cordón anudado en sus muñecas para estrangular al dolorido enano. Oscuro oficio el del titiritero.
El aprendiz explicó a los Caballeros del Condado que el agotamiento de su maestro durante la función le exigía descansar a reparo de cualquier molestia hasta la siguiente representación.
- ¿Cómo lo hace?- indagó alguno de los nobles señores buscando la infidencia del aprendiz.
- Los secretos de mi amo ni siquiera a mí me son revelados, además, de saberlo tampoco podría decirlo, pues debo al maestro mi absoluta lealtad.
El caballero sonrió complacido con tan devota respuesta, le encomendó que saludara al maestro de su parte y se retiró regocijado.
A reparo de las sombras nocturnas el aprendiz cargó sobre su espalda la bolsa con el cadáver. El cuerpo del enano pesaba mucho más de lo supuesto. “Maldito barrigón”, rezongaba el aprendiz adentrándose en el pantano. Hubiese bastado una fosa muy pequeña para deshacerse del muertito, pero los malabares de Bernardino le habían quitado, si no todas las fuerzas, el total de sus ganas. A orillas de las aguas turbias y malolientes no encontró piedras que poner dentro de la bolsa para asegurar que fuera al fondo, por lo tanto impidió que pudiera flotar abriéndole el vientre con el cuchillo y perforando cada víscera. Lo mismo hizo con los pulmones. Luego lanzó el cuerpo tan dentro de la sucia laguna como a sus cansados brazos le fue posible. El enano golpeó contra la espesa superficie de viscosidades y suavemente empezó a sumergirse. Las morenas hambrientas pronto olieron el manjar y las burbujas dieron cuenta del festín agitando frenéticas la aceitosa mansedumbre del lago. Ningún sentimiento piadoso vibró en el corazón del aprendiz, su alma, vulgar y dominada por el odio, no le permitía más que gestos soeces.
Bernardino continuó en escena alentando rumores sobre los poderes mágicos del enano, poco a poco esos chismes contribuyeron, paradójicamente, al olvido del maestro. Un día el aprendiz anunció que el maestro le había cedido el lugar y dejó trascender que junto a misteriosos magos partió con rumbo desconocido, también esbozó que quizá volvería alguna vez. El aprendiz ahora titiritero, desgastado físicamente comenzó luego a evaluar la posibilidad de conseguir quien lo reemplace bajo el disfraz de madera. Meditaba largas horas contando las monedas de oro que acumulaba en las arcas de la Casa de las Comedias, suficientes ya para escabullirse dándose una lujosa vida en cualquier comarca hasta el final de sus días. Pero no alcanzaba la fortuna a saciar su ambición, con voz de usurero la débil conciencia le reclamaba más, más y mucho más… Su salud se debilitaba y se resistía a elegir un socio. No, no podía confiar en nadie. Un secuaz terminaría por sentir codicia, no debía permitirse correr tal riesgo. Ningún otro anunciaría su retiro del mundo de los títeres. No obstante el cuerpo la indicaba con dolores varios la necesidad del relevo.
Pergeñando el modo de salirse y seguir decidió que era tiempo de cambiar de obra. Ya todos habían visto a Bernardino, convenía ofrecer algo distinto. Hizo pruebas con la sierva en estado de estupefacción. A diferencia del enano, el aprendiz podía moverla con cierta soltura merced a cuerdas y arneses. Esperó a que estuviera conciente y la convenció de prestarse al juego. Siendo que era suya y dependía de él, con la idiota no arriesgaba ser traicionado. Presentó pues una muñeca pintarrajeada de colores brillantes hecha en madera, tan sólida como la del Bernardino títere, a la par preparó en secreto el disfraz dentro del que pondría a la mujer.
La feliz expectativa colmó las capacidades de la Comedia en el estreno de “Las desventuras de Doña Isabela”. Algunos dijeron que les recordaba cierta vieja obra que antaño supo ser puesta sobre las tablas del mismo teatro, otros se encargaron de marcar las diferencias a favor del estreno, y no faltó quien dijera que se trataba de una obra brillante y enteramente original.
En la penumbra de los andamios se mueven las manos el nuevo maestro, la sierva a la sombra de sus dedos agita los brazos y el público aplaude. En medio de la ilusión, la vida pende de hilos que la vista prefiere ignorar. Oscuro, oscuro oficio el del titiritero.