CONSTITUCIÓN
O MUERTE
Las
convicciones nacionales y personales en tiempos de crisis
Por
Ariel Corbat.
INTRODUCCIÓN
El jueves 30 de Abril de 2020, invitado por
Luciano Silva y el Movimiento Republicano Libertario expuse vía ZOOM algunas
reflexiones de las que amerita la situación argentina en contexto de pandemia.
Hace años vengo observando y sosteniendo que
la realidad de la Nación Argentina es la de un país dañado en sus instituciones
y degradado en su cultura con síntomas de merma intelectual. En el último
tiempo he modificado esa apreciación porque considero que aquellos síntomas de
merma intelectual son hoy, lisa y llanamente, miseria intelectual. Argentina se
está convirtiendo en un país miserable en todos los órdenes.
La razón central e instrumental de esa
decadencia la atribuyo a la fácil prepotencia del pensamiento mágico por sobre
la esforzada racionalidad del estilo de vida propuesto por la Constitución
Nacional.
La dimensión trágica de la Argentina se
afirma al pensar que todo el progreso que el potencial del país llegó a
proyectar por la Generación del 80 en el Centenario de la Revolución de Mayo,
se haya ido desvaneciendo a lo largo del Siglo XX para llegar a un Bicentenario
totalmente alejado de aquellas expectativas.
Lo triste del asunto es que las circunstanciales
mayorías que la vida política ha ido generando del Centenario a hoy, eligen
cada vez con mayor fanatismo el camino de la decadencia.
Revertir este cuadro no puede ser simple,
requiere comprender que donde debía haber una comunidad organizada de
ciudadanos, individuos conscientes de sus derechos y obligaciones, hay una masa
de acreedores sin título que espera recibir algo por bailar al son del
gobernante.
Que esas personas no logren percibir que
mejorarían su situación apostando a su propio esfuerzo en lugar de permanecer
sometidos a la dádiva estatal, además de ratificar lo severo del daño
institucional, la degradación cultural y la miseria intelectual que alcanzamos,
nos plantea la insuficiencia de las minorías republicanas. En este punto es preciso despojarse de toda complacencia y asumir que,
si bien hay una abrumadora mayoría empecinada en seguir cavando la fosa de la
Patria, no es por mérito de esa mayoría sino por deficiencia propia que no
estamos siendo ni organizados ni hiperactivos para impedirlo. Téngase
presente al leer cada palabra escrita aquí.
Con ese ánimo, de no ser complaciente con uno
mismo, me vengo interpelando respecto a cómo debo lidiar con la sensación de
incomprensión que resulta de la determinación de predicar en el desierto, pues
podría indicar que no tengo la habilidad ni el talento para explicar y promover
la idea, tan romántica como racional, de un venturoso destino para la Nación
Argentina indisoluble del sentimiento expresado por el Himno Nacional y la
irrestricta supremacía de la Constitución Nacional. Y si fuera mi falencia,
podría darse el caso de pretender ayudar pero terminar siendo un estorbo.
Desde 1994, cuando junto a la Dra. María Inés
Calvo publicamos “Uso y abuso de las
corbatas”, y luego en 1998 “Teoría
Romántica del Derecho Argentino” (El
Himno Nacional como expresión de la Norma Hipotética Fundamental), vengo
bregando abiertamente por lo mismo. Es mucho tiempo y estoy completamente
convencido que las ideas son las correctas, la pregunta que me hago es si estoy
sirviendo del mejor modo posible a esas ideas.
Para responder esa pregunta me propongo dar
forma escrita a la exposición “CONSTITUCIÓN O MUERTE”. Lo que refiero aquí no
es otra cosa que lo que vengo manifestando en los artículos que escribí para el
diario La Prensa (gracias a Guillermo Belcore), La Prensa Republicana (gracias
a Nicolás Márquez), Fundación Atlas (gracias a Martín Simonetta), opiniones
vertidas en Facebook, Twitter, grupos de WhatsApp, todos ellos con base en las
notas de mis blogs “La Pluma de la Derecha” y “Un liberal que no habla de
economía”.
Creo poder evidenciar coherencia en mi
pensamiento publicado, una continuidad de principios sostenidos a pesar de las
disyuntivas de coyuntura y desde la propia conducta.
Cabe acotar que el capitalismo crea
herramientas accesibles y económicas para superar dificultades, ZOOM es una de
ellas y nos permite reunirnos a pesar del aislamiento físico que impone la
prevención del coronavirus. Resultó una buena experiencia hablar por ZOOM. Por
supuesto no es igual a la presencia física, descoloca un poco hablar a la
pantalla (uno busca ver los rostros de todos a los que habla) pero después esa
impresión extraña va cediendo. De todas formas disfruto más como espectador que
siendo el orador.
Aclaro que lo que leerán no será la exacta
transcripción de lo dicho en ese encuentro virtual, porque, a contramano del
debido orden cronológico, aquello fue como pensar en voz alta la síntesis de
este largo escrito, parte del proceso para encontrar las palabras en su
redacción final.
EL VALOR DE LAS PALABRAS
Hay dos poderosas razones para comenzar esta
exposición poniendo énfasis en el significado de las palabras. La primera
tributar un merecido homenaje al Dr. Mariano Grondona, quien tanto en artículos
periodísticos como los que escribió para el diario La Nación, al igual que en
programas de radio o televisivos y desde la docencia en las aulas, prestaba
especial atención a la etimología de las palabras.
Tener claro el significado de las palabras es
esencial para la posibilidad del diálogo y que este pueda decantar en
entendimiento. Tan característico del Dr. Grondona resulta ese didáctico empeño
por pensar desde el lenguaje, que era el rasgo que solían resaltar los
humoristas cuando lo imitaban.
Grondona fue mi profesor de Derecho Político,
en el lejano y (Orwell mediante) mítico año de 1984, cuando se desempeñaba como
adjunto en la cátedra del Dr. Justo López en la Facultad de Derecho de la UBA. Sin
dudas ha sido el docente que mayor influencia tuvo sobre mi pensamiento, tal
vez una de las razones por las cuales siempre he sido reacio a practicar la
abogacía.
Pero si bien mi sola gratitud de alumno
justifica este tributo a Mariano Grondona, no lo traigo a mención por simple
deseo personal sino porque la actualidad del país lo hace imprescindible, ya
que frente al agravio a la razón que supone la pretensión totalitaria de
imponernos el mal llamado “lenguaje inclusivo”, defender a ultranza la
corrección del idioma entendiendo el significado de las palabras en su
evolución histórica, es toda una declaración de principios democráticos. Esa es
la segunda y principal razón para abordar la cuestión de las convicciones desde
la etimología.
La palabra “convicción” tiene su origen en el
término latín “convictio” cuyo significado alude a una creencia fuerte, en
especial ideas religiosas, éticas o políticas a las que se está decididamente
adherido, y se compone por el prefijo “con” (junto, entero, todo), la raíz “vincere”
(vencer, victoria), y el sufijo “tio” (expresión de acción y efecto).
Convicción es sinónimo de convencimiento.
Ambas palabras reconocen un mismo origen y significado. Obsérvese que la acción
de convencer es una variante sofisticada de vencer. Vencer supone un enemigo al
que se derrota, es imponerse una parte sobre otra, alude a la fuerza como forma
de resolución primaria del conflicto humano. Convencer es una forma
evolucionada de victoria que no requiere someter o eliminar al otro, sino
razonar juntos, persuadirlo, acordar; de allí el prefijo “con” viniendo a indicar
que las partes en conflicto se mantienen unidas.
La convicción viene a ser así una resultante
del diálogo, pero también de una sincera introspección de cada quien con su
conciencia. Esta doble faz del convencimiento, interno y externo, con uno y con
el otro, es la que intenta reflejar el lema de mi blog La Pluma de la Derecha:
“Quiero
que mis convicciones sigan siendo auténticas, que sean puestas a prueba por las
razones del otro y por las dudas propias. Ayudémonos a pensar”.
Ese lema surgió como respuesta a la
imposición por parte del régimen kirchnerista, ya en su primera etapa, de la
lógica amigo/enemigo en la sociedad argentina. El efecto de la lógica
amigo/enemigo es eliminar la posibilidad del diálogo para reemplazarlo por la sumisión
y la obediencia, pues no otra cosa aspira a obtener de los demás quien proclama
“vamos por todo”.
“Vamos por todo” es una expresión totalitaria
que no admite interpretaciones erróneas. No se necesita ser Mariano Grondona
para desmenuzar el sentido de esas palabras, comprender su alcance y proyectar
las consecuencias. “Vamos por todo” es todo, es reducir al otro a nada, es
Stalin, es Hitler, es Castro, es Maduro; es Cristina Fernández, eternizada en
el poder como la quiere Diana Conti desde su confeso stalinismo.
La forma de resistir el embate totalitario
del régimen kirchnerista era entonces hacer un denodado esfuerzo por mantener
la cordura y fomentar el debate de ideas. Seguir pensando racionalmente, a
pesar que la merma intelectual de los argentinos se agudizaba por esa política
de odio dirigida desde el gobierno con la cual se exacerbó el fanatismo. Terminaron
amistades de años, se fracturaron familias, se bajó la voz en bares y lugares
públicos y todo por la misma razón por la que se censuró el diálogo político en
distintas organizaciones: expresar la más simple discrepancia daba lugar a la
intolerancia del agravio descalificante, al insulto porque sí, porque el
kirchnerismo se arroga el monopolio de la verdad.
Cuando un gobierno utilizando de modo
faccioso los recursos del Estado exacerba y agita el fanatismo de sus
militantes en la lógica amigo/enemigo, es imposible que la agresión constante
no provoque la merma intelectual en el conjunto de la sociedad. Es difícil
pensar cuando toda opinión disidente recibe desde insultos hasta amenazas de
muerte (cosas que como tantos otros he padecido). Se sobrevalora y confunde
sobre sus capacidades intelectuales quien se crea capaz de mantenerse al margen
y sin daño de la lógica amigo/enemigo hecha política de gobierno. No hay modo
de salir indemne, como tampoco lo hay cuando la repetición sistemática de
mentiras que se pretenden convertir en verdad dogmática obliga a mantenerse
aferrado y limitado a defender lo básico, aquello que George Orwell supo tan
bien definir en su genial y aterradora novela “1984”: 2 + 2 = 4.
Atentar contra el diálogo es atentar contra
las convicciones, porque la posibilidad de convencer, en lugar de vencer, exige
sinceridad en el diálogo y en la conducta. Al respecto, resulta necesario
advertir que tanto el diálogo como el convencimiento pueden ser manipulados
desde el ardid, pero la convicción individual, personal, aquella que hace a la
ética, por ser un asunto de conciencia no admite engaño alguno. Tener o no
tener convicciones y la sinceridad de las mismas es una cuestión que la
conducta revela.
Ocurre que las convicciones no son un libro
complaciente que cada quien se escribe para jactarse interiormente de sus
buenos principios, moral y grandeza espiritual dejándolo archivado en algún
estante de la mente. Las convicciones son un mandato de conducta que da cuerpo
a la ética personal, y son los actos los que prueban las convicciones. No sirve
de nada imaginarse dueño de hermosas convicciones si se vive ignorándolas,
porque en ese caso es claro que las convicciones que se pretenden no son tales.
La palabra “convicto” tiene el mismo origen
que convicción y convencimiento. Su significado alude a una persona que sin
confesar un crimen recibe condena porque otros, sus jueces, obtuvieron
elementos de convicción para arribar al convencimiento de su culpabilidad.
La etimología de las palabras ayuda a
comprender la relación entre convicciones y conducta: en cierto modo, las
convicciones nos vuelven convictos de nuestro propio juicio. Libremente, al
discernir en la conciencia las dudas que nos genera nuestra propia existencia,
asumimos un determinado modo de obrar, de vivir y de morir.
Ser convictos de nuestras convicciones nos
hace previsibles. Y ser previsible, en un modo virtuoso, sosteniendo la palabra
con el verbo, hace a la seriedad de las personas y también de las naciones. El
honor está íntimamente relacionado con este concepto, pues el valor de la
palabra empeñada se mide por su directa correspondencia con los hechos. Las
personas, lo mismo que las naciones, son honorables cuando viven conforme a los
principios que proclaman.
Lo previsible de la honorabilidad confiere
dignidad. Y esto se entiende muy bien desde el humor, cuando la sátira
humorística apela a lo inadmisible para hacer reír.
Es lo que tan bien logra aquella frase
atribuida a Groucho Marx: “estos son mis principios, si no le gustan tengo otros”.
La gracia en esa frase está en lo grotesco de una persona sin convicciones y
por ende imprevisible, alguien a contramano del honor y la dignidad.
El humor va en el sentido contrario de la
seriedad, por lo tanto si la realidad demuestra una sociedad rígida donde las
personas buscan mantenerse firmes en sus principios lo gracioso es el descarado
que los cambia según la ocasión.
Por supuesto, la humorada pierde toda su
gracia cuando fuera de aquel contexto social resulta ser una descripción de lo
cotidiano; como ocurre en Argentina desde hace largo tiempo, donde ya nadie se
escandaliza cuando los archivos contraponen expresiones de un mismo político
contradiciéndose a sí mismo.
Aquí Groucho Marx no causa gracia, sólo nos
recuerda la vergüenza en la que vivimos.
MATAR EL DIÁLOGO ES ANULAR LA RAZÓN
Los árabes tienen un saludo gestual que
resulta sumamente significativo, llevan la yema de los dedos de la mano diestra
al pecho, sobre el corazón, luego a los labios y tras tocarse la frente
completan el movimiento con un elegante vuelco de la palma hacia el
interlocutor. La interpretación del rito puede traducirse como “lo que siente
mi corazón, lo dice mi boca después de haberlo pensado”, o con igual sentido
“mi corazón, palabras y mente están contigo”.
Esa mímica resulta perfecta para graficar la
sinceridad del diálogo. El diálogo, en sociedades democráticas no solamente es
la herramienta para lograr consensos sino un fin en sí mismo. Una sociedad en
la que impera el diálogo se caracteriza por practicar la tolerancia, piedra
basal de la Libertad y la gran virtud del liberalismo, lo que permite construir
respeto desde la racionalidad de las ideas. La ciudadanía como concepto
republicano, lo mismo que cada una de las instituciones de la República, es una
construcción íntimamente enlazada con el diálogo, con la razón y la acción
conjuntas,
La intolerancia que impide razonar con el
otro no siempre se manifiesta frontalmente, puede asumir la forma de completas
farsas gestadas desde la hipocresía política explotando las vulnerabilidades de
las democracias que, para su correcto funcionamiento, suponen, requieren y
exigen buena fe.
Cuando la buena fe es la esencia del juego,
el jugador de mala fe obtiene la ventaja del proceder solapado. Así, del mismo
modo que el conocido Experimento de Rosenhan demostró que la planificada
simulación de síntomas psiquiátricos puede llevar a un diagnóstico equivocado
por parte de los profesionales, la constante simulación de hacer pasar por
democráticos contenidos totalitarios en forma progresiva puede llevar a la
confusión de una sociedad. Y no hay confusión más peligrosa que no advertir las
contradicciones.
Las contradicciones de todo proyecto
totalitario se aprecian en la incompatibilidad de sus consignas, por ejemplo:
“Vamos por todo” es la negación absoluta de “La Patria es el otro”. Esas
contradicciones lejos de ser un producto de la casualidad, o surgir del mero desorden
en los voceros del totalitarismo, obedecen al deliberado propósito de anular el
diálogo por la vía del desquicio sembrando tantas incoherencias e irracionalidades
como para hacer que decir lo más simple requiera miles de aclaraciones.
Siendo que la idea del totalitarismo es la no
idea, uno de sus objetivos es destruir el instrumento mismo del diálogo: el
lenguaje como forma convencional de entendimiento que expresa modos de pensar,
de razonar juntos, de persuadir, de convencer y desde la propia etimología de
las palabras comprender la historia que hace a la evolución de las distintas
identidades comunitarias que conforman la humanidad en su conjunto.
AMPUTAR LA LENGUA EN LA FICCIÓN LITERARIA
Quien mejor ha sabido explicar lo esencial
del lenguaje para la condición humana y la Libertad es George Orwell.
Desde el punto de vista literario y
especialmente por sus últimas dos novelas, “Rebelión en la granja” (1945) y
“1984” (1949) Orwell es considerado un autor swiftiano, ya que la forma en que
a través de la ironía comunica al lector sus observaciones de la realidad,
guardan cierta semejanza con la obra de Jonathan Swift (1667–1745), el autor de
“Los viajes de Gulliver”.
Los dos últimos libros de Orwell pueden
leerse como una misma obra, tomo 1 y 2, dos fases de un mismo proceso: la
revolución y el régimen. Una de las notables continuidades entre Swift y Orwell
es que ambos, por la vía del absurdo, afirman la importancia del lenguaje. Así
es como el disparatado proyecto de la escuela de lenguas de la Academia de
Lagado, imaginado por Swift es el antecedente claro y directo de la neolengua
que Orwell desarrolla en 1984.
Los absurdos planes de los lingüistas de
Lagado imaginados por Swift contemplaban “hacer más cortas las oraciones
dejando a los polisílabos una sola sílaba y eliminando verbos y participios
porque en realidad todas las cosas imaginables no son más que palabras”, como
así también la alternativa de “abolir todas las palabras, cualesquiera que
fuesen” lo que se recomendaba en beneficio de la salud y la brevedad. Lo jocoso
del despropósito era que en lugar de palabras cada quien debía cargar consigo
las cosas que fuesen necesarias para expresar el asunto de que se tratase. La
brillantez de la ironía reluce en este párrafo de Swift: “Y este invento se
habría realizado, proporcionando comodidad y salud al individuo, si las
mujeres, en consorcio con el vulgo y los ignorantes, no hubiesen amenazado con
rebelarse si no se les dejaba libertad de hablar con la lengua como sus
antepasados”.
La mordacidad con que Swift se burlaba de los
que pretenden guiar la vida de los demás
resalta en este párrafo, describiendo las intenciones y lo que surgía de la
Escuela de arbitristas:
“Aquella pobre gente presentaba sistemas
especiales para persuadir a los monarcas que eligiesen a los favoritos de
acuerdo con su sabiduría, capacidad y virtud, enseñaran a los ministros a
consultar y pensar en el bien público, recompensar el mérito, las aptitudes
notables y los servicios ejemplares; instruyesen a los príncipes para que
supieran que su verdadero interés debe radicar y fundarse en el de su pueblo,
escogieran para los empleos a las personas capacitadas para desempeñarlo; junto
con otras extrañas e imposibles quimeras que nunca han pasado por cabeza
humana, que vinieron a confirmarme en mi vieja convicción de que no existe nada
tan irracional y estrafalario, que no haya sido sostenido como verdad alguna
vez por algunos filósofos”.
No he resistido la tentación de transcribir
ese párrafo porque lamentablemente aplica a la actualidad de la Argentina:
pobre gente que teniendo una gran Constitución en lugar de vivir bajo sus
preceptos se hunde, día a día, siguiendo quimeras tan irracionales como
estrafalarias.
Dos siglos después de Swift, Orwell retomó aquella
idea del lenguaje planificado. La comienza a desarrollar en “Rebelión en la
granja”, donde el uso de las palabras por parte del gobierno cerdo es esencial
para el proceso de desmemoria colectiva con el que afirma su poder.
Alterando la percepción de la historia, para
vaciar de significado a los principios que dieron origen a la rebelión, se
aprecian distintos momentos, uno inicial, de propaganda revolucionaria, en el
que las palabras proliferan en normas, discursos y canciones, y otro posterior
a la victoria de la rebelión en el que la censura del adoctrinamiento va a ir
cercenando la posibilidad de expresarse y pensar a efecto de obtener una
obediencia ciega.
Pero es en “1984” donde Orwell lleva la idea
de Swift a un extremo terrorífico y depurado de todo tinte humorístico. Si el Dean
de San Patricio nos hace sonreír desde el absurdo, con la imagen grotesca de
alguien cargando tantos objetos como cosas quisiera decir, Orwell nos advierte
que lo absurdo puede en realidad ocurrir y no concluir en otra cosa que la más
absoluta oscuridad.
Muchos escritores han imaginado nuevas
lenguas, así Julio Verne ponía en boca de los tripulantes del Nautilus a las
órdenes del Capitán Nemo un idioma propio. La genialidad de Orwell fue imaginar
que ese Estado totalitario, que falseaba la historia adulterando la memoria, no
podía conformarse con el control de los actos externos de los individuos, sino
que debía adentrarse a lo más profundo de sus conciencias, y para ello se
dedicaba a podar el idioma, sintetizarlo con la finalidad de evitar cualquier
pensamiento divergente.
La “Neolengua” imaginada por Orwell es un
idioma que se fagocita a sí mismo. Esa nueva lengua surgía de una forma
específica de pensar: el doble pensar, categoría más compleja y amplia que el
mero doble discurso al que lamentablemente estamos acostumbrados.
El doble pensar es en realidad un no pensar,
porque el pensamiento necesita libertad, y en ese no pensar como tal decanta,
lógicamente, hacia un idioma degradado hasta la muerte, un idioma que busca ser
el suicidio de la lengua, un hablar sin pensamiento, una vocinglería
instintiva, un idioma de seres que renuncian a ser humanos.
En una olvidable película italiana se daba
sin embargo un diálogo memorable, exquisito. En la escena que refiero un
funcionario alardeaba ante su viejo profesor de Italiano que, pese a haber sido
un mal alumno de Italiano detentaba un cargo de poder. Entonces ese viejo
profesor le explicaba que el Italiano no era despectivamente “el Italiano”,
meramente hablar Italiano, el Italiano, le enseñaba, es pensar. Y remataba esa
última lección diciendo en forma lapidaria: “Con menos Italiano, a Ud. le
hubiera ido mucho mejor”.
Quiero significar con esto una elemental
reflexión que arroja la lectura de Orwell, que el poder cuando comienza a
ejercerse por el poder mismo, desprovisto de cualquier otra finalidad, no
acepta otra posibilidad que ser absoluto, total. En una primera instancia la
rebelión tenía un ideal, que desvirtuado por la corrupción de la clase
dirigente convirtió a esa revolución en otra excusa para el enriquecimiento,
los privilegios y la explotación de unos por otros, pero hay algo todavía peor
que esa instancia, y es cuando el poder ya ni siquiera sirve a la corrupción
sino a sí mismo. La dictadura de los corruptos consiste en servirse del poder,
pero es de trámite, si avanza demasiado entra en un pasillo sin otra salida que
la dictadura totalitaria.
La mayor negación de la humanidad es privarla
de la razón, porque con ella desaparece el libre albedrío y cualquier voluntad.
Por eso el proyecto totalitario de corrupción estructural del Insog, el partido
único fantaseado por Orwell, tenía por objetivo destruir el lenguaje. Algo que
explica Syme, uno de los personajes de “1984”, tal cual lo reflejan estos
fragmentos de dialogo con Winston, el protagonista:
-
“La
destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las
principales víctimas son los verbos y los adjetivos, pero también hay
centenares de nombres de los que puede uno prescindir. No se trata sólo de los sinónimos,
también los antónimos. En realidad ¿qué justificación tiene el empleo de una
palabra sólo porque sea lo contrario de otra? Toda palabra contiene en sí misma
su contraria. Por ejemplo, tenemos , ¿qué necesidad hay de la
contraria >? Nobueno
sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra exactamente
contraria a y la otra no”.
-
“¿No ves que la finalidad de la
neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción
de la mente?”.
-
“Cada año habrá menos palabras y el
radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño”.
-
“La revolución será completa cuando la
lengua sea perfecta. Neolengua es Insog e Insog es neolengua –añadió con una
satisfacción mística-. ¿No se te ha ocurrido pensar, Winston, que lo más tarde
hacia el año 2050, ni un solo ser humano podrá entender una conversación como
esta que ahora sostenemos?
-
“Hacia el 2050, quizás antes, habrá
desaparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la literatura
del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron… sólo
existirán en versiones neolingüisticas, no sólo transformados en algo muy
diferente, sino convertidos en lo contrario de lo que eran. Incluso la
literatura del Partido cambiará; hasta los slogans serán otros. ¿Cómo vas a
tener un slogan como el de cuando el
concepto de libertad no exista? Todo el clima del pensamiento será distinto. En
realidad, no habrá pensamiento en el sentido en que ahora lo entendemos. La
ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento. Nuestra ortodoxia
es la inconsciencia.
Leer a Orwell es
bastante más que un gran disfrute literario, es advertir en términos horrorosos
la fragilidad de la Libertad comprendiendo que hay, por fuera de las páginas de
1984, quienes buscan hacer de la humanidad una colonia de insectos que obre por
obediencia instintiva.
La insectificación
del ser humano es el resultado necesario de la deificación del Estado, porque el
ideal de orden del totalitarismo es incompatible con el concepto de persona
como individuo consciente.
Y sin embargo la
frágil Libertad, atacada por cuanta dictadura comunista ensucia la faz de la tierra, no podrá rendirse ni morir. Sin
importar lo profunda y oscura que sea la mazmorra totalitaria, el rasgo humano
prevalecerá. Bastará pues con que alguien vuelva a decirse: “Pienso, luego
existo”; y como entonces, se hará la luz.
AGONÍA DEL INTELECTO Y EL LENGUAJE
El 1º de Agosto de 2013, cuando la nueva década
infame redondeaba sus 10 años, me publicó Infobae un artículo titulado “El intelecto
agónico de la Patria”. Sostenía allí observaciones que mantienen su vigencia y
contribuyen a la comprensión del presente:
“La debilidad institucional de la Argentina obedece a
muchas razones, pero entendiendo que el concepto de cualquier institución es el
de una idea viva, es ineludible subrayar la miseria intelectual del país. El
intelecto agónico de la Patria está bajo un orwelliano proceso de desmemoria.
Como parte de ello la posibilidad del pensar quedó seriamente mutilada desde
que, marcando un hito de la cobardía intelectual, la UBA apagó su antorcha
impidiendo estudiar a condenados y procesados por delitos de lesa humanidad.
‘Una clara expresión política’, se ufanó el rector Rubén Hallú, sin dimensionar
las consecuencias intelectuales de la proscripción: la UBA teme que pocos
individuos privados de su libertad puedan ser sostenedores de un ‘discurso
negacionista’ que habría de postular en su propio seno la pretendida
legitimidad de delitos masivos. Esta claudicación ética demuestra que el
pensamiento dentro de la UBA ha quedado cercenado bajo parámetros de estricto
no cuestionamiento.
Y evidencia que la gravedad del déficit de la
intelectualidad política en la Argentina es mucho peor que la infección
parasitaria de Carta Abierta, porque los que desde el relato justifican al
gobierno, aunque obvios, no son menos nocivos que quienes pregonando desde el
multimedios del progresismo avalan los olvidos de la desmemoria selectiva.
Todos ellos, al fin de cuentas, llaman ‘poeta’ a Juan Gelman, miembro y
apologista de la organización terrorista Montoneros.
Con la complacencia de esa intelligentzia, pudo el
kirchnerismo -un fraude en sí mismo- concentrar poder hasta jaquear a la
República. Aquí la obra de George Orwell cobra didáctica actualidad. Primero
por tratarse de un intelectual honesto, ejemplo de compromiso con la libertad.
Segundo porque explicar el kirchnerismo con dos libros publicados en 1945
(Rebelión en la granja) y 1949 (1984), echa por tierra la pretensión
oficialista de ser algo nuevo. Y tercero, porque permite estigmatizar al
kirchnerismo como ‘gobierno cerdo’.
Tan así, que la sátira swiftiana de los intelectuales que
logra Orwell en 1984 le cabe como descripción al método de Carta Abierta. El
doblepensar de Ricardo Forster y compañía se desnuda en Los justos. Ese
panfleto, que bien podría ser un escrito del cerdo Squealer para justificar la
leche, las manzanas, la cerveza o cualquier otro privilegio apropiado por los
cerdos, reconoce que ven peligro en el habla, porque si usan la expresión
‘cloacas del lenguaje’ es que hay una parte del idioma que se les hace fea,
fétida, y no por giros estilísticos, sino por contener pensamientos contrarios
al oficialismo. Según ellos el gobierno no es solamente el partido que controla
el Estado, es la política misma, y todo el que no comulga es enemigo de la
política, de la democracia, de lo justo, entonces minimizan la corrupción
gubernamental por suponer una corrupción mayor en el capitalismo. Para ir del
doblepensar a la neolengua, podando el idioma de palabras hasta que el
pensamiento no deba intervenir en el habla, sólo se necesita dar rienda suelta
a esa obsecuencia, confiar que, igual al cerdo Napoleón o al Gran Hermano,
Cristina eterna nunca se equivoca.
Vale una elemental reflexión: el poder cuando comienza a
ejercerse por el poder mismo, desprovisto de finalidad, no acepta más
posibilidad que ser absoluto, total. El desvío de los corruptos consiste en
servirse del poder, pero es de trámite, si avanzan demasiado entran en un
pasillo sin otra salida que la dictadura totalitaria. Del gobierno cerdo a 1984
hay una distancia menor a la que nos gustaría creer.
El desafío de la intelectualidad política es saltar la
trampa entre el relato y el monopolio. Implica tener presente la valentía de
Orwell, asumiendo que un intelectual deja de serlo cuando censura su capacidad
crítica inclinándose ante la corrección impuesta. Más allá de todo canto de
sirena, nuestro Himno Nacional nos dice quienes fuimos, quienes somos y quienes
debemos ser. Si olvidamos su mandato seremos apenas un montón de parias sobre
el territorio que alguna vez supo, y quiso seguir siendo, la República
Argentina. Por eso señalo que el imperativo de la hora consiste en dar la
batalla cultural a favor de la Libertad y en contra del olvido y la mentira,
asumiendo las glorias y las miserias de nuestra historia, para madurar el
carácter de la Nación, en pos de lograr una verdadera democracia republicana;
porque ese, y no otro, es el destino de la Nación Argentina”.
La merma intelectual argentina se aceleró
desde el momento en que el kirchnerismo impuso como verdad dogmática la mentira
de los 30.000 desaparecidos. Sostener cualquier mentira requiere la
construcción de un relato verosímil, que pueda pasar por realidad, algo que
saben hacer los estafadores jugando con la credulidad y/o las ambiciones de sus
víctimas. Una estafa, para resultar exitosa, requiere una mentira tan
sofisticada como sofisticado sea el estafado.
La mentira de los 30.000 desaparecidos es tan
burda que avergüenza haya servido como piedra basal de un proyecto de poder en
perjuicio de la Argentina. Los datos reales dan cuenta de alrededor de unos
6.000 desaparecidos, una cifra razonable al contexto de guerra revolucionaria
vivido en el país y un número mínimo en comparación al millón de argentinos que
calculaba Roberto Santucho, comandante del ERP, serían necesarios matar para
imponer el socialismo.
Idiotas y cómplices, la mayoría de los
argentinos se dejó estafar. No fueron capaces de discernir ni de recordar. Como
los animales de la granja prefirieron creer a los cerdos antes que a su propia
memoria. Olvidaron las declaraciones de guerra de las organizaciones
terroristas, las bombas, los secuestros, los ataques a unidades militares, las
tomas de pueblos y ciudades, los asesinatos.
Olvidaron también que las dictablandas
surgidas de golpes militares como el de 1976 en Argentina, o el de 1973 en
Chile, tenían por finalidad hacer posible la vida democrática, lo efectivamente
ocurrido en 1983 y 1990 respectivamente. Olvidaron, que lo que la izquierda y
los progres, llaman “revolución cubana” era y sigue siendo una dictadura
comunista con pretensión de eternidad. En Cuba no hay intención alguna de hacer
posible la vida democrática, porque el castrismo no es una revolución, es una
dictadura parasitaria que como tal busca dominar la Argentina desde finales de
los sesentas. Lo intentó violentamente, organizando y dirigiendo organizaciones
terroristas como ERP y Montoneros que fueron diezmadas por la respuesta
militar. De aquel fracaso en la vía armada y a la derrota de la URSS en la
Guerra Fría sobrevivió el entrismo en el peronismo, a duras penas pero con
suficiente constancia para hacer que la infiltración marxista se fagocitara al
Movimiento Peronista en el Siglo XXI. Así es como hoy el peronismo ya no es más
que una fachada que el castrismo, bajo la forma del kirchnerismo, usa pero
desprecia.
Cuando una mentira es entronizada como la
verdad a la que deben reportar todas las acciones, la política se convierte en
el instrumento para garantizar que ni el lenguaje ni el pensamiento contradigan
el relato. Esa tragedia está tanto en las citadas novelas de Orwell como en la
realidad argentina.
Tanto lo está en la realidad argentina, que
cuando en 2015 la reacción cívica de los que advertimos el riesgo para la
República derrotó al kirchnerismo en las urnas, el gobierno votado para el
cambio, que por eso era una alianza llamada Cambiemos, no se atrevió a
confrontar la mentira fundacional del kirchnerismo. Así fue como Mauricio
Macri, quien había prometido terminar con el curro de los derechos humanos
cuando llegara a la Presidencia, convalidaba el relato kirchnerista cada vez
que tiraba flores al río lamentándose por los terroristas desaparecidos, la
misma claudicación por la que en la Provincia de Buenos Aires y por decisión de
María Eugenia Vidal, todos los legisladores cambiemitas, con la sola y honrosa
excepción de Guillermo Castello, votaron a favor del proyecto del Frente Para
la Victoria con el que se hizo ley la mentira de los 30.000 desaparecidos.
Desde esa claudicación, al resignar la
defensa de la verdad por la cobardía del “no se puede porque vuelven”,
Cambiemos traicionó a su electorado y arruinó la posibilidad del cambio. El
gobierno cambiemita eligió desairar a sus votantes republicanos, traicionar el
cambio y asumirse progre con la estúpida intención de congraciarse con quienes
nunca lo iban a votar. Convalidó así la
cultura subvertida por el kirchnerismo, acentuando la censura sobre la
expresión y el pensamiento, quiso construir su propio relato sobre el relato
del otro y fracasó. El de Mauricio Macri y sus obsecuentes es el fracaso más
estúpido en toda la historia política argentina.
El regreso del kirchnerismo da la pauta del
fracaso macrista. No necesitaron camuflarse los personajes del régimen, bastó
que Cristina Fernández pusiera un mascarón de proa y con ella misma en la
fórmula presidencial volvieron casi todos los que eran; incentivados para ser
peores por el insulso interregno cambiemita en el que ratificaron su dominio
cultural al módico precio de algunos presos.
Así es como hoy el kirchnerismo avanza sobre
el lenguaje para anular la posibilidad de diálogo y terminar de cerrar el cerco
sobre el pensamiento.
El mal llamado “lenguaje inclusivo” que
afecta al idioma castellano en Hispanoamérica es una ofensiva estupidizante con
excusa feminista y lobby lgtb, uno de los tantos conflictos artificiales que
motoriza la izquierda tratando de reemplazar al proletariado como sujeto
revolucionario.
Aquello tan cierto de cuando no se vive como
se piensa se termina pensando como se vive, sirve para entender que quienes
hablan como idiotas terminan pensando como idiotas. Y aquí cabe hacer un
importante distingo: No hablan como idiotas las personas que por falta de
acceso a una educción formal se expresan incorrectamente, los que hablan como
idiotas son aquellos que habiendo recibido educación formal, en muchos casos de
nivel universitario, deforman el idioma por motivos ideológicos.
Este distingo es preciso tenerlo en claro
porque el lenguaje, si bien es convencional no es artificioso, exhibe como cosa
natural la influencia del entorno de cada quien. Desde que la misma lengua
reconoce disimiles entonaciones, las consecuentes variaciones de voces y
significados van dando creación a nuevas palabras que el español incorpora
aceptando los modismos que provienen de distintas regiones y contextos. Para el
caso argentino diversos provincialismos, enraizados a veces en voces
aborígenes, el lunfardo y el argot carcelario han sumado muchas expresiones al
habla cotidiana, lo que lógicamente dice bastante de nuestra historia, a pesar
de gobiernos que intentaron mantener el lenguaje popular en parámetros de
corrección académica, no sólo desde la loable expansión de la educación formal
sino desde la reglamentación y censura en medios de comunicación social, lo que
equivale a ser más papistas que el Papa; una tarea improbable ante la dinámica
del habla como reflejo de la vida misma.
Lo novedoso, lo que nunca había sido interés
de gobierno argentino alguno, es promover una particular deformación del idioma
español con la intención de afirmar su predominio ideológico, imponiendo desde
el habla, y a través del uso faccioso de los recursos del Estado, la falsa “corrección
política” diseñada a conveniencia de la izquierda con la evidente intención de
hacer del diálogo una farsa.
Entonces aparece quien hace las veces de
presidente, Alberto de la Fernández, como el abanderado del “todes”. Y decir
“todes” es exactamente eso que ha dicho el escritor Arturo Pérez Reverte: una
estupidez.
"No me toquen de una manera estúpida el
lenguaje que es mi herramienta de trabajo", sostiene con buen tino Pérez
Reverte al observar que “hay detalles que son negociables como la natural
modernización del lenguaje, sino estaríamos hablando latín. Utilizo el señores
y señoras, lectores y lectoras, y niños y niñas cuando hace falta. Pero no digo
los alumnos y las alumnas. Digo los alumnos. Es economía del lenguaje. Otra
cosa es que me pliegue a la estupidez de que todes les vaques son explotadas y no pueden dar leche. No. ¡Váyanse
al carajo! Eso viene de sectores analfabetos del feminismo, que intentan
imponer el analfabetismo”.
La apreciación del autor de “La sombra del
águila”, siendo de entero sentido común incurre empero en una suposición que la
política argentina desmiente: aquí la estupidez del lenguaje inclusivo no es
promovida por feministas analfabetas sino por personas formadas en
universidades que sostienen un proyecto totalitario de corrupción estructural.
La corrupción del idioma no se origina en la cándida ignorancia del analfabeto,
es parte de una estupidización planificada por universitarios con pretensiones
de iluminados para matar y sepultar el estilo de vida propiciado por la
Constitución Nacional.
Alberto de la Fernández, el que dice “todes”,
“cuantes”, “amigues”, “mediques”, “enfermeres”, “chique”, es abogado y profesor
de Derecho Penal en la UBA. Su ministro de Seguridad, Sabina Frederic, es
licenciada en Ciencias Antropológicas de la UBA, doctorada en Antropología
Social en la Universidad de Ultrecht, profesora en la Universidad de Quilmes e
investigadora del CONICET. De la Fernández y Frederic son dos ejemplos claros para
afirmar el distingo hecho anteriormente: no es idiota quien se expresa en forma
incorrecta por no haber accedido a una educación formal, idiota es quien
habiendo tenido esa educación habla como idiota porque piensa como idiota.
Frederic, que no es una analfabeta, ha dejado
registro en Twitter del modo en que el mal llamado “lenguaje inclusivo” expresa
la falencia intelectual de quien lo utiliza. El 23 de Abril cerró un posteo en
esa red social escribiendo: “Desafíos que vamos afrontando juntas y juntos”. Quiso
aludir a un único conjunto de personas afrontando unidos ciertos desafíos, pero
a contrario de lo que pretendía terminó expresando la existencia de dos grupos
de personas, separados por género, masculino y femenino.
Si “todes” es una estupidez, decir “juntas y
juntos” es llevar la estupidez al nivel del sátrapa Nicolás Maduro con sus
“libros y libras” o “millones y millonas”.
Desde el vamos la imposición del lenguaje
inclusivo tiene una carga ideológica asociada al castro chavismo, aunque los
progres -sus idiotas útiles- quieran creer que adhieren a ello en términos de igualitarismo
feminista, por eso su uso atenta contra el diálogo, lo condiciona y lo limita
tanto desde lo instrumental, que son las palabras, como en lo esencial que es
el razonamiento y la posibilidad de entenderse con el otro.
En este punto es imprescindible recordar y
tener presente lo sucedido en Febrero del 2020 durante la reunión del Consejo
de Seguridad Interior en la Provincia de Tucumán, cuando bastó un micrófono
abierto para que la torpeza del gobernador Juan Manzur dejara en evidencia que
los argentinos estamos inmersos en la farsa de una democracia fallida. Con la
más grosera literalidad Manzur le dio a la ministro Sabina Frederic una lección
sobre cómo tratar con la oposición: “Vos
tenés que poner a alguien que los escuche. Tenés que poner a alguien que los
escuche, que los atienda y después hacemos lo que nosotros queremos". Y la
respuesta de la ministro fue reírse. Una risa celebratoria de la viveza
criolla, cómplice, sin ningún reparo a que se haga del diálogo una parodia. En
términos orwellianos y como categoría política, hasta los cerdos de Rebelión en
la granja son menos cerdos que Manzur y Frederic.
Del kirchnerismo, un fraude en sí mismo, no
puede esperarse otra cosa. Son aquello que Orwell supo describir, un proyecto
totalitario de corrupción estructural incompatible con el estilo de vida
propiciado por nuestra Constitución Nacional. Corrompe la esencia de la
democracia montar escenarios de diálogo político sin otra finalidad que
pretender legitimar el monólogo oficialista. Y en esa burla al que piensa
distinto representando otras ideas, lo que realmente se manifiesta es el
desprecio al pensamiento, a la duda que moviliza la razón frente a la
obediencia ciega que reclaman los dictadores comunistas igual que antaño los
señores feudales o reyes absolutistas.
Hasta aquí hemos visto ejemplos de
funcionarios hablando como imbéciles y pensando como tales, corrompiendo el
lenguaje para despreciar el diálogo y entorpecer el entendimiento, arrojando
sobre la sociedad una serie interminable de distracciones para generar la
confusión que requiere allanar el camino hacia el totalitarismo. Y no hay
proyecto totalitario que se abstenga de reemplazar la educación por la
propaganda y el adoctrinamiento. Por eso el empeño puesto en la militancia de
los docentes adheridos al régimen para hacer de la educación pública un corral
de captación política, con el apoyo de los medios de difusión estatales.
Así es como aparece Darío Sztajnszrajber en
el programa “Seguimos Educando”, que emite Canal Encuentro en reemplazo de las clases
suspendidas en los colegios por la cuarentena, e impone desde la pantalla su
traducción al “lenguaje inclusivo” del Martín Fierro, el poema gauchesco de
José Hernández que Borges consideró “un libro muy bien escrito y muy mal leído”.
Intervenir la obra de otros es de por sí una
bajeza, un comportamiento rastrero que denota envidia, afán de figurar,
desprecio, subestimación de los sentimientos ajenos y sobreestimación de la
propia capacidad; pero además es parte de la pretenciosa prepotencia con que se
instalan las ideas totalitarias.
Agraviar la literatura
"traduciendo" al imbecilizante "lenguaje inclusivo" textos
clásicos, es tanto falta de respeto como muestra de enorme mal gusto. Pero así
son los mediocres, sólo pueden tocar el talento destruyendo con sus pezuñas la
obra ajena. Y propalado por un canal del Estado, es una aberración que da
cuenta del proyecto totalitario para limitar el pensamiento, al imponer desde
el Estado burdos condicionamientos ideológicos a través del lenguaje.
El llamado "lenguaje inclusivo"
como política de gobierno desde el uso faccioso de los recursos del Estado, es
un problema serio en lo institucional, en lo cultural y en lo intelectual. Refleja
y proyecta miseria.
Es preciso insistir como forma de resistir
esa oleada totalitaria que no es un modo de hablar, es un modo limitar el
pensamiento impidiendo razonar porque imposibilita dialogar y sin diálogo no
hay relaciones democráticas.
CONVICCIONES NACIONALES Y PERSONALES EN
TIEMPOS DE CRISIS
Lo hasta aquí tratado apunta a la
reivindicación del “pensamiento cuadrado”.
A tal extremo ha perdido la República
Argentina su capacidad de pensarse en términos sustentables de proyección
política, que es imprescindible cobrar conciencia de la necesidad de volver a
lo básico, al "pensamiento cuadrado".
Por mucho tiempo se han buscado soluciones
mágicas, el atajo y la genialidad de algo que saliera de la norma, sólo para
descubrir que es mucho más fácil ser un idiota que un genio y que la velocidad
a la que se propaga la estupidez es infinitamente superior a la del trabajoso
contagio de la brillantez.
Ocurre que si desafiar la lógica en el arte puede
conducir a la belleza, hacerlo en materia institucional sólo conduce a lo
horrible.
Durante décadas hemos juzgado al
"pensamiento cuadrado", como una limitación, más aún: como una
descalificación. Y es justamente por ese significado ya instalado que elijo
reivindicar esa expresión, por lo chocante de la misma. El país desfondado
necesita reencuadrarse. Hoy, cuando el principal problema es entender y superar
la dificultad para alcanzar la irrestricta supremacía de la Constitución
Nacional, es imperioso revalorizar nuevamente los márgenes de pensamiento y
acción fijados por los constituyentes.
Pensar cuadrado es pensar dentro de esos
límites, tener un esquema, organizarse en él, seguir un orden para ser
previsibles en el corto, mediano y largo plazo. Estar encuadrados no significa
abandonar la creatividad ni el ingenio, sino darles la mayor utilidad al
mantenernos enfocados en lo esencial.
Volver a ser rígidos para que al destino lo
rija nuestra voluntad razonada en lugar de la estupidez y el azar, es
comprender también que esos márgenes son los que dan valor a las convicciones,
porque la pretensión teórica del vale todo es la práctica del nada vale que
detona la anarquía para el parto de la tiranía. Nuestra propia historia nos
previene sobre las consecuencias violentas, sangrientas y opresivas de vivir
sin márgenes, desfondados, desencajados.
Recordar a conciencia que la historia se
asume y no se descuelga, nos permite valorar en lo cotidiano los esfuerzos de
tiempos excepcionales, comprender el orgullo y la vergüenza en los aciertos y
los errores, mirarnos al espejo sin hipocresías ni contemplaciones, vernos tal
como somos, para preguntarnos cómo debemos ser.
Un país con identidad definida y bien
organizado requiere una correlación necesaria entre la convicciones nacionales
y las convicciones personales de sus integrantes, lo que no significa que la unidad
deba ser monolítica. Nuestras convicciones nacionales están señaladas por el
Himno Nacional y la Constitución Nacional. Ese estilo de vida basado en la
Libertad exige conductas consecuentes, pero como no es ni pretende ser un
proyecto totalitario, tolera, permite y ampara que haya quienes expresen otras
convicciones.
Por caso los Testigos de Jehová, tienen
creencias que no comparto, son apátridas y como tales reniegan de la ciudadanía
eludiendo algunos de los deberes que impone la Constitución Nacional, con lo
cual se limitan a ser habitantes del país porque su meta es alcanzar otra vida
más allá de la terrenal. Y sin embargo yo, ateo, patriota y republicano,
respeto hasta la admiración a los Testigos de Jehová cuando, por ejemplo,
rechazando recibir una transfusión de sangre demuestran ser fieles a sus
creencias a riesgo de su propia vida.
Y es que las convicciones, para ser tales y
no vulgares ensayos de pensamientos ocasionales, deben mostrarse inconmovibles
en cercanía de la muerte. En estos días de pandemia, he venido reflexionando
sobre la cuestión de las convicciones, tanto en artículos de mis blogs como en
la columna de los martes en el diario La Prensa y posteando en redes sociales,
porque percibo que la Nación Argentina se está traicionando al dejarse dominar
por el miedo; como si no tuviera convicciones sobre su propia identidad.
El kirchnerismo, a través del gobierno de
Alberto de la Fernández, ha encontrado en el coronavirus el mecanismo para
llevar al extremo su proyecto totalitario de corrupción estructural; lo que ha
dejado mucho más a su alcance el objetivo de hacer de la Argentina otra
satrapía dependiente de la dictadura castrista al estilo de Venezuela. Porque
el plan es Argenzuela.
En ese marco, el gobierno se propuso traer al
país una brigada 202 "médicos" cubanos. Al respecto es imperioso
recordar que la llamada medicina cubana no tiene por propósito principal el
noble ejercicio de la medicina sino la propagación del comunismo. Es la
tapadera que mayor resultado le da a las operaciones de infiltración castrista
y que mejor le permite explotar las debilidades (y estupidez) de los países
democráticos.
El Colegio de Médicos de la Provincia de
Buenos Aires expresó su preocupación respecto a la idoneidad que puedan
acreditar los supuestos médicos cubanos, señalando además que hay médicos
suficientes en Argentina.
La médica cubana Hilda Molina, refugiada en
la Argentina, explicó el uso inmoral que hace de la ciencia médica la dictadura
castrista a través de su libro: "Mi verdad - De la Revolución Cubana al
desencanto; la historia de una luchadora".
La agrupación de abogados Bloque
Constitucional denunció oportunamente en Cancillería la intromisión cubana en
Argentina a través de "Propuesta Tatú", que so pretexto de ayuda
humanitaria realiza en realidad adoctrinamiento marxista, en especial de
niños.
Es un hecho comprobado que los médicos
cubanos no vienen a salvar vidas, sino a exterminar el estilo de vida basado en
las libertades que promueve nuestra Constitución Nacional. El enemigo envía su
primera brigada invasora de a cientos para asegurarse una cabeza de playa. Y es
entonces cuando digo que la convicción de ser argentino debe mostrar no ser
menos que la de los Testigos de Jehová, por lo tanto dejé expresamente indicado
lo siguiente:
"Yo,
J. Santiago Tamagnone (h), DNI 17.737.490, conocido por el seudónimo Ariel
Corbat, ciudadano argentino, en defensa de mis convicciones sobre la Patria y
la Libertad, prohíbo en cualquier circunstancia ser asistido por médicos
cubanos. Prefiero mil veces una muerte argentina que prestarme a ser utilizado
por la propaganda de la tiranía castrista".
Al igual que los Testigos de Jehová estoy
dispuesto a morir por mis convicciones; pero advierto que a diferencia de ellos
también estoy dispuesto, llegado el caso, a matar por mis convicciones. Al
enemigo no se le franquea el acceso. Se lo combate.
La Constitución Nacional fue pensada para
regir todos los momentos de la vida en común de los argentinos, los normales y
los excepcionales, los buenos y los malos, los previsibles y los imprevisibles.
La Constitución Nacional debe ser la convicción y el convencimiento nacional, y
nosotros, cada uno de nosotros, para ser libres “convictos” de ella. Y el
gobierno debe ser entendido y obligado a ser un convicto (sin comillas) de la
Constitución Nacional, porque no es libre para decidir sobre sus facultades, no
tiene todo el poder a su disposición, solamente aquel que expresamente le hemos
delegado por asambleas constituyentes.
No hay ninguna emergencia que justifique a
gobierno alguno obrar por fuera de la Constitución Nacional, no hay imprevisto
de cualquier índole al que no se pueda hacer frente desde el poder constituido
con las herramientas institucionales de las que fue dotado por el poder
constituyente.
Dentro de la Constitución Nacional todo lo
útil, no hay nada que sirva por fuera de ella.
¡CONSTITUCIÓN
O MUERTE!
La disyuntiva suena tremenda a oídos
asustadizos, pero no es más que una variación derivada de aquella otra
planteada por Domingo Faustino Sarmiento en su Facundo: civilización o
barbarie.
Admito que suena a grito de guerra y debería
poder serlo, claro que sí, pero es más una pacífica advertencia, un cartel en
el camino indicando los destinos de la bifurcación, antes que una amenaza
beligerante. El dilema planteado no es de los que pueden simplemente resolverse
a tiros. Lamentablemente, debo decir, porque sería mucho más fácil y liberador
ampararse en la violencia. Pero en principio no se trata de vencer, sino de
convencer, y los asuntos de conciencia, como la falta de convicciones, no se
corrigen a los tiros.
El punto aquí es plantearnos si la
autenticidad de las convicciones nacionales sigue estando en el Himno Nacional
escrito por Don Vicente López y Planes y en la Constitución Nacional escrita
por los constituyentes de 1853, con sus posteriores reformas, como un reflejo
de las convicciones personales en los individuos que componen la Nación
Argentina.
Las convicciones, hemos visto, surgen del
razonamiento a través del diálogo, por lo que tienden a determinar conductas
racionales y posibles para el común de las personas. No se trata aquí de
convicciones extremas de las que hacen héroes o mártires, sino de las sencillas
convicciones del hombre promedio. Aquel para el que se debe legislar,
comprendiendo que su moral es la media entre el santo y el malvado. Si ese
habitante común del suelo argentino no está convencido de las virtudes de la
Constitución Nacional, si masivamente deja de adherir al estilo de vida
propuesto por los constituyentes, no hay armas que puedan disparar convicciones
para remediarlo. Entonces será la muerte de la Nación Argentina y su
Constitución Nacional, a la que le sobrevendrá otra cosa, sea la tierra de los
nadies, la tiranía de alguno o el mamarracho de “les argentines”.
Juan Bautista Alberdi pensó la Libertad de
los argentinos y los constituyentes le dieron forma, desde esa organización la
Generación del 80, con Julio Argentino Roca como abanderado, un patriota que
engrandeció a la Nación Argentina, se orientó el país hacia el destino señalado
por el Himno: “Se levanta en la faz de la tierra una nueva y gloriosa Nación”.
Cada uno debe obrar conforme a sus
convicciones desde la sincera introspección. Es lo que procuro hacer. Ante la
defección de quienes tienen roles institucionales de representación de la
soberanía popular e institucional del país, a los ciudadanos de a pie no nos
queda, en estas circunstancias, más que ser fieles a nuestras convicciones.
No soy Emile Zola, por ende no acuso; pero
señalo. Así, el 8 de abril de 2020 en mi condición de ciudadano y vía Secretaría
General de la Presidencia he pedido la renuncia de Alberto Fernández, señalando
su ineptitud moral.
¿Cómo permitimos que Daniel Arroyo siga
siendo ministro? Que Fernández lo mantenga en su gabinete indica que el
presidente es cómplice de la maniobra de sobreprecios o un títere sin poder
para removerlo. Tal vez las dos cosas. Yo señalo que la corrupción kirchnerista
no va por los vueltos, apunta a demoler el espíritu romántico de la República
para hacer del país un rebaño asustado.
Por su valor, la Nación Argentina ostenta una
sublime galería de poetas guerreros, que va de Vicente López y Planes, autor
del Himno, hasta Oscar Ledesma, cuya poesía está marcada a fuego por el
traqueteo de su Mag en la Guerra de Malvinas. Pero el sentido épico en la poesía
no sería del pueblo si se limitara a la pluma del combatiente, necesariamente
debe trascender la experiencia personal para formar parte de la identidad
colectiva en un mandato social con arraigo de pertenencia. Porque el
romanticismo es un deber ser.
Así Olegario Víctor Andrade sin revistar en
la categoría de poeta guerrero, con apenas 17 años y siendo estudiante del
Colegio de Concepción del Uruguay, escribió el poema titulado “A un poeta
argentino”, que el sábado 7 de junio de 1856 publicó el diario El Nacional. Se
trata de una composición de tono patriótico, que conjuga la alegría de glorias
pasadas con la tristeza por la secesión y contiene esta hermosa alusión al
Himno Nacional:
Recuerda,
sol de Mayo los días inmortales
que en
tórridos desiertos, en yermos arenales
corrían
esos héroes del mundo admiración.
Y en
medio del combate cantaban arrogantes
en pos
del enemigo lanzándose triunfantes
el
Himno de los libres al humo del cañón.
Ese último verso impresiona como la imagen
más pura de la convicción. La convicción racional con que todo argentino y por
tanto la República debe conducirse en momentos críticos. Lo mismo que
subrayaron Eladia Blázquez y Chico Novarro escribiendo Convencernos, tango
sentidamente interpretado por Rubén Juárez al grabarlo en 1980:
Convencernos,
a fuerza y coraje/ que es tiempo y es hora de usar nuestro traje. / Ser
nosotros por siempre, y a fuerza de ser, / convencernos y así convencer. / Y
ser al menos una vez, nosotros, / sin ese tinte del color de otros. / Recuperar
la identidad, / plantarnos en los pies / crecer, hasta tapar la inmadurez. / Y
ser, al menos una vez nosotros, / tan nosotros, bien nosotros, / como debe ser!
Hoy, cuando el mundo globalizado enfrenta la
pandemia de peste china, los países conscientes de su identidad y gobernados
por estadistas se sobreponen al miedo actuando racionalmente desde convicciones
nacionales y en salvaguarda de sus intereses permanentes. Con errores frente a
lo inédito, sí, pero sin traicionarse. No es el caso argentino. Aquí se usa el
miedo para hacer un estropicio moral, arrasando las instituciones y la idea
misma de la Libertad.
Tanto que Alberto de la Fernández, porque no
es un estadista y sí un demagogo castrista que necesita pobres, dice: “Prefiero
tener 10% más de pobres y no 100 mil muertos en la Argentina”. Pues bien, 10%
de 45 millones son 4,5 millones y la proyección de ese empobrecimiento es una
tragedia peor que 100 mil muertos. La cobardía siempre empeora las cosas. Si
fuera una guerra Fernández diría: "Prefiero 4 millones y medio de
mutilados y no cien mil muertos". Y eso, sin siquiera proponerse ganar
batalla alguna...
Se ve agravada su ineptitud porque bajo el
miedo al covid-19 la política ha desaparecido. La oposición parlamentaria no
está, no existe, se redujo a entelequia videliana por propia voluntad. Y cuando
el mismo Fernández, Felipe Solá o cualquier otro funcionario de gobierno se
turnan para machacar cambiemitas, estos responden fingiendo que se trata de
exabruptos personales y no de un ataque planificado. ¡Así de pusilánimes son
los progres!
Señalo que nos estamos comportando como un
rebaño asustadizo, que teme hasta lo absurdo. Como al “ciberpatrullaje” que,
además de ser una de esas cuestiones que inevitablemente impone la tecnología,
es legal. No debe asustar a nadie que se reivindique ciudadano desde el
conocimiento, y conciencia, de sus derechos y deberes conforme la Constitución
Nacional. Quien tema opinar porque el gobierno podría tomar nota es un cobarde
que envalentona el totalitarismo de los ineptos que gobiernan.
Si nos asustan con nada lo perderemos todo.
La miseria intelectual sembrada en el país se traduce en la cobardía del miedo
como primera respuesta. No hay mayor inseguridad que esa, ni la corrige medio
técnico alguno. Es moral.
Todo ciudadano debe tener claro que el
vértice superior de nuestro ordenamiento jurídico, por encima de los tratados
internacionales, es la primera parte de la Constitución Nacional. Por ende, no
es aceptable suspender garantías constitucionales sin declarar estado de sitio.
Afirmo esto, sin caer en la rigidez extrema
de una literalidad absoluta y por ende absurda. Está claro que no somos un país
de carmelitas descalzas, ni de jueces probos y eficientes, aquí la mayoría de
los fiscales no son garantes de la legalidad, así que hay que reconocer que la
fea realidad es como es: el daño institucional, la degradación cultural y la
miseria intelectual no pueden ser soslayados por un apego inflexible a la
teoría.
Consiento pues que en la inmediatez de la
emergencia, cabe aplicar el principio según el cual "quien puede lo más
puede lo menos", pero sólo por el mínimo tiempo indispensable, ya que es
una de esas cuestiones donde la forma y el fondo no pueden escindirse sin que
el paso del tiempo subvierta el orden institucional.
No vale, pues, prorrogar la emergencia en el
facto sui generis. Y ello es así porque el texto constitucional fue pensado
para garantir un estilo de vida que, basado en la Libertad, impone
restricciones al poder de los gobernantes, tanto en lo material como en lo
formal. Una emergencia, como esta pandemia de peste comunista acepta una
respuesta inicial como la del Decreto 297/2020, pero no su prórroga en iguales
términos porque eso sería convalidar la improvisación en desmedro del diseño
institucional del país.
Y teniendo en claro todo ciudadano que la
Constitución debe cumplirse, también debe tenerse en claro que el estado de
emergencia sui generis es la subversión del orden constitucional con la que los
gobiernos se toman atribuciones que no les corresponden. El abuso del poder ha
sido juzgado por nuestros constituyentes como una infamia equivalente a la
traición a la Patria. No dejemos entonces que los traidores nos confundan
cuando intentan hacernos creer que son nuestros salvadores.
¡Constitución
o muerte!
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