martes, 8 de julio de 2008

"EXPANSIÓN", un cuento de Ariel Corbat.



Las oficinas del cuarto piso fueron producto de la remodelación emprendida años atrás. Como casi toda remodelación aquella se hizo a las apuradas y procurando evitar gastos. No podía ser bueno el resultado de la improvisación y la tacañería, características que la gerencia de la empresa se empeña en disfrazar con el simple recurso de adosarle a los hechos alguna etiqueta elegante. Es parte de la política empresarial, mala copia de las costumbres japonesas, aturdir a los empleados con discursos de fidelidad a la firma en los que impostando palabras se repiten frases de acústica positiva, tipo: “flexibilidad frente a los cambios”, “racional austeridad de recursos”, “inversión emergente planificada” y –esta es mi preferida, aunque por lo que voy a narrar resulte tristemente profética- “proyecto de crecimiento sostenido que no se detiene frente a las estrecheces de la coyuntura”.

Antes de lo que se denominó “el boom productivo del sector” trabajábamos en el piso solamente ocho empleados administrativos, y dábamos abasto con sobrada eficiencia. Con la apertura del mercado asiático las cosas cambiaron radicalmente, ingresó nuevo personal y en la dinámica de la expansión los jóvenes no tardaron en pasarnos por encima. Literalmente. Nos relegaron a tareas de archivo en los pequeños, incómodos y mal ventilados gabinetes del fondo. Quedamos acorralados. Para hacerla completa estancaron nuestros sueldos y retaceándonos tareas impusieron férreos controles de horarios. La idea de echarnos a la calle rondaba por la gerencia; pero no querían pagar abultadas indemnizaciones a tipos que ya tenían pie en el umbral de la edad jubilatoria, por ello apostaban al abandono. Un abandono que era algo más que indiferencia, la oleada joven no iba a respetar canas ni tradiciones, esa generación del fast food lo quiere todo ya, venían a comerse el mundo sin importar cuanta basura quedase en el camino. Éramos grasosos envoltorios de hamburguesas hechos bollo sobre la bandeja con las sobras. Ellos querían ocupar esa mesa y que nos fuéramos dejándosela limpia. La tácita orden de degradarnos para forzarnos a renunciar se hacía sentir cada día más. Las miradas de los otros empleados nos caían encima desplegando una mezcla de sorna y desafío, como si cualquiera de ellos puesto en nuestros zapatos estuviera seguro de poder responder orgullosamente frente a los agravios. De haber podido hubiéramos dado el portazo, acaso si hubiésemos creído tener alguna chance fuera, revivir algunos altivos bríos de juventud. Ya cincuentones desesperanzados no guardábamos ni resabios de dignidad. Nos amoldamos a leer el diario, hablar de fútbol y dormitar con disimulo decreciente a intervalos más o menos largos en las ocho horas diarias de labor, que es un decir.

El Gordo lo tenía claro, lo repetía cada vez que se daba la oportunidad: “¿Dónde mierda vamos a ir? No quiero cagarme de hambre, por eso me quedo. Por eso”. Vencidos, sí, totalmente entregados a las crueldades del destino. A veces pasaban quince días sin que ningún personal de higiene viniera a limpiar el sector, bautizado “Egipto” en alusión a las momias enterradas que veníamos a ser nosotros. Esa dejadez incluía, desde luego, a nuestro baño “de uso exclusivo”. Debíamos traer jabón, toallas, papel higiénico y hasta lavandina para mantenerlo limpio. También las lamparitas cuando alguna se quemaba. Si hay algo realmente deprimente es tener que defecar a oscuras y destapar luego el retrete a fuerza de sopapa. Para usar otro baño se nos exigía pedir permiso por escrito, humillación en la que nunca caímos. Y esa resistencia nos hacía sentir muy rebeldes, indomables. Aunque nos supiéramos ocho viejos reblandecidos. De algún extraño modo reivindicábamos nuestra devaluada autoestima al no abandonar el baño. Un baño de remodelación pensado por algún arquitecto enano, que logró meter dos mingitorios, inodoro, ducha y lavabo apoyándose en regulaciones de construcción que únicamente podrían tener racionalidad en la Ciudad de los Niños.

Abriendo la puerta se encontraba una suerte de recibidor con el lavabo. Al costadito, por la derecha, un pasillito angosto con dos mingitorios adosados a la pared. Si se meaba en el primero se tenía el final de la espalda rozando la puerta del gabinete con el inodoro, por eso se prefería usar el segundo enfrentado con la cortina de la ducha. Pronto hicimos desaparecer la cortina, al fin de cuentas nadie iba a bañarse. La puerta del inodoro se abría para dentro y la hoja, aunque angosta, pasaba a menos de un centímetro del sagrado trono, si la tapa estaba baja golpeaba en ella. Defecar con privacidad exigía seguir procedimientos de manual: abrir a medias la puerta, levantar la tapa si estaba baja, abrir del todo la puerta, pararse colocando las piernas a los costados del inodoro, entornar la puerta, bajar la tapa, sentarse y desde allí darle “ocupado” a la cerradura.

El problema lo tenía El Gordo. Al principio le costaba horrores cerrar la puerta del bañito, pero lo conseguía. Claro que con todo el desgaste psicológico que implicaba nuestro estatus de sobras administrativas, empezó a comer con mayor voracidad. Los nervios, la ansiedad, el aburrimiento, la incertidumbre, acentuaron su natural gula haciéndolo ejercitar la mandíbula tanto como a García se le daba por la bebida, al Tano, lo mismo que a Gutiérrez por fumar, y al Negro Biglia por salir de putas. Bueno, el Negro siempre fue putañero, pero con esto de los nervios, la ansiedad y el aburrimiento cayó en el descontrol, sus niveles de selectividad cayeron bajo, a tono con la medida del respeto por sí mismo, realmente muy bajo. Le bastaba cualquier cachivache con tres agujeros penetrables, y si al comienzo exigía pelo y dientes propios comenzó a dar por buenos los postizos flojos. Chezzo andaba violento, se agarraba a piñas por la calle con pretexto ridículos y cobraba casi siempre. Era de puro masoca que se peleaba, buscaba que fuera otro el que le diera los cachetazos que sentía merecer. El Toto Ferberg se mataba con ansiolíticos y torraba la mayor parte del tiempo. ¿Yo? Yo me puse más pelotudo que nunca y se me dio por las bromas pesadas. Cuando noté que El Gordo ya no podía entrar al bañito y sentarse sin dejar la puerta abierta lo agarré de punto. El Gordo había dejado de ser gordo para ser obeso, pero ninguno de los demás vimos crecer en ese espejo nuestras propias debilidades. La joda la inicié yo yendo a mear en el mingitorio frente al bañito mientras el gordo cagaba ahí sentado en exhibición, el chiste era tirarle pedos en la cara. Pedos estrambóticos, largos, ruidosos, denigrantes. Se ofuscó, puteó y amagó con levantarse –no podía hacerlo sin gran esfuerzo y nunca rápidamente-. “¡Que los disfrutes, Gordo!”, le dije entre risas tras subir la bragueta y previo lavado de manos salir del baño. El Gordo seguía puteando. A los demás les pareció una genialidad, no solamente celebraron mi ocurrencia sino que nos pusimos al acecho: cuando El Gordo cagaba los pedorreábamos de lo lindo. Era bueno tener alguien a quien maltratar, aunque fuera uno de los nuestros. Ni bien el Rey Momo entronizaba sus reales, uno detrás de otro íbamos a mear y tirarnos pedos en su cara. El último solía apagarle la luz. “Es una muestra de cariño, Gordo”, dijo cierta vez García mientras mitad por la mamúa consuetudinaria, mitad por las risas, se meaba los zapatos y palometeaba fiero los calzoncillos. “¡Huy!… Me salieron pedos líquidos Gordo. Pasame el papel higiénico que me tengo que limpiar el culo”. El Gordo le dio el papel, el borracho se secó el traste frente al lavabo y se fue del biorsi dejando bollos de papel usado sobre la mesada y el rollo arriba de la canilla. Celebramos esa turrada de obligarlo al pobre Gordo a salir del inodoro con los pantalones bajos para buscar el rollo de papel. Ese mismo día El Gordo lloró. Dejaba caer enormes, pesadas, tristes lágrimas contando que después de limpiarse había quitado de arriba de la mesada los papeles usados por García y limpiado todo. Suplicó que no siguiéramos con esa broma. Aflojamos después de eso. Tampoco éramos tan malvados. En el fondo pensábamos que esos gastes lo ayudaban a cuidarse con el peso, que si le hacíamos notar lo gordo que se estaba viniendo iba a dejar de manducar. Nunca dejó de engordar. Ni García de tomar.

El miércoles de Semana Santa entré al baño y lo ví. Ocupaba el espacio de pared a pared, tenía en el rostro sudado esa expresión de apretado, como que hacía fuerza y le costaba respirar. Gruñía. El hedor era terrible, lo que sea que haya comido se descompuso a lo largo de sus tripas. Vaya a saberse cuanto tardaba en salir de ese laberinto lo mucho que entraba por la boca. Sentí el picante olor a mierda pasada, a descuidada letrina de batallón en campaña. Un batallón asustado por la inminencia de marchar al frente. Ah, sí, hasta el más valiente se caga en las vísperas. Pasé a mear en el mingitorio del fondo y salí sin mirarlo. Me daba impresión. Ya era casi la hora de salida. Me fui.

Lo encontraron el lunes. Llegué tarde a la oficina y me paró el Tano en la puerta:

- El Gordo cagó la fruta- así me dijo.

Los bomberos llegaron después. Para sacar el mórbido corpachón usaron pico y masa. Lo puteaban. Pobre Gordo, ni muerto escapó al maltrato.

Ahora vuelven a remodelar el piso, por el “proyecto de crecimiento sostenido que no se detiene frente a las estrecheces de la coyuntura”.

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Ariel Corbat

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