domingo, 18 de mayo de 2008

LAS ARMAS DE LA PINTURA Y LA TERNURA DEL FUSILADO

Hay muchas clases de silencios. El respirado en las amplias salas del Museo Nacional de Bellas Artes, donde se expone el conjunto denominado "Las Armas de la Pintura", diría que es invocador. Se parece en algo al de las iglesias, quizás al de las casas velatorias, incluso puede tener algún parentesco con los claustros universitarios en día de exámenes. Sin embargo es también distinto a todos esos silencios. Lo acompañan en intermitencias los pasos de otros visitantes, alguna tos, las confidencias en susurros, el mecanismo de las cámaras fotográficas. Me conmoví en ese silencio.


Sí, me conmoví. Hondamente. No fue por ver a un Sarmiento juvenil de rostro barbado, y hasta sonriente, auxiliando a fugitivos en la cordillera. Tampoco por los trazos de Cándido Díaz recreando la Guerra del Paraguay con desconcertante belleza. Ni por el siniestro realismo en el inminente asesinato del Dr Vicente Maza. Y no es que sea indiferente a ellos; no podría: soy argentino. En la soledad del que mira un cuadro me llegó la voz del hombre en la pintura. La furiosa "Serie Federal" de Luis Felipe Noé, de 1961, abre tajos por los que brotan violentamente la sangre y las contradicciones. Lo impresionante no es sólo que haya retratado tiempos de barbarie, se advierte en las fechas que aquellos tiempos pretendían resurgir.


En "Imágenes agónicas de Dorrego" el dolor supera el impacto visual para que sobre el eco de los disparos del pelotón nos llegue el pulso débil del fusilado. Estamos en cercanías de Navarro el 13 de Diciembre de 1828, el hombre que recibió de pie y sin vendas la andanada de disparos es el Coronel Manuel Dorrego. Desplomado a tierra la sangre derrama desde el pecho. Poco antes, enterado de la orden de fusilamiento expedida por el General Juan Lavalle, Manuel escribió a su amada esposa un desgarrador adiós:
  • Mi querida Angelita: En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir; ignoro por qué, mas la providencia divina, en la cual confío, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso en desagravio de lo recibido por mí. Mi vida, educa a esas amables criaturas; sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego.
Estoy en el 2008, lo que tengo enfrente es sólo una pintura, pero el hombre en ella vuelve a decir esas palabras de 1828 mientras su corazón enmudece y el mío se conmueve.

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