miércoles, 21 de mayo de 2025

RECOPLA (crónica de un viaje)



Adonde quiera que voy...


En ocasiones viene bien la distancia, poner un océano de por medio para encontrar en la lontananza lo que nos es más cercano y ver con claridad lo que de cerca no es tan claro. Y debo reconocer que este viaje, cuya crónica pretendo escribir, ha sido el caso. Me sirvió, además. para desprenderme de la tentación de las redes sociales a las cuales, por razones ya expuestas en otro artículo, no voy a volver.

No soy afecto a los viajes largos, ni brotan de mí deseos turísticos. Sencillamente no los necesito. Los disfruto cuando se dan pero, acaso, hermosa palabra la palabra "acaso", el problema sea que rara vez mi imaginación se ve sobrepasada por la realidad. He viajado por trabajo sin que aquellos lejanos sitios me fueran ajenos ni sorprendentes, de alguna manera ya había estado antes ahí. 

Para mí la idea de viajar es más una fantasía, un juego de imaginar, que el deseo de transportarse. Lo que sí siempre he sentido al viajar es el anhelo de volver. No voy a compararme con mi admirado Julio Verne, el mejor novelista de todos los tiempos, pero el mundo que conoció fue infinitamente más grande que el que vio con sus propios ojos y sintió bajo su pies. Otras gentes en cambio han pasado por todos los continentes sin haber conocido nada o sorprendiéndose por lo que poco tiene de sorprendente. Digo: la mejor forma de viajar no es el barco, el avión ni ningún otro transporte, es la imaginación.

Como sea, un compromiso familiar -la boda de mi hijo mayor- me obligó a viajar a España. 

Una de las primeras cosas que hice en la Madre Patria fue ir a ver el Mediterráneo. Frente a ese mar, al contemplarlo, sentí y repasé agradecido toda la historia que formó nuestra herencia cultural. Mal que les pese a muchos, nuestra identidad nacional tiene sus verdaderos orígenes allí. 

El Mediterráneo, un mar; acaso como el de Solís.

Disgresión filosófica al margen y volviendo a la razón del viaje,  conste para el archivo que propuse participar por whatsapp de la boda de mi hijo, pero la idea de utilizar la tecnología para estar allí quedándome acá fue severamente vetada por mis mandos naturales (léase mi esposa, porque ¿saben?: así es como funciona el "patriarcado"). 

Vamos es vamos.

La ceremonia civil fue lo simple que deben ser los trámites administrativos. Y al mismo tiempo muy emotiva, como debe serlo, ya que el matrimonio es la formalización legal de la voluntad de una mujer y un hombre para constituir familia. Tener clara esa voluntad es lo que diferencia una verdadera decisión de vida de la firma de un mero y vulgar contrato.

Luego vino una ceremonia no religiosa y la consiguiente fiesta. Confieso que, ateo como soy, la ceremonia por Iglesia me resulta más agradable que cualquier otro tipo de confirmación a la decisión de ley; entre otras razones por la estética del rito y porque el único que habla es el sacerdote. En este caso me embocaron con la responsabilidad de decir unas palabras. Armar el discurso de padre del novio lo saca a uno de la tranquila expectativa de contemplar los acontecimientos y emocionarse en segundo plano, con permiso para soltar alguna lágrima sin llamar la atención. Algo que siendo un maldito sentimental, al igual que Boogie el Aceitoso, valoro particularmente.

Y te tiran el pesado encargo de decir unas palabras alusivas... En fin, que otra vez mi esposa me lo dejó claro: "Vas a hablar". O sea, ya saben, porque eso que llaman "patriarcado" siempre ha sido una broma femenina (no de feministas y mucho menos feminazis, porque las muy amargadas no tienen sentido del humor ni marido que las soporte).

¿Y qué decir? ¿Ir por el lado del humor al estilo de las películas gringas? Nop. ¿Contar alguna anécdota del crío? Nop. ¿Escribir un discurso sobre el matrimonio en el Derecho Romano, que para algo debo tener ese título de abogado? Nop. 

Era un brete de los que no admiten evasivas, así que después de darle vueltas al asunto encontré oportuno recitar "INFINITO". Unos versos que escribí años atrás a los que añadí unas palabras específicas para la ocasión: 

"En todo el universo, / de todas las variables / del tiempo y el espacio, / las posibilidades, / las probabilidades, / de un amor infinito, / contradicen la lógica / de ese mismo infinito. / Pero saben, quienes aman, / que todos los cielos caben / en una simple mirada. / No es más grande el infinito / que un beso ni una caricia, / de vidas entrelazadas / unidas y enamoradas. / Pues sin amor, todo, es nada.

Todos quienes estamos aquí, y los que acompañan desde la distancia, deseamos y celebramos sea el de ustedes un amor infinito. Consérvense buenos."

 


Después, liberado de la responsabilidad que me habían cargado, disfruté de la fiesta. Así, en determinado momento, sosteniendo uno de muchos martini´s y acodado en la barra frente a la pista de baile, viendo bailar juntos a mis tres hijos, sentí una de esas gratificaciones de la vida que uno se guarda porque van más allá de lo que se quiere narrar. Otro lindo momento fue cuando el DJ disparó Jijijí de los R2 dando lugar a un pogo de argentinos, al que me sumé sabiendo que a mi edad aquella salvajada festiva junto a mis hijos y sus amigos tendría consecuencias al otro día, como en efecto las tuvo: un dolor agradable, de esos que te recuerdan haber vivido el momento.

Cumplido y disfrutado el compromiso familiar, al que llevé sombrero de ocasión, volamos a Estambul. Con toda Europa a nuestra disposición para pasear unos días, elegimos Turquía. Pudo ser Italia, Croacia, Alemania, Francia o más de España, donde seguramente teníamos mayor afinidad espiritual, pero con Inés teníamos que ir a Turquía. 

La razón del capricho fue una película turca que vimos años atrás, una muy liviana comedia romántica filmada en un hotel rural de Capadocia con escenas que dejaban el guión en segundo plano para dar prioridad a la magnificencia del paisaje, vuelos en globo incluidos, como muy eficiente folleto de turismo. 

Desde entonces surgió como chiste interno de los dos decir "nos vamos a Capadocia" ante determinadas circunstancias. Y resultando que las bromas a veces se ponen serias, ese chascarrillo se impuso finalmente sobre cualquier otra opción de destino: íbamos a ir a Capadocia para volar en globo. Y lo hicimos. 


Volar en globo es algo que, al menos una vez en la vida, como peregrinar al Palacio Tomás A. Ducó, debe hacer todo hincha de Huracán.

Del Globo (ella de Independiente) y en globo.

La experiencia resultó simplemente bellísima. Nos tocó un clima ideal para gozar el paseo que, además del disfrute de un paisaje único, tuvo mucho de complacer a los niños que supimos ser leyendo a Verne. 


Me alegra, además, poder decir que tras haber volado en globo tengo algo más en común con Jorge Newbery, el primer héroe civil de la Nación Argentina, pionero de nuestros cielos y elegante varón de Tango. 


No se siente vértigo por la altura al elevarse y volar en globo, todo es serenidad y paz, o al menos así lo fue en nuestro caso. Lo mismo el descenso, que concretó el aeronauta con una suavidad y precisión absoluta, acertando milimétricamente aterrizar la barquilla sobre el trailer dispuesto para su posterior transporte en tierra. 


Estando allí, viendo al Sol asomar por el horizonte, recordé luego un poema muy corto que escribí con la sensación que me quedó tras haber subido una montaña en mi lejana juventud. Esa sensación contemplativa también aplica a colgar del cielo en una barquilla:

¿INSIGNFICANTE?

Estuve ahí. Ahí,
donde el viento y yo.
Los labios partidos
y la frente al sol.
Ese cielo inmenso
era todo mío:
guardé el universo
en un solo verso.


Luego, con la intensidad de todo tour corto y cargado de actividad en una región que hizo del turismo su principal industria (y la explota al máximo ofreciendo una impresionante variedad de servicios), excursionamos por los fantásticos paisajes naturales y las antiguas cuevas cavadas en la piedra desde hace miles de años que justifican, plenamente, se llame a Capadocia "cuna de la historia". 


Conmueve imaginar, en las condiciones de vida de aquellas personas, el espíritu de supervivencia para la adaptación al hábitat. Aunque seguramente allí tuvieron lugar los primeros problemas de consorcio...


Entrando en algunas de las cuevas que sirvieron como iglesias imaginé con facilidad que de estar ahí algunos de mis amigos, practicantes del catolicismo y otras corrientes cristianas, sin duda se persignarían.  


Muy particularmente me agradó visitar la ciudad subterránea de Özconak, que fuera descubierta por el müezzin Latif Acar cuando, en 1972, notó que el agua escurría rápido en un punto del jardín de su casa y al excavar indagando el motivo liberó un ingreso a esa construcción que servía como refugio durante las guerras. 

Piedra tallada como rueda para servir de puerta.

Latif Acar es pues una celebridad local y recibe a los turistas desde entonces, aunque a partir de 1990 la Dirección Especial de Ciudades Subterráneas del área gubernamental de museos se hizo cargo de conservar y administrar su hallazgo.

El guía del grupo que integramos nos lo presentó al llegar. Latif Acar entonces me señaló, por mi altura, advirtiéndome que debía tener cuidado de no golpearme la cabeza durante el recorrido. Efectivamente dentro de esa ciudad subterránea los techos son bajos, y aunque en algunas salas, como bodegas, podía estar de pie sin problemas, en otras debía encorvarme y para atravesar algún pasaje hasta tuve que andar en cuclillas. 


A la salida volví a ver a Latif y con gestos alegres celebramos que mi cabeza resultara ilesa. Le pedí que me firmara el libro que vendía, "Capadocia, cuna de la historia" y nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Para él sin duda este argentino fue otro turista más, pero yo no creo que vaya a olvidarlo. 

Latif Acar y Ariel Corbat.

Me hubiera encantado quedarme un rato largo para que me contara las sensaciones que experimentó al ingresar en ese laberinto que durante cientos de años, acaso más de mil, permaneció completamente olvidado y oculto.

Pero todo tour con guías turcos es rígidamente cronometrado, sin pausa y sin descanso. Así que pasamos a otro evento gracias al cual puedo jactarme de haber triunfado en Turquía como modelo de pasarela y payaso ante un público internacional. 

Es que Capadocia es turismo y al turista (como en todas partes del mundo donde se explota el turismo) hay que hacerle gastar tanto dinero como sea posible. Así que nos llevaron a una tienda de camperas de cuero (de cordero, principalmente), muy bonitas y de gran calidad todas pero también muy caras. Inaccesibles para el bolsillo de este caballero.

Los vendedores turcos son tan insistentes que resultan agresivos, pero siendo pobre además de tacaño (casi miserable) soy la clase de piedra que no horadan el viento ni el agua. Sacarme un mango a mí, já, ¡qué ilusa ocurrencia! (después patino con boludeces, pero ese es otro tema).

Como sea, montan un desfile de modelos para exhibir sus productos e "invitan" a desfilar a dos de los potenciales clientes. Viendo que todos evitaban el convite tuve la ocurrencia de ofrecerme de voluntario. En la trastienda me dieron una campera de precio exorbitado y de mi talla con la que salí a la pasarela para una pasada con actitud Derek Zoolander, como debía ser. A mitad de la pasada, ya conquistado el público con la elegancia natural de mi porte fino y distinguido, extraje de mi bolsillo algo que como es sabido por lectores de este blog llevo siempre conmigo: nariz de payaso. Un éxito, pero el éxito recién comenzaba. 

No sabía cómo iban a tomar los modelos que me pusiera en rol payaso durante su trabajo, pero al volver al vestidor estaban todos felices y entusiasmados. Tanto que uno de ellos apareció sonriente ofreciendo una peluca multicolor. Me la calcé de inmediato y me quedaba divinamente, por supuesto, entonces volvimos a la pasarela con una estruendosa ovación y aplausos. El público, unas 30.000 personas (cifra creíble si las hay 😂) deliraba de entusiasmo. Ahí lo tienen todos quienes decían que jamás en mi vida conseguiría un éxito: ¡In their faces, damned wretches! Envidien a este Payaso que lo fue por primera vez subiendo al escenario con Pepitito Marrone, en su circo, para la rutina de me saco el saco me pongo el pongo. 


Finalmente volvimos a Estambul. Una ciudad gigantesca, de contrastes, que en lo poco que pudimos ver (siempre dentro del circuito turístico) no me generó mayor simpatía.

Desde luego es una pena que Constantino la haya perdido, algo que sentía y pensaba viendo la llamada Torre de los Genoveses mientras un fulano con dolor de estómago gritaba alabanzas a Alá por los altoparlantes de un minarete. 

Inés con la Torre de los Genoveses.

Si les jode que una vez cada tanto los testigos de Jehová toquen timbre un domingo a la mañana para predicar su fe en plan proselitista, les aconsejo evitar los países musulmanes o llevar tapones para los oídos, porque cinco veces por día (incluyendo una a las cuatro y media de la mañana que me despertó siempre) los muchachos con dolor de estómago obligan a todos, musulmanes o no, a escuchar sus llamados a rezar como lamentos de guardia de hospital. Curiosamente Turquía es un país con mayoría de musulmanes no practicantes, pero el Islam está ahí como un ordenador social prepotente.

Ya iría siendo hora de hacerle saber a los musulmanes que para rezar cinco veces por día no necesitan aturdir a propios y extraños, bien podrían adaptarse a la modernidad con una aplicación de las que no existían en tiempos de Mahoma y no romper las pelotas al resto; pero esa no es la finalidad del Islam y mucho menos como lo entienden sus fanáticos. Hay, desde esa imposición pública, una clara intolerancia. Y es que desfasados en el tiempo, en realidad los fanáticos, aquellos que intentan imponer su fe a los demás, no son verdaderos creyentes, son falsos devotos que utilizan la religión como un modo de obtener poder y control social. Y esto vale lo mismo para musulmanes, judíos, cristianos, etc. Quien realmente vive su fe respeta las de los demás.

Pero me estoy saliendo de foco, no es mi intención ponerme serio ni escribir aquí un ensayo sobre la tolerancia religiosa entendiendo la fe como cuestión de conciencia y no de imposición política. 

Vuelvo a la crónica del viaje y alejándome de la inconveniente seriedad cierro con la última vivencia turca de este turista argento. Como es sabido, Estambul es el nombre que tiene hoy Constantinopla tras que fuera conquistada por Mehmed II en 1453. Y desde los tiempos del Imperio Bizantino es tradición que los hombres que visitan la ciudad del Bósforo se lleven un tatuaje en homenaje a su estadía. No soy afecto a los tatuajes, en rigor de verdad los detesto, aún así, sintiendo el peso de la tradición ya no podía irme de Turquía sin tatuarme. Dolió bastante, pero valió las lágrimas. Me dieron a elegir las frases, conforme al tamaño del lienzo, y me traje escrito en la piel con letra clara y cursiva: "Recuerdo de las bellas noches que gocé en Constantinopla". Con este frío que al retorno encontré en Vicente López, a primera vista se lee "ReCopla". 

Sabrán disculpar si no lo extiendo y muestro, porque soy bastante tímido.

Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha,
un liberal que no habla de economía. 
Estado Libre Asociado de Vicente López

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