Los años de plomo, como se denomina al período de guerra revolucionaria, guerra antisubversiva o como yo prefiero llamarla: Guerra Sucia, son de una complejidad tal que torna ridículo cualquier relato simplista, sea de un lado o de otro.
La historia que paso a contar es la de dos hermanos que, como tantos otros, eligieron bandos distintos para una guerra fuera de toda convención que tuvo mucho de fratricidio.
En la segunda mitad del Siglo XX, dominada por el terror atómico que impedía un enfrentamiento directo entre el bloque comunista liderado por la URSS y el occidente libre liderado por EEUU, la tensión política de ese mundo bipolar se canalizó a través de conflictos de extrema violencia en las periferias del planeta. A ese período se lo llamó "Guerra Fría", abarcando desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta el colapso de la Unión Soviética. Por supuesto, esa guerra seguramente fue fría para quienes la dirigían desde Washington o Moscú, pero era un conflicto ardiente para quienes ponían el cuerpo en los distintos frentes. Y todo el territorio argentino fue uno de esos frentes de batalla.
Iniciada la década del '70, Argentina no era ninguna fiesta. Hasta las cosas más sencillas y queridas, como sentarse cualquier noche a tomar un café con amigos, se veían en peligro por la violencia de los terroristas, empeñados en destruir nuestro modo de vida para cambiarlo por la utopía totalitaria de un “hombre nuevo”, ese delirio guevarista de crear autómatas con poco de humano y mucho de bestias. No faltaba materia dispuesta para cometer los crímenes planificados por oscuros iluminados; referentes culturales como Juan Gelman, Paco Urondo, y Haroldo Conti, entre muchos otros, utilizaban su condición de tales para revestir de un halo romántico el propósito totalitario. Lograban así seducir jóvenes y enrolarlos en las filas guerrilleras con ilusiones de emular la “revolución cubana”, que ya por entonces no era otra cosa más que una dictadura rancia y personalista orbitando cual satélite al servicio de la URSS.
Ejemplo de la locura imperante, es la bomba que estalló en la Ciudad de Buenos Aires el 4 de julio de 1975, a las 00:15 hs, en el interior del Bar Ibérico, sito en la esquina de Córdoba y Uruguay. Producto de esa explosión murieron dos personas: Mario Ramón Filipini, estudiante uruguayo de 26 años, soltero y con domicilio en Caseros, provincia de Buenos Aires, cuyo cuerpo expulsado por la onda expansiva salió a través de una ventana, y Laura Beatriz Manzano, de 21 años, argentina, empleada, quien resultó decapitada. Escena de horror al estilo de “Good Morning, Vietnam”, y en la espiral ascendente de la violencia cotidiana nada que fuera a detener las rotativas de los diarios. Los demonios ya estaban entre nosotros y eran muchos más que dos. Entre los heridos el diario La Nación menciona a Ricardo Toscado de 49 años, Liliana Hendel de 23, Jorge Doello de 19 y Amil Kichiquies de 29, todos ellos argentinos y atendidos en el Hospital Alemán. Nadie reivindicó el atentado, y ante la necesidad de explicar lo inexplicable corrió el rumor que la bomba estaba destinada a matar un oficial de la Armada que frecuentaba el Ibérico.
Cualquiera podía ser el enemigo que aguardara al acecho la oportunidad de provocar daño, y muchas familias iban a sufrir en carne propia la tragedia de toda guerra fratricida: tener combatientes en distinto bando. La familia Estévez, como tantas otras, no lograría salir indemne del proceso de descomposición social que se esparcía por la República.
El 23 de setiembre el cadete del Colegio Militar de la Nación Roberto "Toto" Estévez volvía a recibir una sanción disciplinaria, dos días de arresto; esta vez por olvidarse un par de borcegos en el sector duchas del baño, pocos días luego de tal trivialidad, el domingo 5 de octubre de 1975 la organización Montoneros concretó con relativo éxito una compleja operación diseñada y comandada por Raúl Yaguer: el ataque al Regimiento de Infantería de Monte 29, en Formosa. El despliegue de combatientes montoneros movilizados desde otras provincias, la utilización de granadas de fabricación propia y en simultáneo con el ataque al Regimiento la toma del Aeropuerto Internacional El Pucú secuestrando aviones, uno de ellos de línea, para luego poder concretar el escape con precisión cronométrica, da claro testimonio de la capacidad y determinación de Montoneros para lanzarse a la ofensiva. Según Ceferino Reato, el ataque al RIM 29 terminó de sellar el final anunciado del Gobierno de Isabel Perón. Luego de esa acción se consolidaron los planes para derrocarla por medio de un golpe de Estado ejecutado por las Fuerzas Armadas, lo que iba a ocurrir el 24 de marzo de 1976 con el beneplácito y aprobación de la enorme mayoría de los argentinos.
En las vísperas del 24 de Marzo de 1976, pocos tuvieron la inteligencia y la valentía de advertir (en el doble sentido de la palabra) las consecuencias funestas que el golpe de Estado acarrearía y nadie lo trasmitió con tanta claridad como el Ingeniero Álvaro Alsogaray, cuyas palabras registró el diario Clarín del 21 de Marzo de 1976:
"Nada sería más contrario a los intereses del país que precipitar en estos momentos un golpe. Las fuerzas armadas supieron retirarse en mayo de 1973 de la escena política y no deberían volver a ella sino cuando esté realmente en peligro la supervivencia misma de la libertad. Constituyen la última reserva y no deben ser arriesgadas sino bajo estas circunstancias".
El tiempo demostró la certera visión de Alsogaray respecto al futuro, pues en la misma declaración predijo que el golpe, al que no consideraba necesario, iba a significar “sangre, sudor y lágrimas”, creando problemas insolubles que los golpistas no podrían resolver, y que quienes en el momento protestaban por el estado del país iban luego a vilipendiar a los militares.
Si bien la planificación del ataque a Formosa, la "Operación Primicia" que Yaguer comenzó en agosto de 1975, había sido técnicamente perfecta, la falla estuvo en lo que iba a ser una constante de la Organización Montoneros: su incapacidad para entender la idiosincrasia del pueblo. El iluminismo de creerse dueños del destino de la Argentina sin importar los sentimientos y opiniones de los argentinos, los llevó a suponer que los soldados del RIM 29 no habrían de oponer resistencia. Yaguer contaba con información de primera mano sobre lo que ocurría en el cuartel, porque el montonero Roberto Mayol, santafecino y estudiante de abogacía, revistaba en el cuartel como conscripto y obraba de infiltrado. Parece ser que el montonero subestimó a los soldados formoseños, como dijera el Cnel. David Cabrera Rojo: “Mayol no pudo ver lo que se ocultaba tras la imagen mansa, apocada, sufrida, desalineada del soldado formoseño típico porque pertenecía a una clase social diferente”.
Superada la sorpresa inicial, los conscriptos respondieron a la agresión lanzándose al combate con temeraria ferocidad, lo que quedó sintetizado en la frase que gritando a viva voz pronunció el soldado Hermindo Luna, justo antes de ser alcanzado por una mortal ráfaga de ametralladora: “¡Acá no se rinde nadie, mierda!”. A resultas del combate los montoneros lograron fugar llevándose algunos fusiles del arsenal, cumpliendo en parte el objetivo material del ataque, pero abandonaban sobre el terreno doce guerrilleros muertos. En las filas del Ejército Argentino las bajas también fueron doce, el subteniente Ricardo Massaferro, el sargento primero Víctor Sanabria y los Soldados (todos ellos formoseños) Dante Salvatierra, Tomás Sánchez, Edmundo Sosa, Alberto Villalba, José Coronel, Antonio Arrieta, Heriberto Ávalos, Hermindo Luna, Ismael Sánchez y Marcelino Torales.
Si la sociedad toda se sintió conmocionada por el ataque montonero, ese hecho iba a terminar dejando una marca de dolor indeleble en la familia Estévez. Es que por entonces María Josefa Estévez militaba en la Juventud Peronista, la misma agrupación que dos años antes, precisamente entre el 5 y el 23 de octubre de 1973, bajo la Presidencia del general Perón, había aportado militantes al Operativo de Reconstrucción Nacional Coronel Manuel Dorrego, los que trabajaron junto a soldados del Primer Cuerpo de Ejército en las trece municipalidades del noroeste bonaerense que padecían las consecuencias de las inundaciones. En esa oportunidad se experimentó un curioso acercamiento entre Montoneros y el Ejército Argentino, que de hecho desfilaron juntos al cierre del operativo. Tanto había cambiado la situación en dos años, que los montoneros abandonaron definitivamente las palas de aquellas jornadas para presentar una declaración de guerra imposible de negociar. Aquellos que en 1970 se presentaban ante la sociedad asesinando al General Aramburu, disfrazando el crimen con la parodia de la “justicia popular”, en 1975 causaban la muerte en combate de diez jóvenes formoseños bajo bandera. Los militares aceptan los riesgos de su oficio, saben que son un instrumento de la diplomacia y de la política cuyas vidas pueden sacrificarse en pos de objetivos superiores. La dignidad de Aramburu frente a sus asesinos así lo demuestra. En cambio los conscriptos representan otra cosa, se diría que algo innegociable y sagrado de no ser porque en la olvidadiza y desmemoriada Argentina del Siglo XXI, al igual que en la granja de Orwell “algunos animales son más iguales que otros”. De todas formas, pese a la desvergonzada memoria amnésica del presente, en aquel entonces los argentinos sintieron que esas muertes eran imperdonables y merecían castigo.
Ocurrió en el país que nenes bien de clase media, media alta y alta en muchos casos, puestos a revolucionarios con la idea aventurera de ayudar a los pobres metiendo balas, terminaron matando muchos pobres, no sacaron a nadie de la pobreza y le jodieron la vida a todo el mundo. Pero aún así esa muchachada de manos ensangrentadas no son lo peor del asunto, al fin de cuentas, creyendo entender el rumbo de la historia y embarcados en la lógica de la guerra ellos estaban ahí corriendo el riesgo. No. Esas manos ensangrentadas no son lo peor de la historia. Lo peor es el amasijo de mugres que llevan donde debería estar el alma aquellos a los que no les cuadra la excusa de la juventud; esos que dieron argumentos falaces y el mesiánico lirismo que terminó de convencer a los “estúpidos imberbes” que matar era el camino, léase Rodolfo Walsh, Juan Gelman o Eduardo Luís Duhalde, entre muchos otros.
María Josefa Estévez militaba en la JP de Misiones y estaba casada con Alejandro Rodrigues, un aspirante de Montoneros. Desde el 25 de enero de 1974 la cúpula de Montoneros había decidido trasladar a Carlos Kunkel a la Regional Nordeste, con influencia sobre Formosa, Chaco, Corrientes y Misiones. Políticamente María Josefa y su marido estaban subordinados a Kunkel, al menos hasta que quien había renunciado a su banca de Diputado Nacional por oponerse a endurecer las leyes antiterroristas como reclamaba Perón fue detenido en Corrientes durante setiembre de 1975, para cuando la Operación Primicia ya llevaba al menos un mes de preparación. Al enterarse en prisión de la realización de la Operación Primicia, alegremente Kunkel habría argumentado que el ataque servía para que la población entendiera que había dos ejércitos: “uno, el ejército represor, y otro, el ejército montonero”.
Y ahí está el punto: en esos dos ejércitos no revistaban personas de distinto origen de nacimiento, diferente raza o etnia, ni formados con distinto entorno cultural y social; por eso hubo en no pocas familias argentinas hermanos que se enfrentaron al elegir uno u otro.
Después del ataque al Regimiento de Monte 29 todo en el país estuvo un poco peor que antes y cualquier alternativa de pacificación real preveía, necesariamente, una violencia todavía mayor, como que era el imperativo de la hora quebrar la voluntad combatiente del enemigo. A cualquier precio.
Para terminar de cerrar el cuadro de tan sombrío año, el 23 de diciembre, en vísperas de Navidad, el ERP intentó copar el Batallón de Arsenales 601 Domingo Viejobueno de Monte Chingolo, en el sur del Conurbano Bonaerense. Los guevaristas planeaban la captura de armamento pero, a diferencia de la sorpresa con que contó Montoneros en Formosa, el ataque del ERP estaba siendo esperado por el Ejército, que había logrado infiltrar las filas de la logística guerrillera a través de Jesús “El Oso” Ranier. El jefe del ERP, Mario Roberto Santucho había sido advertido por la inteligencia erpiana que la operación estaba “cantada”, pero de todas formas decidió materializar el ataque. El resultado fue un absoluto matadero para el ERP, perdiendo en la acción casi un centenar de guerrilleros entre los que había mujeres y adolescentes. Luego de esa intentona la organización entró en franco declive.
Los diarios dieron cuenta del ataque, y ese fue el tema que dominó todas las mesas navideñas de 1975. El 13 de enero de 1976 el Oso Ranier fue asesinado por el ERP. Ranier, otro de los tantos héroes olvidados de nuestras guerras civiles, nunca fue debidamente reconocido por haber contribuido al desmantelamiento del ERP ahorrando vidas y sangre de soldados argentinos.
Así estaba el país a finales de 1975. Aprobado su primer año en el Colegio Militar, las autoridades del establecimiento evaluaron a Roberto Estévez destacando que disminuyó su rendimiento inicial como consecuencia del incremento de exigencias operacionales, pero dado su desempeño mostraba aptitudes para recuperarse y lograr sus objetivos exitosamente, ya que no obstante esa limitación era entusiasta, trabajador, de proceder intachable y conducta adecuada, con aptitudes físicas normales. Sus notas bajas evidenciaban dificultad en matemáticas, física y química, las materias en las que para el ingreso requirió la ayuda de su tía Clarita. Su primer año de cadete fue firmado por el Director del Colegio Militar de la Nación general de brigada Reynaldo Benito Antonio Bignone.
Las primeras vacaciones del cadete Roberto Estévez no tuvieron la despreocupación de otros años. Aquella Navidad del 75 fue la última que la familia Estévez pudo celebrar en unidad y con todos presentes. La misma navidad que el entonces Comandante en Jefe del Ejército, general Jorge Rafael Videla, pasaba en Tucumán junto a los soldados que participaban del Operativo Independencia, oportunidad en la que se entonó con sentida emoción la muy dulce “Canción para mi pequeña hija”, de Salvador León Cabral, que dice:
Esta noche tan nuestra, querida
hija mía que allá en la ciudad
sos la luz de bengala y un beso
para abuela y abuelo y mamá.
Quiero estar yo también a tu lado
mientras llega Jesús Navidad
y contarte en mis brazos la historia
del soldado al que nombras “Papá”
Hoy la Patria me llama, pequeña,
para hacerte una tierra mejor
sin piratas de rojas banderas
y hombres que odian por no tener Dios.
Tengo espada por vos y por todos
voy al monte de mi Tucumán,
canto y lucho alegrías muy tiernas,
aunque estalle la rabia el fusil
Navidad en la selva, pequeña
y un fogón compañero recuerda
las familias lejanas muy cerca
y un aliento de pueblo hasta el fin.
El verano del 75-76 pasó con la expectativa casi resignada del “ya veremos”, la población en general estaba cansada del caos reinante y al igual que gran parte de la dirigencia política, económica y social, apoyaba o aceptaba la próxima caída de Isabel Perón. No obstante mientras los terroristas del ERP y Montoneros esperaban con más ansias que los militares dieran el Golpe de Estado que, en sus –como siempre- fallidas apreciaciones, les proporcionaría un nuevo y vigoroso respaldo popular a la actividad insurgente, persistían unos pocos dirigentes políticos que hasta último momento intentaron evitar el quiebre institucional. En sus vacaciones de enero, Roberto estuvo en Posadas, y prolífico escritor de cartas decía en una de ellas: “tratando de sacar al máximo el jugo a cada hora que pasaba. Fui a bailar, hice sky acuático con Claudio Barreiro, fui al interior, hice mucho remo, que hace rato no hacía y que sé yo”.
Cuando se produjo el golpe de Estado Roberto Estévez cursaba el segundo año del Colegio Militar, pero en esa ocasión los cadetes no tuvieron ninguna participación. En el primer golpe de Estado, aquel que el 6 de setiembre de 1930 derrocó a Hipólito Yrigoyen, el general José Félix Uriburu avanzó sobre la Casa de Gobierno marchando con cadetes del Colegio Militar de la Nación, entre los que desfilaba como abanderado el cadete del segundo año Álvaro Alsogaray. Tanto habían cambiado las cosas que ese mismo cadete, primero en el orden de mérito de la Promoción 58 y que se retiró del Ejército con el rango de capitán en 1945, como político alzaba su voz intentando evitar el último golpe.
Bajo el gobierno militar el doloroso y complejo entramado de la historia argentina siguió engarzando, a través de la violencia de los hechos, las causas con sus fatales consecuencias. Luego del ataque de Montoneros al Regimiento de Monte 29 en Formosa, el guerrillero e ingeniero químico José Luis Aspiazu, que con rango de oficial segundo había participado de la Operación Primicia, comenzó a ser sospechado de doble agente por algunos de sus compañeros. Los Aspiazu eran una familia tradicional de Curuzú Cuatiá. José Luis, hijo de un teniente coronel farmacéutico, había sido detenido y liberado en 1974, momento a partir del cual creían que pudo haber comenzado a pasar información al Ejército.
Montoneros seguía materializando atentados terroristas como la detonación de una bomba en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal. Ese hecho, ocasionando la muerte de 23 personas e hiriendo a otras 66, se constituyó en el mayor atentado terrorista perpetrado hasta entonces mediante bomba contra la República Argentina. Así se mantuvo hasta que el 17 de marzo de 1992 ocurriera voladura de la Embajada de Israel, que dejó 22 muertos y 249 heridos. Dos años luego, el triste récord sería batido nuevamente con el atentado contra la AMIA que provocó 85 muertos y cerca de 300 heridos.
No obstante querer los terroristas intensificar sus acciones, el intenso despliegue contrainsurgente de las fuerzas estatales iba demostrando ser eficiente provocando cuantiosas bajas guerrilleras. El ERP, muy debilitado luego de su derrota en Monte Chingolo, quedó finalmente descabezado el 19 de julio de 1976, cuando en Villa Martelli, Partido de Vicente López, fueron abatidos Mario Roberto Santucho y Benito Urteaga. Fue una acción emprendida y comandada por el capitán Juan Carlos Leonetti, quien apenas minutos antes había recibido un llamado telefónico alertándolo sobre la ubicación del departamento de la calle Venezuela en el que se refugiaba Santucho. Sabiendo que el jefe del ERP planeaba escapar del país, por lo que el tiempo urgía, el capitán decidió ir por él en compañía de unos pocos hombres, sin montar un operativo grande. Leonetti, que falleció en el intercambio de disparos, ofrendó su vida por la victoria del Ejército Argentino; único y verdadero ejército del pueblo.
Mario Eduardo Firmenich, el comandante de Montoneros, y algunos otros jefes de la “Orga” tuvieron mucha mejor suerte que Santucho en el curso de la guerra, no así sus tropas que iban siendo diezmadas en todo el país. Consecuentemente la paranoia de la contrainteligencia montonera comenzó a ver traidores por todas partes. En agosto de 1976, sospechado de delator, le llegó el turno de enfrentar un juicio revolucionario a José Luis Aspiazu, quien en una farsa de proceso sumario fue encontrado culpable de traición, delación, conspiración y acumulación de poder. Atado de pies y manos, con los ojos vendados y una mordaza en la boca, el cadáver de Aspiazu apareció el 13 de agosto del 76 arrojado dentro de una zanja en la ciudad de Corrientes. Lo habían ejecutado pegándole seis balazos de calibre 9 mm.
Las ejecuciones eran parte de la disciplina montonera, como en cualquier organización guerrillera. “Pero incluso los admiradores de los Montoneros debían de sentirse a veces desconcertados ante la forma de vida sobrehumana exigida a los combatientes. Convertirse en un guerrillero profesional suponía, a menudo, no sólo romper con la familia y los amigos y con los medios de subsistencia no dependientes de la organización, sino también comportarse conforme al fantástico mundo heroico que las publicaciones y comunicados guerrilleros procuraban ofrecer continuamente”, observa Gillespie en su libro "Montoneros. Soldados de Perón".
El 26 de agosto de 1975 Montoneros, considerando que “la tortura es perfectamente soportable” (algo que ningún jerarca montonero, ya sea Firmenich, Vaca Narvaja o Perdía, tuvo oportunidad de demostrar; lamentablemente para comprensión de los que sí la padecieron) ejecutó la condena a muerte dictada por su tribunal revolucionario en perjuicio de Fernando Haymal, un guerrillero que al ser detenido habría dado información bajo tormentos. Y por la misma razón, en febrero de 1976 también condenó a muerte a Roberto Quieto, miembro de la conducción nacional de Montoneros y un cuadro formado con adiestramiento militar recibido en Cuba. A partir de esos casos, para evitar delaciones de parte de los montoneros capturados por las fuerzas estatales, se decidió fabricar y distribuir pastillas de cianuro entre los guerrilleros a fin de que pudieran suicidarse antes que caer prisioneros. Enamorados de la muerte, los montoneros iban construyendo una mística suicida, a tono con el terror que podía esperar la sociedad le cayera encima si ellos tomaban el poder. El desprecio por la vida propia y ajena no disminuyó con el correr de los años, e incluso en 1981 cuando la derrota ya era desastrosa e irreversible el jefe montonero, Mario Firmenich, iba a demostrar el crónico desvarío de aquellos a los que el general Perón llamó estúpidos e imberbes al declarar: “Nosotros hacemos de la organización un arma, simplemente un arma, y por lo tanto sacrificamos la organización en el combate a cambio del prestigio político. Tenemos cinco mil cuadros menos, pero ¿cuántas masas más? Esto es el detalle”.
En alguna ocasión Rodolfo Galimberti dijo mordazmente que Montoneros fue la única organización guerrillera que perdió las armas y las tropas pero retuvo el dinero. Toda una síntesis de la evolución montonera.
Según Fernando Vaca Narvaja (partícipe del crimen de Aramburu) la traición a Montoneros se pagaba con un juicio revolucionario que se hacía dentro de la organización en los lugares donde eso se diera, en el propio ámbito, con su jefatura de columna o de unidades territoriales.
Las versiones que circulan sobre la muerte de Aspiazu a partir de la investigación de Mario Vidal, que fuera publicada bajo el título “Operación Gallina” por el Diario Norte de Chaco el 1 de junio de 2003, indican que la parodia de juicio pudo llevarse a cabo en una casa de Corrientes, propiedad de José Floro Almirón, padre de José Pedro Almirón, lugar en el que Fernando Pierola y su esposa María Julia Morresi habrían oficiado como carceleros del acusado. Con la sentencia escrita de antemano, el tribunal revolucionario bajo la presidencia de Reynaldo Amalio Zapata Soñez, oficial primero de Montoneros, con Pedro Francisco Moresi, oficial segundo de Montoneros, asumiendo el rol de Secretario, y la posible participación tanto de Pacio “Oficial Estetoscopio” Deheza como de Jorge Belzon Miño, terminó de sellar el destino de Aspiazu.
Si bien los hechos que rodean la muerte de Aspiazu, más allá de la autoría de Montoneros, distan de estar enteramente esclarecidos en lo que hace a los partícipes del crimen y sus reales motivaciones, lo que sí podemos tener en claro es que para el momento de su ejecución el matrimonio conformado por Alejandro Rodrigues y María Josefa Estévez se encontraba involucrado con la Organización Montoneros. Tan involucrado como para que su vivienda, en la que moraban con sus dos pequeñas hijas, fuera utilizada a modo de “casa segura” para escondite de otros montoneros. Era una constante de las organizaciones terroristas ERP y Montoneros exponer menores como cobertura de sus acciones.
En octubre de 1976, Fernando Pierola y María Julia Morresi, por indicación de sus mandos guerrilleros, acudieron a refugiarse en una casa céntrica de la Ciudad de Posadas, ubicada más precisamente sobre la calle Córdoba entre Junín y Ayacucho. Llegaban allí provenientes de Chaco, huyendo de las fuerzas del orden. Vale reiterar, para subrayar la locura de la época, que esa casa segura y de tránsito para los guerrilleros era el domicilio donde Alejandro Rodrigues y María Josefa Estévez vivían junto a sus dos pequeñas hijas, María Victoria de un año y nueve meses y Cecilia de apenas tres meses. Enmarcados en las conductas propias de la clandestinidad, por obediencia a la organización terrorista y razones de seguridad, es posible que no existiera conocimiento previo entre quienes acogían y los refugiados, incluso parece ser que los dueños de casa desconocían el verdadero nombre de sus huéspedes. Rodrigues entendía que para ese momento, su misión consistía en “salvar los restos del naufragio” ya que la vitalidad de la guerrilla estaba muy menguada.
El 20 de octubre de 1976, a hora temprana, esa casa segura de la organización resultó no serlo tanto. A las seis de la mañana golpearon la puerta y cuando María Josefa abrió fue apuntada al mentón por el caño de un arma y varios efectivos policiales irrumpieron en el domicilio. Ella, su marido y María Julia Morresi fueron rápidamente reducidos, Fernando Pierola, en cambio, alcanzó a escapar por los fondos; pero fue perseguido y atrapado. Durante la mañana permanecieron en la casa. Al medio día todos, incluyendo a las dos pequeñas, fueron trasladados a la Jefatura de Policía. María Josefa Estévez, con las dos nenas, fue ingresada por la guardia donde la esperaban su madre Julia Benítez y su hermana María Julia, quienes se hicieron cargo de las niñas.
Luego, según el propio testimonio de María Josefa Estévez, vendada y esposada, fue alojada en distintos lugares del mismo edificio. De tal suerte llegó a una casa de buena calidad, dependencia que denominaban “La casa del Coronel” donde había muchos detenidos. A las mujeres, que eran pocas, las alojaron en una habitación que debía ser dormitorio. Durante el tiempo que permaneció allí, con el ambiente impregnado de un olor espantoso, mezcla de transpiración y orín, desde donde podían escuchar gritos de otros detenidos, compartió espacio con Milagros Palacios, a la que pese a estar vendada pudo ver en algún momento que presentaba quemaduras y otras lesiones propias de la tortura que la habían dejado en un estado de enajenación tal que solamente repetía un poema. Trasladada María Josefa a otro lugar le dijeron que no la podían pasar a disposición del Poder Ejecutivo Nacional porque ella no tenía ninguna declaración. A fines de julio de 1977 le hicieron firmar su declaración, siempre según su relato bajo tortura y con los ojos vendados, en ese interín le hicieron tres simulacros de fusilamiento, la picanearon y la golpearon. Durante tales sesiones de tortura no recuerda que fuera interrogada sobre nada puntual ni que pudiera tener alguna utilidad, incluso una vez la hicieron rezar el Padre Nuestro para ver si lo sabía. A fines de setiembre del 77 la llevaron junto con otras detenidas a la cárcel de Villa Devoto. Recuperó su libertad en diciembre de 1982. Monseñor Jorge Kemerer, el obispo de Misiones, le dijo a la familia Estévez que, después de la muerte de Roberto en la Guerra de Malvinas, personalmente había pedido por la libertad de María Josefa argumentado “que la familia ya había sufrido mucho”.
Ciertamente la familia Estévez sufrió mucho. La detención de María Josefa conmocionó la vida familiar afectando profundamente a sus padres, tanto como a cada uno de sus hermanos. Por supuesto la madre, Julia Bertha Benítez Chapo, resultó quién con mayor intensidad padeció la prisión de María Josefa; padecimiento al que puede atribuirse sin que sea aventurado hacerlo el deterioro de su salud que la llevó a una muerte temprana.
Aunque con el correr de los años, dado el descrédito del Proceso y el constante machacar de un relato que falseando la memoria sirve al negocio de los derechos humanos, pareciera que haber militado a favor de cualquier organización terrorista fuera algo digno de elogio; la verdad es que en esos años existía un generalizado reproche de la sociedad hacia los guerrilleros y sus simpatizantes, reproche que también se hacía sentir sobre los familiares de los desaparecidos, muertos o detenidos por causa de su enrolamiento guerrillero.
El cadete Roberto Estévez, dada la detención de su hermana, quedó bajo una discreta observación por parte de sus superiores. Más allá de esto, no tuvo que soportar ninguna clase de molestia o acoso. Estaba bien conceptuado por sus compañeros e instructores, lo bastante como para disipar cualquier sombra de sospecha que la elección de María Josefa pudiera proyectar sobre él. No era ni el primero ni el último militar en tener un pariente cercano involucrado con la guerrilla; esa partición de las familias es una característica de las guerras civiles que, vale subrayarlo, por razones obvias no suele darse en casos de genocidio.
Los cadetes del Arma de Infantería se repartían en tres compañías. Roberto Estévez pertenecía a la segunda. Norman Reynoso recuerda que dado el carácter y la ideología que revelaba Estévez, sus compañeros le decían que debió haber ido a la primera compañía, que era en esos años más afín a la idea de Dios, Patria y Hogar, en tanto que los de la segunda eran de tendencias más liberales; y había una tercera a la que llamaban la de los corredores. La elección de quienes iban a cada compañía como oficiales instructores mantenía concordancia con ese espíritu, lo que también generaba cierta competencia, no sólo con las otras armas sino entre las compañías de los infantes.
Entre 1976 y 1978 el entonces teniente Mario Chretien se desempeñó como instructor del Colegio Militar de la Nación. El grupo de la Promoción 109 al que pertenecía Estévez tenía buena predisposición para el aprendizaje y revelaba una disposición particular para brindarse al servicio. En el caso de Estévez el instructor apreciaba que fuera estricto y que desde la constancia de lo metódico siempre tratara de superarse, especialmente porque lo hacía sin ánimo de figuración. Era uno de los cadetes más silenciosos, al que por momentos le afloraban en la mirada sus problemas personales. En los ojos llevaba un dejo de pena que acompañaba sus silencios.
Con todo, al finalizar su segundo año del Colegio Militar, apenas computaba algunas pocas sanciones disciplinarias por cuestiones menores como desempeñarse con demora en la entrega de un memorándum a la subunidad, jugar de mano, presentarse a formación incorrectamente vestido o, algo que siempre le había gustado: tener el cabello largo. En la evaluación final se lo exhortaba a mejorar la conducta, pero se le reconocía rendir sin problemas las exigencias del curso por ser lo suficientemente responsable y serio como para no necesitar de controles a la hora de trabajar.
Cuando María Josefa fue trasladada a Villa Devoto, María Julia viajaba a Buenos Aires para hacer lo que llamaba “el tour carcelario” que comprendía visitas a la cárcel y al Colegio Militar. Así, por intermedio de ella los dos hermanos, la montonera y el militar, tenían noticias uno del otro.
La madre de Estévez falleció a comienzos de 1978. En su temprana muerte, a los 56 años, influyó mucho la gran preocupación de Julia Bertha por su hija María Josefa. Nunca pudo entender lo que había ocurrido, quería creer que su hija no tenía nada que ver con la subversión y que, en cualquier caso, sería liberada pronto, pero no podía dejar de reprochar el riesgo corrido por sus nietas. Y es que esa parte de la juventud de los setenta que se involucró con la lucha armada a través de las guerrillas, aunque hoy producto de la desmemoria selectiva sean reivindicados como “jóvenes idealistas”, tenían sus valores completamente torcidos, tan torcidos como para no anteponer la seguridad de sus hijos al mandato de sus organizaciones.
Para la familia Estévez la navidad de 1978 fue durísima, en esa fecha que es cuando más se sienten las ausencias de cada año –lo sabe cualquiera que haya perdido a un ser querido- en Don Pipo Estévez el dolor por la muerte de su esposa Julia se potenciaba con la prisión de María Josefa y la distancia de Roberto, quien había sido destinado al Regimiento de Infantería 25 que se encuentra emplazado en Sarmiento, al sur de la Provincia de Chubut, donde la tensión con Chile se vivía de modo muy intenso.
En la mañana del viernes 26 de diciembre de 1980, Roberto "Toto" Estévez se vistió de traje y corbata para ir hasta el Servicio Penitenciario Federal logrando poder anticipar la visita a su hermana María Josefa, que tenía prevista para el 27. Lograda la autorización se dirigió al penal de Villa Devoto.
Reunido con su hermana, según narró en una de sus cartas, encontró que “Josefa está aceptablemente bien en su aspecto, sigue de buen carácter, con esa forma de ser tan risueña que habla de su fortaleza admirable, de su voluntad, de su temple, de su espíritu de triunfo y superación… Y aunque parezca increíble y al borde de lo irracional ella ingresó en su 5to año de detención sin que hasta ahora alguien se haya dignado a decirle porque carajo está detenida ¿Puede haber alguien que con argumentos sólidos explique eso?”.
La protesta por la situación procesal de de María Josefa Estévez, lo mismo que el amor que sentía por ella, no le impedía tener clara conciencia de la subversión como enemigo, y en tal sentido sentenciaba en carta a su novia: "Siempre voy a tratar de que con quienes amo, explique todas las medidas preventivas para que no se repita lo que he sufrido en carne propia y que tanto quilombo causó a mi familia. Si algún día querés, te voy a dar para que leas tantos trabajos que tengo sobre la subversión y sus métodos y técnicas algunos son obra mía otros ajenos”.
Como ejemplo de esa conciencia del accionar subversivo, Estévez se manifestaba contrario a una eventual ley de arancelamiento universitario, ya que en su opinión “Va contra el bien común y da por el suelo con la tradición educativa argentina, que nos colocó entre los precursores de la escuela accesible a todos por ser gratuita y obligatoria. Pero, ¿A quién le importa que haya muchísima gente que a partir de ahora no pueda estudiar más? ¿Sabés a quién sí le importa? A la subversión que va a seguir atentamente todo el proceso de formación del resentimiento y el rencor en todos los que a partir de ahora quedarán desplazados de la educación. La subversión va a encargarse de explotar ese rencor hasta hacerla odio y canalizarla para sus fines”.
Tras visitar a María Josefa en la cárcel, el mismo día luego de almorzar junto a Octavio y María Julia, Roberto se hizo cortar el pelo para ir volviendo a la normalidad y tomó alojamiento en el Círculo Militar.
Cuando a instancias del Teniente Coronel Mohamed Alí Seineldin, Roberto Estévez realizó en 1981 el durísimo curso de comandos dirigido por el Mayor Aldo Rico, sufrió un paro cardíaco en la prueba conocida como "campo de prisioneros". Sin signos vitales fue sacado del pozo tipo vietnamita en el que se le daba trato de prisionero y reanimado por el médico. Sorprendentemente se repuso y pidió reintegrarse al curso, lo que (más sorprendente aún por el riesgo que implicaba) fue aceptado por Rico.
Con el nivel de exigencia extremo en los cursos de formación de comandos de las fuerzas armadas de todo el mundo, si bien los riesgos son minimizados a través del perfeccionamiento, no es sorprendente que se produzcan bajas mortales o heridas de gravedad. Ya sea por las condiciones climáticas, el uso de munición y explosivos, el agotamiento físico, los errores humanos que acentúa el cansancio, o cualquiera de los tantos imprevistos surgidos por la compleja relación de aquellos factores, el aspirante a comando corre los riesgos propios de adquirir una virtual experiencia de combate; experiencia que debe ser lo más cercana posible a las adversidades que se dan en la realidad de la batalla. Por eso aquella frase simple de entendimiento complejo: “entrenamiento duro, combate fácil”.
Roberto Estévez entendía que el conocimiento técnico sobre armas y explosivos significaba poca cosa sin la determinación y la capacidad de atravesar ese umbral de brutalidad. Al fin de cuentas, la guerra es una experiencia brutal para la que no tiene sentido prepararse entre algodones. Y si para todos los cursantes ser tomado prisionero significaba poner la voluntad de seguir bajo tensión, mucho más en el caso de Estévez. Teniendo a su hermana María Josefa presa por estar vinculada con la organización terrorista Montoneros, es imposible que Toto no pensara en ella al quedar en condición de cautivo. Aquello que era una simulación, un trance del que podía salirse para volver a su libre albedrío con tan sólo pedirlo, era real en el caso de su hermana. Por ello debió pensar que si ella podía resistirlo, también él. Desde que sus superiores en el Colegio Militar conversaron con él acerca de la detención de su hermana, Roberto decidió guardarse sus pensamientos sobre esa situación. Como si fuera un secreto, nunca habló del tema con sus camaradas, ni siquiera con aquellos amigos a los que se sentía muy cercano. No se trataba de vergüenza, ni de resquemor por la opinión de los demás, ni tampoco a la pretensión de olvidar, mucho menos porque pudiera perjudicar su carrera. Sencillamente por su carácter reservado no compartía sus dolores más profundos.
La dureza del campo de prisioneros colocaba a los instructores en una situación de paradójica ambivalencia, ya que si bien tenían que esmerilar física y emocionalmente a los cursantes durante los interrogatorios, al mismo tiempo debían cuidarlos en su integridad. Pese a la apariencia, los tres días de maltrato como prisioneros no buscaban quebrar a los cursantes sino fortalecerlos. Es sabido que la posibilidad del humano para infringir daño a sus semejantes no tiene límite, por lo tanto se debía ser muy cuidadoso para sostener la línea ética en el delicado equilibrio entre la simulación y el horror. El objetivo es que en caso de caer prisionero el comando no se desmorone con la fea impresión del primer momento, y de allí en más que resista lo que pueda.
Si en otra etapa del curso un aspirante pedía irse se lo eyectaba de inmediato. En el campo de prisioneros no. Ahí los instructores podían permitirse alguna contemplación sobre un terreno donde la frontera entre la bondad y el sadismo corre riesgo de confundirse. De hecho, si se entrena a alguien para resistir la tortura se le está garantizando que, de llegar a esa instancia en manos del enemigo, eventualmente se le torturará durante más tiempo y con mayor intensidad. Al torturador le gustan los huesos duros.
En tal sentido, el cabo Faustino Olmos, otro de los cinco cursantes del Regimiento 25, con dolor en la pierna y sintiendo que la experiencia de ser prisionero estaba a punto de superarlo pidió salir. En ese momento el mayor Aldo Rico, el Ñato, se acercó a él y lo instó a seguir:
- Aguante soldado, esto no es nada –le dijo calmo y sonriente.
Sin saber si dar las gracias o rajarle una soberana puteada, el bravo Olmos apretó los dientes y siguió resistiendo. Le quedó de recuerdo, en la pierna, las marcas por la certera mordida del perro enfurecido que le lanzaron encima.
Luego vendría Malvinas y toda la determinación del Teniente Roberto Estévez se iba a sintetizar en una sola palabra, dicha a sus hombres al momento de ir al cumplimiento del deber: "¡Seguirme!". Cayó combatiendo de manera heroica el 28 de Mayo de 1982, cuidando siempre de sus soldados, a los que aún después de muerto siguió protegiendo por servir su cuerpo de parapeto.
Pero no voy a extenderme sobre su ejemplar comportamiento en la Guerra de Malvinas, doy por sentado que todos los lectores de este blog conocen perfectamente.
Este artículo, extenso, sólo quiere dejar claro que en nuestra historia reciente no hay cabida para interpretaciones simplistas. La Guerra Sucia no ocurrió porque un día Videla estaba aburrido y llamó a Massera diciendo: "Negro, esta Suiza sudamericana es un embole, ¿que te parece si para divertirnos matamos gente?". Esa idea absurda es poco menos la que se intentó imponer clamando memoria, verdad y justicia para construir un relato mentiroso, llevado al extremo de la simplificación, que dio lugar al fraude con los derechos humanos, la estafa con los desaparecidos y la colosal injusticia de los llamados "juicios de lesa humanidad", que no son otra cosa que una sucesión de farsas en el mayor prevaricato de la historia judicial argentina.
La mentira no hace honor a los muertos de ningún bando, ni al sufrimiento de tantas familias que siendo atravesadas por la complejidad de la historia vieron a hermanos volver armas entre sí. La mentira nos condena a seguir siendo un eterno jardín de infantes. La mentira nos hizo y nos hace un país decadente. La mentira nos hace olvidar que en aquellos años la muerte fue idolatrada por muchos que terminaron muertos.
He dicho mil veces y repito: puedo cuestionar métodos utilizados durante la Guerra Sucia, pero no estoy dispuesto a renegar de la victoria, porque no soy neutral, soy argentino, y tengo clara conciencia de quienes son los míos y quienes el enemigo.
Ahora bien, ni los míos eran todos tan buenos ni los otros eran todos tan malos. Mientras sigamos sin entender la complejidad de la época y lo que cualquiera podía verse influenciado por su entorno, vamos a seguir empantanados de pasado.
Por suerte, y por el esfuerzo de muchos, hay clima de cambio cultural por el que cuando alguien insiste con los 30.000 desaparecidos, la existencia de genocidio o negar los crímenes de las organizaciones terroristas dirigidas desde Cuba, se alzan voces masivas diciendo que eso es mentira; lo que antes sólo decían unos pocos.
Claro que no basta con pasar de la mentira a la verdad, es preciso cortar todas las absurdas injusticias a las que ha dado lugar la mentira. Y esas injusticias seguirán ocurriendo mientras quede un sólo preso por haber participado de la Guerra Sucia.
La injusticia es tan grosera que queda a la vista de todos los que tengan voluntad de ver.
Resulta inverosímil que se califique como terrorismo de Estado a lo actuado por las fuerzas argentinas y se excluya de esa calificación a la organización terrorista Montoneros, que entre 1978 y 1982 quedó en evidencia como parte integrante del Estado Cubano, por estar emplazada su "Comandancia Militar" en oficinas de La Habana dentro del servicio de Inteligencia exterior de la dictadura castrista, misma a la que iba el dinero de secuestros perpetrados por montoneros.
Resulta aún más inverosímil que el jefe de esa organización terrorista dirigida desde Cuba, Mario Eduardo Firmenich, quien decidía quienes debían morir, goce de libertad para desempeñarse como asesor de la dictadura nicaragüense, mientras que quienes entonces eran jóvenes cabos o subtenientes sin ningún poder decisión, estén privados de su libertad, secuestrados por los jueces del prevaricato, por la mera presunción de que no podían no saber.
Superar la mentira, en mi opinión, significa orientar el país hacia la irrestricta supremacía de la Constitución Nacional, cuyo amparo debe llegar a todos los argentinos, sean los que nos agradan o los que nos desagradan. Hoy aquellos argentinos que vencieron al terrorismo castrista han sido excluidos del amparo de la Constitución Nacional por el prevaricato sistematizado desde 2003.
Espero sirva este artículo al entendimiento de la cuestión. Los datos aquí volcados sobre los hermanos Estévez, la montonera y el militar, han sido tomados de "Toto" (Vida del teniente Roberto Estévez, el chico que soñaba pelear en Malvinas) libro que escribí junto con Marisa Bisceglia allá por el 2012 y que no fue publicado por decisión ella, quien finalmente publicó su aporte en el libro: "Cartas de amor y coraje", cuya lectura recomiendo.
Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha,
un liberal que no habla de economía.
Precisa e imprescindible descripción. Reconforta advertir la valentía que requieren aportes como éste, a la historia reciente. Felicitaciones Ariel. Desearía poder intercambiar experiencias, café de por medio.
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