Bajo el gobierno militar el doloroso y complejo entramado de la historia argentina siguió engarzando, a través de la violencia de los hechos, las causas con sus fatales consecuencias. Luego del ataque de Montoneros al Regimiento de Monte 29 en Formosa, el guerrillero e ingeniero químico José Luis Aspiazu, que con rango de oficial segundo había participado de la Operación Primicia, comenzó a ser sospechado de doble agente por algunos de sus compañeros. Los Aspiazu eran una familia tradicional de Curuzú Cuatiá. José Luis, hijo de un teniente coronel farmacéutico, había sido detenido y liberado en 1974, momento a partir del cual creían que pudo haber comenzado a pasar información al Ejército.
Montoneros seguía materializando atentados terroristas como la detonación de una bomba en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal. Ese hecho, ocasionando la muerte de 23 personas e hiriendo a otras 66, se constituyó en el mayor atentado terrorista perpetrado hasta entonces mediante bomba contra la República Argentina. Así se mantuvo hasta que el 17 de marzo de 1992 ocurriera voladura de la Embajada de Israel, que dejó 22 muertos y 249 heridos. Dos años luego, el triste récord sería batido nuevamente con el atentado contra la AMIA que provocó 85 muertos y cerca de 300 heridos.
No obstante querer los terroristas intensificar sus acciones, el intenso despliegue contrainsurgente de las fuerzas estatales iba demostrando ser eficiente provocando cuantiosas bajas guerrilleras. El ERP, muy debilitado luego de su derrota en Monte Chingolo, quedó finalmente descabezado el 19 de julio de 1976, cuando en Villa Martelli, Partido de Vicente López, fueron abatidos Mario Roberto Santucho y Benito Urteaga. Fue una acción emprendida y comandada por el capitán Juan Carlos Leonetti, quien apenas minutos antes había recibido un llamado telefónico alertándolo sobre la ubicación del departamento de la calle Venezuela en el que se refugiaba Santucho. Sabiendo que el jefe del ERP planeaba escapar del país, por lo que el tiempo urgía, el capitán decidió ir por él en compañía de unos pocos hombres, sin montar un operativo grande. Leonetti, que falleció en el intercambio de disparos, ofrendó su vida por la victoria del Ejército Argentino; único y verdadero ejército del pueblo.
Mario Eduardo Firmenich, el comandante de Montoneros, y algunos otros jefes de la “Orga” tuvieron mucha mejor suerte que Santucho en el curso de la guerra, no así sus tropas que iban siendo diezmadas en todo el país. Consecuentemente la paranoia de la contrainteligencia montonera comenzó a ver traidores por todas partes. En agosto de 1976, sospechado de delator, le llegó el turno de enfrentar un juicio revolucionario a José Luis Aspiazu, quien en una farsa de proceso sumario fue encontrado culpable de traición, delación, conspiración y acumulación de poder. Atado de pies y manos, con los ojos vendados y una mordaza en la boca, el cadáver de Aspiazu apareció el 13 de agosto del 76 arrojado dentro de una zanja en la ciudad de Corrientes. Lo habían ejecutado pegándole seis balazos de calibre 9 mm.
Las ejecuciones eran parte de la disciplina montonera, como en cualquier organización guerrillera. “Pero incluso los admiradores de los Montoneros debían de sentirse a veces desconcertados ante la forma de vida sobrehumana exigida a los combatientes. Convertirse en un guerrillero profesional suponía, a menudo, no sólo romper con la familia y los amigos y con los medios de subsistencia no dependientes de la organización, sino también comportarse conforme al fantástico mundo heroico que las publicaciones y comunicados guerrilleros procuraban ofrecer continuamente”, observa Gillespie en su libro "Montoneros. Soldados de Perón".
El 26 de agosto de 1975 Montoneros, considerando que “la tortura es perfectamente soportable” (algo que ningún jerarca montonero, ya sea Firmenich, Vaca Narvaja o Perdía, tuvo oportunidad de demostrar; lamentablemente para comprensión de los que sí la padecieron) ejecutó la condena a muerte dictada por su tribunal revolucionario en perjuicio de Fernando Haymal, un guerrillero que al ser detenido habría dado información bajo tormentos. Y por la misma razón, en febrero de 1976 también condenó a muerte a Roberto Quieto, miembro de la conducción nacional de Montoneros y un cuadro formado con adiestramiento militar recibido en Cuba. A partir de esos casos, para evitar delaciones de parte de los montoneros capturados por las fuerzas estatales, se decidió fabricar y distribuir pastillas de cianuro entre los guerrilleros a fin de que pudieran suicidarse antes que caer prisioneros. Enamorados de la muerte, los montoneros iban construyendo una mística suicida, a tono con el terror que podía esperar la sociedad le cayera encima si ellos tomaban el poder. El desprecio por la vida propia y ajena no disminuyó con el correr de los años, e incluso en 1981 cuando la derrota ya era desastrosa e irreversible el jefe montonero, Mario Firmenich, iba a demostrar el crónico desvarío de aquellos a los que el general Perón llamó estúpidos e imberbes al declarar: “Nosotros hacemos de la organización un arma, simplemente un arma, y por lo tanto sacrificamos la organización en el combate a cambio del prestigio político. Tenemos cinco mil cuadros menos, pero ¿cuántas masas más? Esto es el detalle”.
En alguna ocasión Rodolfo Galimberti dijo mordazmente que Montoneros fue la única organización guerrillera que perdió las armas y las tropas pero retuvo el dinero. Toda una síntesis de la evolución montonera.
Según Fernando Vaca Narvaja (partícipe del crimen de Aramburu) la traición a Montoneros se pagaba con un juicio revolucionario que se hacía dentro de la organización en los lugares donde eso se diera, en el propio ámbito, con su jefatura de columna o de unidades territoriales.
Las versiones que circulan sobre la muerte de Aspiazu a partir de la investigación de Mario Vidal, que fuera publicada bajo el título “Operación Gallina” por el Diario Norte de Chaco el 1 de junio de 2003, indican que la parodia de juicio pudo llevarse a cabo en una casa de Corrientes, propiedad de José Floro Almirón, padre de José Pedro Almirón, lugar en el que Fernando Pierola y su esposa María Julia Morresi habrían oficiado como carceleros del acusado. Con la sentencia escrita de antemano, el tribunal revolucionario bajo la presidencia de Reynaldo Amalio Zapata Soñez, oficial primero de Montoneros, con Pedro Francisco Moresi, oficial segundo de Montoneros, asumiendo el rol de Secretario, y la posible participación tanto de Pacio “Oficial Estetoscopio” Deheza como de Jorge Belzon Miño, terminó de sellar el destino de Aspiazu.
Si bien los hechos que rodean la muerte de Aspiazu, más allá de la autoría de Montoneros, distan de estar enteramente esclarecidos en lo que hace a los partícipes del crimen y sus reales motivaciones, lo que sí podemos tener en claro es que para el momento de su ejecución el matrimonio conformado por Alejandro Rodrigues y María Josefa Estévez se encontraba involucrado con la Organización Montoneros. Tan involucrado como para que su vivienda, en la que moraban con sus dos pequeñas hijas, fuera utilizada a modo de “casa segura” para escondite de otros montoneros. Era una constante de las organizaciones terroristas ERP y Montoneros exponer menores como cobertura de sus acciones.
En octubre de 1976, Fernando Pierola y María Julia Morresi, por indicación de sus mandos guerrilleros, acudieron a refugiarse en una casa céntrica de la Ciudad de Posadas, ubicada más precisamente sobre la calle Córdoba entre Junín y Ayacucho. Llegaban allí provenientes de Chaco, huyendo de las fuerzas del orden. Vale reiterar, para subrayar la locura de la época, que esa casa segura y de tránsito para los guerrilleros era el domicilio donde Alejandro Rodrigues y María Josefa Estévez vivían junto a sus dos pequeñas hijas, María Victoria de un año y nueve meses y Cecilia de apenas tres meses. Enmarcados en las conductas propias de la clandestinidad, por obediencia a la organización terrorista y razones de seguridad, es posible que no existiera conocimiento previo entre quienes acogían y los refugiados, incluso parece ser que los dueños de casa desconocían el verdadero nombre de sus huéspedes. Rodrigues entendía que para ese momento, su misión consistía en “salvar los restos del naufragio” ya que la vitalidad de la guerrilla estaba muy menguada.
El 20 de octubre de 1976, a hora temprana, esa casa segura de la organización resultó no serlo tanto. A las seis de la mañana golpearon la puerta y cuando María Josefa abrió fue apuntada al mentón por el caño de un arma y varios efectivos policiales irrumpieron en el domicilio. Ella, su marido y María Julia Morresi fueron rápidamente reducidos, Fernando Pierola, en cambio, alcanzó a escapar por los fondos; pero fue perseguido y atrapado. Durante la mañana permanecieron en la casa. Al medio día todos, incluyendo a las dos pequeñas, fueron trasladados a la Jefatura de Policía. María Josefa Estévez, con las dos nenas, fue ingresada por la guardia donde la esperaban su madre Julia Benítez y su hermana María Julia, quienes se hicieron cargo de las niñas.
Luego, según el propio testimonio de María Josefa Estévez, vendada y esposada, fue alojada en distintos lugares del mismo edificio. De tal suerte llegó a una casa de buena calidad, dependencia que denominaban “La casa del Coronel” donde había muchos detenidos. A las mujeres, que eran pocas, las alojaron en una habitación que debía ser dormitorio. Durante el tiempo que permaneció allí, con el ambiente impregnado de un olor espantoso, mezcla de transpiración y orín, desde donde podían escuchar gritos de otros detenidos, compartió espacio con Milagros Palacios, a la que pese a estar vendada pudo ver en algún momento que presentaba quemaduras y otras lesiones propias de la tortura que la habían dejado en un estado de enajenación tal que solamente repetía un poema. Trasladada María Josefa a otro lugar le dijeron que no la podían pasar a disposición del Poder Ejecutivo Nacional porque ella no tenía ninguna declaración. A fines de julio de 1977 le hicieron firmar su declaración, siempre según su relato bajo tortura y con los ojos vendados, en ese interín le hicieron tres simulacros de fusilamiento, la picanearon y la golpearon. Durante tales sesiones de tortura no recuerda que fuera interrogada sobre nada puntual ni que pudiera tener alguna utilidad, incluso una vez la hicieron rezar el Padre Nuestro para ver si lo sabía. A fines de setiembre del 77 la llevaron junto con otras detenidas a la cárcel de Villa Devoto. Recuperó su libertad en diciembre de 1982. Monseñor Jorge Kemerer, el obispo de Misiones, le dijo a la familia Estévez que, después de la muerte de Roberto en la Guerra de Malvinas, personalmente había pedido por la libertad de María Josefa argumentado “que la familia ya había sufrido mucho”.
Ciertamente la familia Estévez sufrió mucho. La detención de María Josefa conmocionó la vida familiar afectando profundamente a sus padres, tanto como a cada uno de sus hermanos. Por supuesto la madre, Julia Bertha Benítez Chapo, resultó quién con mayor intensidad padeció la prisión de María Josefa; padecimiento al que puede atribuirse sin que sea aventurado hacerlo el deterioro de su salud que la llevó a una muerte temprana.
Aunque con el correr de los años, dado el descrédito del Proceso y el constante machacar de un relato que falseando la memoria sirve al negocio de los derechos humanos, pareciera que haber militado a favor de cualquier organización terrorista fuera algo digno de elogio; la verdad es que en esos años existía un generalizado reproche de la sociedad hacia los guerrilleros y sus simpatizantes, reproche que también se hacía sentir sobre los familiares de los desaparecidos, muertos o detenidos por causa de su enrolamiento guerrillero.
El cadete Roberto Estévez, dada la detención de su hermana, quedó bajo una discreta observación por parte de sus superiores. Más allá de esto, no tuvo que soportar ninguna clase de molestia o acoso. Estaba bien conceptuado por sus compañeros e instructores, lo bastante como para disipar cualquier sombra de sospecha que la elección de María Josefa pudiera proyectar sobre él. No era ni el primero ni el último militar en tener un pariente cercano involucrado con la guerrilla; esa partición de las familias es una característica de las guerras civiles que, vale subrayarlo, por razones obvias no suele darse en casos de genocidio.
Los cadetes del Arma de Infantería se repartían en tres compañías. Roberto Estévez pertenecía a la segunda. Norman Reynoso recuerda que dado el carácter y la ideología que revelaba Estévez, sus compañeros le decían que debió haber ido a la primera compañía, que era en esos años más afín a la idea de Dios, Patria y Hogar, en tanto que los de la segunda eran de tendencias más liberales; y había una tercera a la que llamaban la de los corredores. La elección de quienes iban a cada compañía como oficiales instructores mantenía concordancia con ese espíritu, lo que también generaba cierta competencia, no sólo con las otras armas sino entre las compañías de los infantes.
Entre 1976 y 1978 el entonces teniente Mario Chretien se desempeñó como instructor del Colegio Militar de la Nación. El grupo de la Promoción 109 al que pertenecía Estévez tenía buena predisposición para el aprendizaje y revelaba una disposición particular para brindarse al servicio. En el caso de Estévez el instructor apreciaba que fuera estricto y que desde la constancia de lo metódico siempre tratara de superarse, especialmente porque lo hacía sin ánimo de figuración. Era uno de los cadetes más silenciosos, al que por momentos le afloraban en la mirada sus problemas personales. En los ojos llevaba un dejo de pena que acompañaba sus silencios.
Con todo, al finalizar su segundo año del Colegio Militar, apenas computaba algunas pocas sanciones disciplinarias por cuestiones menores como desempeñarse con demora en la entrega de un memorándum a la subunidad, jugar de mano, presentarse a formación incorrectamente vestido o, algo que siempre le había gustado: tener el cabello largo. En la evaluación final se lo exhortaba a mejorar la conducta, pero se le reconocía rendir sin problemas las exigencias del curso por ser lo suficientemente responsable y serio como para no necesitar de controles a la hora de trabajar.
Cuando María Josefa fue trasladada a Villa Devoto, María Julia viajaba a Buenos Aires para hacer lo que llamaba “el tour carcelario” que comprendía visitas a la cárcel y al Colegio Militar. Así, por intermedio de ella los dos hermanos, la montonera y el militar, tenían noticias uno del otro.
La madre de Estévez falleció a comienzos de 1978. En su temprana muerte, a los 56 años, influyó mucho la gran preocupación de Julia Bertha por su hija María Josefa. Nunca pudo entender lo que había ocurrido, quería creer que su hija no tenía nada que ver con la subversión y que, en cualquier caso, sería liberada pronto, pero no podía dejar de reprochar el riesgo corrido por sus nietas. Y es que esa parte de la juventud de los setenta que se involucró con la lucha armada a través de las guerrillas, aunque hoy producto de la desmemoria selectiva sean reivindicados como “jóvenes idealistas”, tenían sus valores completamente torcidos, tan torcidos como para no anteponer la seguridad de sus hijos al mandato de sus organizaciones.
Para la familia Estévez la navidad de 1978 fue durísima, en esa fecha que es cuando más se sienten las ausencias de cada año –lo sabe cualquiera que haya perdido a un ser querido- en Don Pipo Estévez el dolor por la muerte de su esposa Julia se potenciaba con la prisión de María Josefa y la distancia de Roberto, quien había sido destinado al Regimiento de Infantería 25 que se encuentra emplazado en Sarmiento, al sur de la Provincia de Chubut, donde la tensión con Chile se vivía de modo muy intenso.
En la mañana del viernes 26 de diciembre de 1980, Roberto "Toto" Estévez se vistió de traje y corbata para ir hasta el Servicio Penitenciario Federal logrando poder anticipar la visita a su hermana María Josefa, que tenía prevista para el 27. Lograda la autorización se dirigió al penal de Villa Devoto.
Reunido con su hermana, según narró en una de sus cartas, encontró que “Josefa está aceptablemente bien en su aspecto, sigue de buen carácter, con esa forma de ser tan risueña que habla de su fortaleza admirable, de su voluntad, de su temple, de su espíritu de triunfo y superación… Y aunque parezca increíble y al borde de lo irracional ella ingresó en su 5to año de detención sin que hasta ahora alguien se haya dignado a decirle porque carajo está detenida ¿Puede haber alguien que con argumentos sólidos explique eso?”.
La protesta por la situación procesal de de María Josefa Estévez, lo mismo que el amor que sentía por ella, no le impedía tener clara conciencia de la subversión como enemigo, y en tal sentido sentenciaba en carta a su novia: "Siempre voy a tratar de que con quienes amo, explique todas las medidas preventivas para que no se repita lo que he sufrido en carne propia y que tanto quilombo causó a mi familia. Si algún día querés, te voy a dar para que leas tantos trabajos que tengo sobre la subversión y sus métodos y técnicas algunos son obra mía otros ajenos”.
Como ejemplo de esa conciencia del accionar subversivo, Estévez se manifestaba contrario a una eventual ley de arancelamiento universitario, ya que en su opinión “Va contra el bien común y da por el suelo con la tradición educativa argentina, que nos colocó entre los precursores de la escuela accesible a todos por ser gratuita y obligatoria. Pero, ¿A quién le importa que haya muchísima gente que a partir de ahora no pueda estudiar más? ¿Sabés a quién sí le importa? A la subversión que va a seguir atentamente todo el proceso de formación del resentimiento y el rencor en todos los que a partir de ahora quedarán desplazados de la educación. La subversión va a encargarse de explotar ese rencor hasta hacerla odio y canalizarla para sus fines”.
Tras visitar a María Josefa en la cárcel, el mismo día luego de almorzar junto a Octavio y María Julia, Roberto se hizo cortar el pelo para ir volviendo a la normalidad y tomó alojamiento en el Círculo Militar.
Cuando a instancias del Teniente Coronel Mohamed Alí Seineldin, Roberto Estévez realizó en 1981 el durísimo curso de comandos dirigido por el Mayor Aldo Rico, sufrió un paro cardíaco en la prueba conocida como "campo de prisioneros". Sin signos vitales fue sacado del pozo tipo vietnamita en el que se le daba trato de prisionero y reanimado por el médico. Sorprendentemente se repuso y pidió reintegrarse al curso, lo que (más sorprendente aún por el riesgo que implicaba) fue aceptado por Rico.
Con el nivel de exigencia extremo en los cursos de formación de comandos de las fuerzas armadas de todo el mundo, si bien los riesgos son minimizados a través del perfeccionamiento, no es sorprendente que se produzcan bajas mortales o heridas de gravedad. Ya sea por las condiciones climáticas, el uso de munición y explosivos, el agotamiento físico, los errores humanos que acentúa el cansancio, o cualquiera de los tantos imprevistos surgidos por la compleja relación de aquellos factores, el aspirante a comando corre los riesgos propios de adquirir una virtual experiencia de combate; experiencia que debe ser lo más cercana posible a las adversidades que se dan en la realidad de la batalla. Por eso aquella frase simple de entendimiento complejo: “entrenamiento duro, combate fácil”.
Roberto Estévez entendía que el conocimiento técnico sobre armas y explosivos significaba poca cosa sin la determinación y la capacidad de atravesar ese umbral de brutalidad. Al fin de cuentas, la guerra es una experiencia brutal para la que no tiene sentido prepararse entre algodones. Y si para todos los cursantes ser tomado prisionero significaba poner la voluntad de seguir bajo tensión, mucho más en el caso de Estévez. Teniendo a su hermana María Josefa presa por estar vinculada con la organización terrorista Montoneros, es imposible que Toto no pensara en ella al quedar en condición de cautivo. Aquello que era una simulación, un trance del que podía salirse para volver a su libre albedrío con tan sólo pedirlo, era real en el caso de su hermana. Por ello debió pensar que si ella podía resistirlo, también él. Desde que sus superiores en el Colegio Militar conversaron con él acerca de la detención de su hermana, Roberto decidió guardarse sus pensamientos sobre esa situación. Como si fuera un secreto, nunca habló del tema con sus camaradas, ni siquiera con aquellos amigos a los que se sentía muy cercano. No se trataba de vergüenza, ni de resquemor por la opinión de los demás, ni tampoco a la pretensión de olvidar, mucho menos porque pudiera perjudicar su carrera. Sencillamente por su carácter reservado no compartía sus dolores más profundos.
La dureza del campo de prisioneros colocaba a los instructores en una situación de paradójica ambivalencia, ya que si bien tenían que esmerilar física y emocionalmente a los cursantes durante los interrogatorios, al mismo tiempo debían cuidarlos en su integridad. Pese a la apariencia, los tres días de maltrato como prisioneros no buscaban quebrar a los cursantes sino fortalecerlos. Es sabido que la posibilidad del humano para infringir daño a sus semejantes no tiene límite, por lo tanto se debía ser muy cuidadoso para sostener la línea ética en el delicado equilibrio entre la simulación y el horror. El objetivo es que en caso de caer prisionero el comando no se desmorone con la fea impresión del primer momento, y de allí en más que resista lo que pueda.
Si en otra etapa del curso un aspirante pedía irse se lo eyectaba de inmediato. En el campo de prisioneros no. Ahí los instructores podían permitirse alguna contemplación sobre un terreno donde la frontera entre la bondad y el sadismo corre riesgo de confundirse. De hecho, si se entrena a alguien para resistir la tortura se le está garantizando que, de llegar a esa instancia en manos del enemigo, eventualmente se le torturará durante más tiempo y con mayor intensidad. Al torturador le gustan los huesos duros.
En tal sentido, el cabo Faustino Olmos, otro de los cinco cursantes del Regimiento 25, con dolor en la pierna y sintiendo que la experiencia de ser prisionero estaba a punto de superarlo pidió salir. En ese momento el mayor Aldo Rico, el Ñato, se acercó a él y lo instó a seguir:
- Aguante soldado, esto no es nada –le dijo calmo y sonriente.
Sin saber si dar las gracias o rajarle una soberana puteada, el bravo Olmos apretó los dientes y siguió resistiendo. Le quedó de recuerdo, en la pierna, las marcas por la certera mordida del perro enfurecido que le lanzaron encima.
Luego vendría Malvinas y toda la determinación del Teniente Roberto Estévez se iba a sintetizar en una sola palabra, dicha a sus hombres al momento de ir al cumplimiento del deber: "¡Seguirme!". Cayó combatiendo de manera heroica el 28 de Mayo de 1982, cuidando siempre de sus soldados, a los que aún después de muerto siguió protegiendo por servir su cuerpo de parapeto.
Pero no voy a extenderme sobre su ejemplar comportamiento en la Guerra de Malvinas, doy por sentado que todos los lectores de este blog conocen perfectamente.
Este artículo, extenso, sólo quiere dejar claro que en nuestra historia reciente no hay cabida para interpretaciones simplistas. La Guerra Sucia no ocurrió porque un día Videla estaba aburrido y llamó a Massera diciendo: "Negro, esta Suiza sudamericana es un embole, ¿que te parece si para divertirnos matamos gente?". Esa idea absurda es poco menos la que se intentó imponer clamando memoria, verdad y justicia para construir un relato mentiroso, llevado al extremo de la simplificación, que dio lugar al fraude con los derechos humanos, la estafa con los desaparecidos y la colosal injusticia de los llamados "juicios de lesa humanidad", que no son otra cosa que una sucesión de farsas en el mayor prevaricato de la historia judicial argentina.
La mentira no hace honor a los muertos de ningún bando, ni al sufrimiento de tantas familias que siendo atravesadas por la complejidad de la historia vieron a hermanos volver armas entre sí. La mentira nos condena a seguir siendo un eterno jardín de infantes. La mentira nos hizo y nos hace un país decadente. La mentira nos hace olvidar que en aquellos años la muerte fue idolatrada por muchos que terminaron muertos.
He dicho mil veces y repito: puedo cuestionar métodos utilizados durante la Guerra Sucia, pero no estoy dispuesto a renegar de la victoria, porque no soy neutral, soy argentino, y tengo clara conciencia de quienes son los míos y quienes el enemigo.
Ahora bien, ni los míos eran todos tan buenos ni los otros eran todos tan malos. Mientras sigamos sin entender la complejidad de la época y lo que cualquiera podía verse influenciado por su entorno, vamos a seguir empantanados de pasado.
Por suerte, y por el esfuerzo de muchos, hay clima de cambio cultural por el que cuando alguien insiste con los 30.000 desaparecidos, la existencia de genocidio o negar los crímenes de las organizaciones terroristas dirigidas desde Cuba, se alzan voces masivas diciendo que eso es mentira; lo que antes sólo decían unos pocos.
Claro que no basta con pasar de la mentira a la verdad, es preciso cortar todas las absurdas injusticias a las que ha dado lugar la mentira. Y esas injusticias seguirán ocurriendo mientras quede un sólo preso por haber participado de la Guerra Sucia.
La injusticia es tan grosera que queda a la vista de todos los que tengan voluntad de ver.
Resulta inverosímil que se califique como terrorismo de Estado a lo actuado por las fuerzas argentinas y se excluya de esa calificación a la organización terrorista Montoneros, que entre 1978 y 1982 quedó en evidencia como parte integrante del Estado Cubano, por estar emplazada su "Comandancia Militar" en oficinas de La Habana dentro del servicio de Inteligencia exterior de la dictadura castrista, misma a la que iba el dinero de secuestros perpetrados por montoneros.
Resulta aún más inverosímil que el jefe de esa organización terrorista dirigida desde Cuba, Mario Eduardo Firmenich, quien decidía quienes debían morir, goce de libertad para desempeñarse como asesor de la dictadura nicaragüense, mientras que quienes entonces eran jóvenes cabos o subtenientes sin ningún poder decisión, estén privados de su libertad, secuestrados por los jueces del prevaricato, por la mera presunción de que no podían no saber.
Superar la mentira, en mi opinión, significa orientar el país hacia la irrestricta supremacía de la Constitución Nacional, cuyo amparo debe llegar a todos los argentinos, sean los que nos agradan o los que nos desagradan. Hoy aquellos argentinos que vencieron al terrorismo castrista han sido excluidos del amparo de la Constitución Nacional por el prevaricato sistematizado desde 2003.
Espero sirva este artículo al entendimiento de la cuestión. Los datos aquí volcados sobre los hermanos Estévez, la montonera y el militar, han sido tomados de "Toto" (Vida del teniente Roberto Estévez, el chico que soñaba pelear en Malvinas) libro que escribí junto con Marisa Bisceglia allá por el 2012 y que no fue publicado por decisión ella, quien finalmente publicó su aporte en el libro: "Cartas de amor y coraje", cuya lectura recomiendo.
Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha,
un liberal que no habla de economía.