Al crimen organizado no alcanza con combatirlo dando martillazos cuando se hace visible, igual que hacen los niños en el juego de los cocodrilos. Requiere además afirmar el dominio territorial y un trabajo sutil de Inteligencia que lleve las acciones ofensivas a lo que se esconde bajo superficie, como así también de una política coherente que sin demagogia ni oportunismo coyuntural genere confianza en la población ganando mentes y corazones.
La idea de bajar la edad de imputabilidad penal ronda hace muchos años y recobra fuerza cuando algún crimen cometido por menores conmueve a la sociedad. "Delito de adulto, pena de adulto" se repite desde el gobierno, algunos medios de prensa y buena parte de las redes sociales. Y tal como escribí en otro artículo (CIVILIZACIÓN O BARBARIE, LOS MENORES Y EL DELITO), no estoy de acuerdo con esa consigna.
Complementando aquel artículo y haciendo foco en los menores que son utilizados por organizaciones criminales, propongo pensar la cuestión desde la comprensión de la experiencia de Milgram, el estudio realizado en la Universidad de Yale por Stanley Milgram que en 1979 fuera llevado al cine en una escena memorable de la película "I como Ícaro".
Vale la pena tomarse unos minutos para ver ese fragmento de la muy buena película francesa protagonizada por Yves Montand:
El experimento de Milgram, realizado con adultos, revela como los individuos son proclives a obedecer a la autoridad por sobre el propio discernimiento y sentimiento de lo que consideran correcto.
El dilema moral de la obediencia debida es determinar hasta que punto es razonable dar cumplimiento a una orden. Y no existe una regla universal aplicable a todas las sociedades; especialmente en situaciones excepcionales, como los tiempos de guerra.
En Argentina esa cuestión, al igual que muchas otras, sigue sin resolverse. La obediencia debida fue razonablemente entendida cuando en 1987 se fijó por ley un límite a la pretensión punitiva sobre lo obrado durante la Guerra Antisubversiva (a la que prefiero llamar Guerra Sucia).
Años después esa ley fue derogada con un ánimo revanchista que hace que hoy día estén presos combatientes que por su bajo rango no tenían ninguna facultad de decisión, ni razones para dudar de la legalidad de las órdenes que recibían.
Cómplices en el prevaricato más escandaloso de la historia argentina, han obrado legisladores y jueces ignorando por completo las enseñanzas del experimento de Milgram.
Es tan fácil como equivocado suponer que los individuos, aún siendo adultos y con una formación promedio en términos culturales y educativos, pueden en toda circunstancia discernir por sí mismos el límite de la obediencia debida. Mucho menos cuando se las juzga con parámetros extemporáneos. La realidad impone circunstancias excepcionales que históricamente han arrasado con todo presupuesto idílico. Porque lo que en la asepsia del laboratorio se pretende sea una línea recta y estática siempre resulta ser, en la realidad, sinuosa y movediza siguiendo el ritmo de los cambios sociales.
Esa discusión sigue abierta en la Argentina. No solamente por las aberraciones jurídicas e injusticias del prevaricato en los llamados "juicios de lesa", sino porque en lo cotidiano todo uniformado que participa de un enfrentamiento armado con delincuentes corre riesgo de ser enjuiciado y condenado. Incluso actuando con la mayor responsabilidad y esmero no pueden tener completa certeza de estar protegido por los alcances del cumplimiento del deber frente a la interpretación de los jueces.
Tanto así que otro proyecto del gobierno, con el qué sí estoy plenamente de acuerdo, es blindar jurídicamente la legítima defensa y el cumplimiento del deber. Porque sin importar en el desarrollo de los hechos que el delincuente sea menor o mayor, es preciso asentar desde la doctrina, legislación y la jurisprudencia que todo aquel que inicia una acción delictiva es responsable por todas sus consecuencias inmediatas, incluyendo su propia muerte.
Ahora bien, hasta aquí he referido el experimento Milgram siempre haciendo referencia a lo que la idea de la autoridad representa como dilema para la conducta de los adultos.
No es mi campo de conocimiento y no sé si se ha hecho un experimento similar con menores. Imagino entonces que los resultados podrían no ser muy distintos, pero cabe una sustancial diferencia: se supone que ser adulto implica una edad en la que se ha desarrollado la capacidad de discernir y comprender la norma jurídica, por lo cual para que un adulto reconozca a otro como autoridad, ese otro debe necesariamente estar encuadrado en una razonable legalidad.
Ciertamente un adulto puede ser engañado, tal como se observa en la escena de I como Ícaro, pero ese engaño requiere una puesta en escena que otorgue credibilidad racional al ardid: téngase presente que en la película además del sujeto objeto del experimento resulta engañado el personaje del fiscal que lo presencia y no tengo dudas que buena parte de los espectadores en las butacas del cine experimentaron eso mismo.
Creo que el punto está claro, pero el concepto de autoridad al que responden los menores no es tanto legal como fáctico. Son menores y como tales no están alcanzados por la presunción de conocer el Derecho. La autoridad que reconocen son personas antes que instituciones. Primeramente los padres, cuando los hay. Y hemos vistos padres hacer partícipes de delitos a sus hijos en edades donde no podrían reconocer a nadie más como autoridad. De allí en más, largo e inconducente sería listar todas las circunstancias en que un menor puede reconocer como autoridad a quien no sólo no tiene respaldo legal alguno sino que está fuera de la ley; las malas yuntas sobre las que desde su origen advierte el Tango.
Aclaro que no es la pobreza, ni siquiera en los niveles de miseria que dejó el kirchnerismo, la hacedora de delincuentes juveniles sino el dominio de los delincuentes. Cuando los delincuentes ocupan el lugar de la autoridad los adultos siempre saben que lo están usurpando, los menores en cambio pueden no saberlo. Y digo "pueden no saberlo", porque es obvio que hay rangos de entendimiento que desde la niñez a la vida adulta transita in crescendo toda la adolescencia.
A esta altura de la degradación social que hemos logrado conseguir, no resulta aventurado afirmar que en determinados sitios, esos que desde la identificación de escenarios de Guerra Civil Molecular llamamos "fuera de los límites", porque el Estado ha perdido el control efectivo del territorio, hay menores que de seguro no conocen la existencia de otra autoridad que la del facto delictivo. Un ejemplo claro de ello son los que la prensa suele referir como "soldaditos" del narco.
Sintetizando: Si el Experimento de Milgram probó que individuos adultos son proclives a obedecer a la autoridad por sobre el propio discernimiento y sentimiento de lo que consideran correcto, ¿qué puede esperarse de los menores que por ser tales no tienen plenamente desarrollado su propio discernimiento ni la comprensión legal del concepto de autoridad?
Espero que complementando el articulo arriba referido, al que ratifico en todos sus términos, sirvan estas consideraciones para ayudarnos a pensar la respuesta al interrogante planteado:
¿De verdad creen que se debe y puede juzgar a un menor igual que a un adulto?
Mi respuesta es que para los menores hay que contemplar un régimen diferenciado y que diferencie rangos de entendimiento, ni puerta giratoria ni condena de adultos.
Ojalá el proyecto que está trabajando el gobierno, más allá de la simpleza errónea en su consigna, así lo sepa interpretar.
Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha,
un liberal que no habla de economía.
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