Por Mario Santos.
Nacido y criado en Balvanera,
columnista de La Pluma de la Derecha.
columnista de La Pluma de la Derecha.
Enviado especial a los Estados Unidos.
Para casi todo
el planeta y la gran mayoría de los analistas, el triunfo de Trump fue una gran
sorpresa. Los sectores más liberales o progresistas se abocaron a repudiar el
comportamiento del candidato y no advirtieron un fenómeno que crecía como un
tsunami en el interior del país.
En las ciudades
de las costas del Pacífico y del Atlántico está asentada la población más
progresista del país, mayormente urbana, esa que tiene un elevado nivel
socioeconómico y educativo, que es diversa y multicultural, que conoce y se
interesa por el mundo, que viaja a Europa con cierta frecuencia, que valora la
ecología, que recicla la basura y es consciente del calentamiento global, que
sale a correr todas las mañanas, anda en bicicleta, practica yoga o medita,
toma agua mineral francesa o licuados energizantes de frutas exóticas o
semillas raras. Que se viste a la moda y con ropa sustentable; que no suele
tomar cerveza pero, si lo hace, elige una marca belga o alemana; que lee The
New York Times y The New Yorker, mira la CNN y MSNBC y, aunque puede
ser religiosa o agnóstica, respeta la diversidad y la corrección política o
simplemente se declara espiritual. Que va al cine, al teatro, y visita
galerías de arte con trajes de moda ajustados a sus cuerpos en forma; que
cambia de casa o departamento con frecuencia, y no tiene problema en mudarse a
otra ciudad para ir a la universidad o por cuestiones de trabajo.
Pero existe otro
Estados Unidos asentado en el interior, más inhóspito, rural, e industrial,
donde se asientan los sectores más conservadores que tienen menos ingresos y
educación, pero que tampoco necesitan tanto para vivir porque no gastan en
universidades prestigiosas para sus hijos, coches modernos, vacaciones caras, o
comida orgánica y light. Es gente que vive en pueblos o ciudades
pequeñas; que apenas terminó el secundario y fue a trabajar a la fábrica local,
como su papá y su abuelo, que toma cerveza Budweiser o Bud Light, el rudo
Daniel’s y jamás un scotch; que almuerza rápido en McDonald’s, Dunkin’ Donuts o
pollo frito en KFC; que vive en una misma casa que pagó con un crédito a
treinta años; que es cristiana y va a la iglesia todos los domingos y hasta dos
veces por semana; que maneja poderosas camionetas y ama la caza y la pesca; que
aborrece el aborto y cree en la normalidad de que los hombres se casen con
mujeres. Gente que compra armas hasta en el Walmart y tiene en su casa un
pequeño arsenal para matar ciervos y palomas o, si hiciera falta, defender a
los suyos. Que se informa básicamente con la cadena Fox, desconfía de los
extranjeros y del gobierno federal. Son los Estados Unidos de Trump, y es esta
dicotomía la que analiza en profundidad la periodista de Clarín que vive en
Washington DC, Paula Lugones, en su libro llamado –justamente- Los Estados
Unidos de Trump, el cual compré en la librería Yenny del aeropuerto de
Ezeiza justo antes de salir del país, y estuve leyendo en el avión de United
Airlines.
Mi primer
destino es Houston, Texas, a donde llego luego de un vuelo de unas diez horas.
No espero a salir a la ciudad, sino que ya en el aeropuerto comienzo mis
análisis, a preguntarle a los ciudadanos a quién votaron y por qué. La mayoría
cuenta que a Trump, es justamente por lo antedicho: están cansados de los
políticos de Washington quienes se dedican únicamente a hacer lobby en
lugar de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos; además detestan a los
liberales de las grandes ciudades costeras, a quienes consideran arrogantes; y
hasta ciertos encuestados señalan que votaron a Trump simplemente porque
quieren un cambio, algo diferente.
De Texas me voy
a New Jersey, uno de los estados más “azules” (demócratas, a quienes se
identifica por el color azul de partido), progresistas y liberales. Y si bien
me adentro a los pueblos escondidos entre los bosques, que parecen escenarios
de película yanqui, la influencia del liberalismo de las urbes costeras
es evidente: casi todos votaron por Hillary, odian enormemente a Trump, y no
entienden “cómo su gran nación pudo engendrar semejante monstruo”, como llegan
a afirmar algunos entrevistados.
Al día siguiente
de mi llegada a la costa este me voy de New Jersey a la ciudad de New York, la
cual justo ese día está paraliza por el desfile del orgullo gay, que cruza
Manhattan por importantes avenidas como Broadway y la Quinta. Enormes
contingentes de simpatizantes se suman a la marcha, al igual que grandes grupos
de turistas que se acercan a participar y acompañar este evento que va dejando
a su paso una ciudad sumida en la suciedad y el caos absoluto, razones -entre
otras- por las cuales repudio este tipo de demostraciones.
Más allá de eso,
lo que intento remarcar es el contraste entre estos dos universos absolutamente
diferentes y hasta opuestos, que se ve a simple vista, tal como lo vi yo en el
transcurso de unos pocos días.
Se podría decir
que en cierto modo la sociedad estadounidense es como un péndulo, que oscila
entre el liberalismo demócrata y el conservadurismo republicano. Trump es
simplemente la expresión de uno de esos dos pueblos que coexisten. Es una de
las dos voces americanas, que en este caso logró prevalecer sobre la otra, como
ya ha ocurrido en otras ocasiones.
INFRAESTRUCTURA
Uno de los más grandes problemas del interior de Estados Unidos es el tristísimo estado tercermundista de las rutas, autopistas, cañerías de agua potable, transporte público, y otros servicios básicos estatales, que dan la imagen de un país subdesarrollado.
En los estados
costeros de New Jersey y New York me puedo mover con agilidad y comodidad,
donde los servicios de trenes, subtes, y colectivos, son en general muy
eficientes, rápidos, y están en buenas condiciones.
Sin embargo
cuando estuve en la ciudad de Houston en Texas el panorama era muy distinto: la
gente se quejaba de la ineficiencia y pésimo estado del transporte, y de la
necesidad obligatoria de tener auto propio para poder moverse.
En la ciudad de
Flint, de cien mil habitantes en el estado de Michigan, se respira el abandono,
la impotencia y la desesperación. En este sitio olvidado de la primera potencia
del mundo, la gente se enferma, los niños sufren daños cerebrales irreparables,
y la gente vive y muere envenenada por el agua potable que sale de la
canilla con plomo. Desde hace años. Además tienen que pagar por ella
aunque no la usen. El de Flint es un caso extremo pero no el único: está lleno
de casos de desidia estatal y abandono a lo largo y ancho de los Estados
Unidos, que no viene al caso empezar a enumerar y detallar.
La gente está
harta de pagar impuestos y que los políticos de Washington no les solucionen
sus problemas ni les presten atención. Trump no tuvo empacho en llamar a los
aeropuertos de La Guardia, JFK, y el de Los Ángeles como del tercer mundo e
inferiores en comparación con los supermodernos de Dubái, Qatar, o Singapur.
Por eso no resulta raro que esa gran concentración de votantes se inclinara por
un empresario inmobiliario y constructor, que prometió lanzar un masivo plan de
reconstrucción del país.
CONCLUSIÓN
La victoria de
Trump se comprende por un lado, por el gran choque ideológico y cultural que
existe entre las dos sociedades internas antemencionadas, y por otro lado se
entiende a partir de que fue un hombre que supo leer y darse cuenta de cuáles
eran las necesidades, las angustias, y las quejas de ese pueblo del interior
olvidado por los políticos y las élites urbanas.
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