En la Estación Plaza Miserere de la Línea A del subterráneo, sobre el andén que transitan quienes van en dirección a Plaza de Mayo, hay un sencillo y clásico monumento dedicado a la madre que, naturalmente, lleva por nombre "Madre".
Hoy, mientras aguardaba la llegada de la formación, noté que un muchacho down la contemplaba embelesado. Me llamó la atención, entre la marea de gente, su postura. Erguido como si fuera a ponerse en punta de pie alzando la vista hacia las figuras sobre el pedestal. De pronto hizo con su brazo derecho la señal de la cruz, al estilo de un cura que imparte la bendición, y luego apoyó su mano en la rodilla del niño.
Había algo de inspiración sacra en su proceder, pensé que se confundía con alguna imagen religiosa, porque al bajar la frente me recordó aquellos fieles que rezan posando su mano sobre vírgenes y santos. Fluidamente alzó la testa, retiró la mano y se alejó caminando. Pocos pasos más allá le aguardaba su madre, sentada en uno de los bancos. Al llegar junto a ella le acarició el cabello con la mayor ternura imaginable. La luz de la máquina iluminó el túnel y los dos, tomados de la mano, subieron al vagón.
Me quebré, conmovido quizá. Incapaz de dar un paso dejé ir al tren. Al instante, de modo completamente inusual, todo el habitual movimiento humano cesó. Quedé solo. Acaso, hermosa palabra la palabra "acaso", dueño de la estación y el momento. Sentí entonces que aquella máxima de Antoine de Saint-Exupéry no es tan cierta como parece, no siempre lo esencial es invisible a los ojos. Lo vi.
Después lo de siempre, en la calle y en mí.
Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha
Estado Libre Asociado de Vicente López