Deja de silbar, y recuerda.
Echado cuerpo a tierra sobre el suelo pedregoso,
en las sierras de Córdoba, Tango se preguntó si aquel adiestramiento rápido
sería suficiente para salir vivo de los
Balcanes. El entrenamiento era duro pero tolerable y el jefe de los instructores
no se cansaba de repetir las cosas que enseñaba. También aclaraba que nada de
aquello serviría de algo sin la determinación de cada uno, los misterios de la
naturaleza humana incluyen el comportamiento en la guerra. No hay forma de
descubrirlo hasta no estar ahí.
“Los talones pegados al piso si no quieren que
allá les peguen un balazo, los brazos delante de la cabeza y que el fusil no se
llene de tierra… -decía el instructor mientras pisaba con rudeza los talones
levantados- ¡Ustedes se arrastran, no el fusil!”. No importaba si los brazos se
cortajeaban por reptar entre las piedras, lo primordial era cuidar el FAL,
mantenerlo impecable. Un fusil limpio es un fusil seguro, y de esa seguridad
iba a depender la vida una vez entrado en combate.
La mayoría de los voluntarios argentinos eran
jóvenes de ascendencia croata, de los cuales sólo un par habían hecho el
servicio militar. Ellos compartían una motivación entre patriótica y de sangre
para estar allí, derramando sudores en la trepada de la escarpada ladera. La
independencia de Croacia los atraía como un llamado ancestral, una causa justa por
la cual valía la pena el adiestramiento militar, para correr el riesgo y
llegado el caso morir en el intento.
Entre los no croatas las motivaciones conformaban
una mezcla distinta en cada recluta, y acaso lo que todos compartían, el ideal
que los impulsaba a emplearse en la lejana guerra europea, era el más feroz
anticomunismo.
A diferencia de los argentino-croatas, Tango no
deseaba permanecer en el frente desde su llegada y hasta el fin de la guerra.
Si le hubieran propuesto eso es posible que no hubiese aceptado, lo suyo era
casi curiosidad por descubrir si tendría lo necesario para sobrellevar la
experiencia del combate. Morbo que a los 16 años le había quedado atravesado en
el alma durante la Guerra de Malvinas, cuando después de hacer una larga fila
frente al Ministerio de Defensa le impidieron inscribirse como voluntario por
ser menor y no estar acompañado de su padre. Desde el vamos lo suyo iba a ser
limitado, entrar y salir participando de operaciones de logística para el
traslado de armas. Apoyo.
No es que no le interesara la causa, creía que
la libertad de los croatas necesitaba de la llegada de fierros argentinos. Pero
no al punto de tomarlo como personal. Así fueron sus primeras tres misiones,
excursiones de pocos días entrando fusiles, morteros y municiones hasta
dejarlos en manos de los combatientes para uso inmediato. La noche de la
segunda entrega el resplandor de la batalla iluminaba los contornos en ruinas
de un pueblo de nombre impronunciable, que alguien dijo bajo el traqueteo de
las ametralladoras y que olvidó pronto ante el nerviosismo imperante. Allí
percibió la furia de odios largamente contenidos al ver cuerpos destrozados de
civiles y milicianos. Fue cuando se dijo que no quería morir ahí, de ninguna
manera. Croacia no era Malvinas. A pesar de ello Tango siguió completando
misiones, en parte porque quería cumplir la palabra empeñada con sus
reclutadores y en parte porque temía sentirse cobarde. No, Croacia no era
Malvinas, pero ¿y si lo fuera?
Tenía cierto toque de irrealidad el caminar por
Buenos Aires sabiendo que en cuestión de horas podía morir tan lejos. Y se
sorprendió riendo por la paradoja de temer al dentista cuando, el mismo día en
que rindió examen en la Facultad de Derecho, el perno y corona reemplazó uno de
sus incisivos. Salió del consultorio con la leve incomodidad al morder y la
vana esperanza que la paleta postiza se acomodara pronto. No fue así. Volvió a
cruzar el Atlántico con esa molestia en la boca.
Por el Río Gagka la barcaza cargada de
armamentos, pertrechos varios y equipos de comunicaciones entraba ya en Gospic.
Amistosas manos saludaban desde la costa. Por la belleza del paisaje y la
inminencia del arribo Tango se sintió relajado. Echó el FAL al hombro y se
acercó a la proa para conversar con otro de los voluntarios argentinos. Sonreían.
De la nada, en un instante, presintió que cierta
turbulencia enrarecía y calentaba el aire; lo siguiente fue sentir que tragaba
agua muy por debajo de la superficie. Al sacar la cabeza chocó en arcadas con
el cuerpo de su camarada y los oídos zumbaron filtrando el sonido de
explosiones, apenas logró darse cuenta que el helicóptero serbio ametrallaba
los restos del naufragio. Braceó hacia la costa tratando de llevar el cuerpo
del compañero pero se vio obligado a soltarlo por un dolor eléctrico que le
cruzaba la espalda. Ni siquiera podía continuar dando brazadas para mantenerse
a flote, se hundió un par de veces descubriendo que el horror de ahogarse era
peor que el dolor de intentar flotar. La barcaza se iba a pique sin que su
carga dejara de estallar, vomitando una lluvia de esquirlas con cada explosión.
Desde la costa soldados croatas comenzaron a disparar contra el helico serbio,
que pareció alejarse. Tango se percató entonces que había perdido su FAL. El
dolor de su espalda, comprendió después, era producto de la violencia con que
el correaje se había cortado cuando el cohete serbio hizo blanco en la barcaza
y lo arrojó por el aire.
En cuanto hizo pie dos soldados lo ayudaron a
salir del agua y rápidamente cruzaron el cerco de piedras que bordeaba la
orilla. Con paso apresurado siguieron caminando hasta las ruinas de una casa y
lo sentaron en lo que había sido, antes de la guerra, la esquina de alguna
habitación. Tango intentaba ponerse en situación, el cuerpo era dolor y la
mente confusíón. La fonética croata no ayudaba a pensar con claridad, encima no
escuchaba bien. Los oídos le seguían zumbando y el frío se sentía igual que
agujas picando hasta los huesos. Alguno de los soldados comprendió que no iban
a poder entenderse en croata e intentó decirle algo en un inglés rudimentario,
como el que Tango podía hablar. Otros soldados llegaron pronto. Voluntarios
franceses entre los que había un médico o enfermero, lo mismo da, que tras
revisarlo le hizo saber por señas que no tenía nada roto Lo primero que pudo asumir fue que era el único sobreviviente de los que venían en la barcaza, lo
segundo que no había tiempo para lamentarse. El piloto del helicóptero tenía
cojones, hay que reconocerlo, y su tripulación estaba cebada disparando sin
cesar. Hizo otra pasada ametrallando posiciones cercanas, y seguramente fue por
sus observaciones que la artillería serbia comenzó a castigar la zona. Bajo
fuego entendió perfectamente la fonética de los insultos pronunciados en
croata. El tipo de palabras que se aprenden fácil y que en cualquier guerra se
repiten hasta el hartazgo. Imposible olvidarlas.
Las ruinas de aquella casa no ofrecían
seguridad y uno de los franceses ordenó replegar. Tango hizo de tripas corazón
para movilizarse por sus propios medios. Empapado, con frío, dolorido y
entendiendo que sus camaradas de la barcaza estaban muertos, iba corriendo
cuando el helicóptero se lanzó tras ellos. Los primeros disparos dispersaron el
grupo en la necesidad de no servir de blanco fácil. Solamente uno de los
franceses, armado con un lanzagranadas ruso, echo rodilla en tierra intentando
apuntar, pero las balas del ametralladorista que asomaba por la puerta del
helicóptero lo abatieron antes que pudiera disparar.
Tango reaccionó entonces por puro instinto,
salió de la zanja en la que se había echado cuerpo a tierra y sin pensar corrió
hasta tomar el lanzagranadas. El helico giraba para retirarse y lo tuvo a tiro apenas
acomodó el arma sobre el hombro. El disparo fue preciso aunque nunca había
manipulado un RPG.
Intentaría recordar Tango la explosión y la
caída del helicóptero, pero no puede. Cerró los ojos al gatillar sin volver a
abrirlos hasta después que los serbios se estrellaran en tierra. Vio los restos
arder en el piso, al momento en que uno de los croatas lo abrazaba festejando
el derribo. La artillería siguió barriendo el sector un rato más, luego al fin
un silencio con añoranzas de paz le dejó escuchar el ruido del agua que su mano
temblorosa sacudía dentro de la cantimplora. Lloraba. Y al beber lo notó: el
perno y la corona habían caído en algún lugar entre donde se hundió la barcaza y
donde cayó el helicóptero. Pensó que debía verse ridículo. Sucio, los ojos
hinchados de llanto y con la ausencia de una paleta, se imaginó una suerte de
Alfred Newman; y la risotada lo obligó a escupir. Luego intentó silbar “Mi
Buenos Aires querido”. Al fin logró acomodar los labios y siguió silbando
tangos hasta el día en que pudo ser evacuado. Ya no volvió a Croacia.
Tango lo recuerda al cepillarse los dientes y
notar entre ellos esa paleta que no es exactamente del mismo color. Han pasado
más de veinte años. La independencia croata justificó la muerte de los
voluntarios argentinos que dejaron sus vidas combatiendo en los Balcanes. Sin
embargo, aquello que lo motivó a ir con ellos todavía sigue latiendo en Tango:
todavía se pregunta si, llegado el caso, tendría el valor de pelear en
Malvinas.
“Malvinas sería otra cosa”, supone mientras
vuelve a silbar. Tangos, por supuesto.
Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha
Estado Libre Asociado
de Vicente López