lunes, 7 de marzo de 2011

ANÉCDOTAS DE EXÁMENES


Al regreso de las vacaciones en Mendoza el camino se hizo largo y en el tedio del paisaje riojano apenas veíamos algún que otro auto cada quince o veinte minutos. Creo que fue consecuencia de preguntar a los chicos si estaban ya lo suficientemente descansados como para volver a clases -a lo que respondieron con un "¡No!" rotundo-, que terminamos contando historias de exámenes. 

Así recordé una de esas historias que se contaban en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Nadie puede asegurar que sea cierto, ni negar que haya ocurrido. Dicen -porque doy por sentado que esa anécdota sigue rodando de capilla en capilla cada fecha de examen- que el alumno sentado frente a los tres profesores navegaba por aguas tormentosas directo hacia el naufragio. Manda la tradición que el propio alumno debe tener el tino de saber levantarse cuando la avería es irreparable. Pero ese joven estudiante no se daba por aludido y seguía esperando la próxima pregunta. Cuando las cosas son así llega inevitablemente el salvavidas de plomo y justo antes de la pregunta para hundirlo entró al aula el cafetero con su carro cargado de termos. Entonces el presidente de mesa indicándole al vendedor que se acerque le pidió a viva voz, para que todos lo escuchen, que sirviera "tres cafés y un fardo grande de alfalfa", inmediatamente el alumno se dio vuelta y viendo fijamente a los ojos del cafetero le aclaró, también a viva voz: "Mí café con sacarina".  

Comenzó ahí un repaso por todos nuestros exámenes,  desde el ingreso a la Facultad -donde nos conocimos con mi esposa- y hasta el día en que egresamos. La pregunta de cuál había sido mi mejor examen me dejó dudando. 

Por un lado creo que el mejor examen que di fue el de Filosofía del Derecho, donde fui calificado con un cuatro. Un cuatro rasposo, mínimo y elemental, sin embargo mi mayor satisfacción. ¿Por qué? Simple. Paso a contarlo. Como esa materia no pude cursarla por problemas de horarios, me anoté para rendirla libre, pero llegó la fecha de examen y ni siquiera había visto el programa de estudio. Ya que de todas formas el día en que debería rendir estaba en la Facultad, pasé por la sucursal de Abeledo Perrot para comprar el programa y me dirigí al aula de examen con intención de curiosear un poco por dónde iba la cosa. Allí me pasó algo tan extraño que nunca, ni remotamente, he vuelto a experimentar. Mientras hojeaba el programa sentí que yo sabía, o al menos tenía una opinión para todos y cada uno de los ítems que hacían a la materia Filosofía del Derecho. Como llevado por el destino cuando escuché mi apellido respondí presente y me senté frente a la mesa. No había bolillero y el profesor, un hombre mayor de barba blanca y sonrisa amable, me preguntó si quería comenzar hablando de algún tema en particular.

- Hablemos de qué es el Derecho, que de eso es de lo que trata esta materia -respondí con una tranquilidad y un aplomo que nunca logré tener ni en el examen mejor preparado.

Lo que siguió fue que expuse mi propia teoría del Derecho. Yo hablaba, el profesor asentía y en sus gestos se vislumbraba cierta intriga que no se despejaba del todo cuando me interrumpía para mechar alguna pregunta o pedirme más precisiones sobre algún punto. Fue un examen largo. Al final me dijo: 

- Es suficiente. Ya decidí que lo voy a aprobar, porque usted piensa bien, y no me importa que nunca se haya tomado la molestia de leer un libro de filosofía del Derecho. Porque no leyó ninguno, ¿cierto?
- Cierto.
- Sólo prométame una cosa...
- ¿Qué cosa?
- Que va a leer la bibliografía de la materia. Hay un libro en especial que lo está esperando, créame que lo está esperando...

Cumplí mi promesa, y leer a Kelsen fue como leer una versión apenas mejorada de mi propia teoría. Sé que dicho así suena soberbio, pero también se entenderá claramente el porqué de mi satisfacción por ese cuatro, satisfacción que no ha disminuido con el correr de los años. 

Por otra parte, hubo vez anterior a esa en que un profesor me calificó con cuatro en el primer y único parcial. Esa vez no me sentí satisfecho, todo lo contrario. La materia era Derecho Político, y el profesor, entonces adjunto en la Cátedra de Justo López, era el Dr. Mariano Grondona. El día en que dio las notas del parcial, Grondona dijo algo como esto: 

- Estoy muy decepcionado con los resultados del examen, salvo los tres exámenes que califiqué con notas superiores a cinco, el resto dudo mucho que merezca aprobar, sepan que los cuatro y los cinco son un regalo, solamente una oportunidad para mejorar. Si es que pueden.

Terrible. Nadie se confunda, porque nunca fui de tener muy buenas notas, la regla "cuatro es nota el resto es ambición" era válida para mí -cuando yo era estudiante, por cierto que hoy a mis hijos les exijo más porque los tiempos son otros-. Pero esa vez recibí la dádiva como un golpe al hígado que, de alguna manera, debía devolver. 

Puntual llegó el examen final, para el que había puesto un empeño muy especial. Respondí todas las preguntas del Profesor Grondona, hasta que al fin me dijo: 

- Ha mejorado, notoriamente, lo felicito.
- Gracias Doctor, lo que pasa es que Usted dijo que los cuatro del parcial eran de regalo, y a mí no me gusta que nadie me regale nada.
- Entonces vuelvo a felicitarlo, esta vez por la reacción. 

Me quedó un ocho en la libreta, lo que en relación con el cuatro del parcial implica dos diez en el final. 

Tiene su gracia que, allá en el año 1984, el Dr. Mariano Grondona me haya felicitado por la reacción; por "reaccionario" si lo quieren. 

La ruta parecía interminable, como la curiosidad de los chicos, afortunadamente siempre tenemos alguna historia para contar.

Dr. Mariano Grondona
foto de www.sanluis.gov.ar

Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha
Estado Libre Asociado de Vicente López