Hay un momento de profunda perplejidad en la vida del escultor. Es aquel instante en que, a punto de culminar su obra, comprende que con el último golpe de cincel se irá de sus manos para siempre. El artista no sabe de encargos, se involucra dejando parte del espíritu en la búsqueda de la perfección. Tigre Mc Laren, arrinconado en la soledad trasnochada de su atelier, entiende que resta ese toque detallista y fatal sobre el mármol; entonces aquella historia de amor, en la que sólo ha sido tercero tardío, lo dejará extrañamente herido.
Cantando vivencias, la voz de Nora Bilous le miente en “Dejo” que es posible cerrar heridas de lo que alguna vez soñó en los brazos del amor que no supo cuidar. La escucha entre el dolor y el deleite, sintiendo que le llena el paladar con la suave aspereza de un té de jazmín. Es suya esa manía de asociar las buenas voces con texturas de infusiones. Por eso el hervor del agua, el saquito y la taza antes de colgar la vista a través de la ventana en la infinitud del cosmos, tan jodidamente parecida a ese vacío en su interior.
Apenas menos que incipiente el resplandor del alba sobre la línea del horizonte delata que la marcha del tiempo no se ha detenido porque la mano niegue su trabajo al martillo y el cincel. Quisiera Tigre que la noche resistiera más. Tozudamente inmóvil, a punto de soltar una pesada lágrima, sus ojos parecen pedir consejo a las estrellas. Pero al irse apagando en suave tintinear es como si le esquivaran la mirada, sabiamente resignadas ante lo inevitable, saben desde siempre que el destino es el que manda y que las cosas son así. Acaso, como deben ser.
El rostro emergió del mármol con inaudita fuerza vital y frescura de eterna juventud. Por la potencia contagiosa del amor, Tigre, que nunca la conoció, fue entendiendo la luz en los ojos del hombre cuando al hacer el encargo y mostrarle las fotos le habló de la sonrisa enorme, los cabellos ondulados nunca ordenados, la piel blanca, los ojos volcánicos aunque pacificadores, la imperceptible irregularidad en el hueso de la nariz –que sólo ella notaba e insistía en evidenciar ante su amado haciéndole pasar el dedo por allí-, y el todo de sus facciones enmarcado en el óvalo delicado, acorde con la elegancia de los modos. Dueña del garbo y ese pelo, recurrentemente el pelo rozando los labios, cayendo sobre las pestañas, obligando a sus manos a pasar miles de veces por la frente y las mejillas en lucha de efímeras victorias e incontables fracasos por arrimarlos al orden.
El hombre reía con envidiable felicidad al mostrarle una vieja cinta sin sonido en la que ella, caminando por la ventosa rambla de Mar del Plata, parecía a punto de desesperar con los caprichos de la cabellera. Al final, con gesto de fastidio y resignación, ensayaba un puchero comprador dejando la cabellera a merced del viento. Tigre también rió.
- Su pelo era de seda, muy fino pero fuerte, -explicó el hombre- imposible de peinar, lo tenía tan suave que por más que se pusiera un lazo se liberaba y le caía sobre la cara. A mí me encantaba que las puntas le tocaran los labios.
Casi 60 años de feliz matrimonio.
- Nos casamos muy jóvenes y con la oposición de nuestras respectivas familias. Así visto deber ser una de las pocas locuras que hice en mi vida. Bah, una locura en el juicio de los demás. Yo nunca tuve ninguna duda. El amor no tiene dudas.
La luna de miel fue en la Europa de posguerra; con demasiadas ruinas nuevas entre las que, empecinadas por la tradición de viejas estirpes, reverdecían margaritas y esperanzas.
- Estábamos ahí, tomados de las manos, viendo espantados en un atardecer de otoño lo que quedaba de aquella calle destruida por las bombas y combates con tanques. De repente su mano se puso fría y me abrazó llorando. Mucho tiempo después volvió a abrazarme así, tres veces: La primera fue por una bomba que estalló cerca de donde tuvimos nuestro primer hogar, no podía creer que estallaran bombas en Buenos Aires. La segunda cuando estuvimos a punto de entrar en guerra con Chile y el menor de nuestros hijos, que hacía la conscripción como médico, fue movilizado a la cordillera. La tercera fue cuando Malvinas, nuestro ahijado peleó en Tumbledown y volvió condecorado con un plomo inglés incrustado en el hombro.
De aquel largo viaje de enamorados, iniciático en todos los sentidos y nunca superado por ninguno de otros muchos viajes, trajeron un curioso souvenir del paso por Carrara.
- Yo le preguntaba: “¿Para qué querés ese cascote?”, y ella decía que Miguel Ángel hubiera podido usarlo. “Sí, pero no lo usó”, respondía yo.
Y Tigre Mc Laren tuvo el extraño privilegio.
- La única condición es que no use herramientas modernas. Todo debe ser tallado a pulso. ¿Puede usted hacerlo Sr. Mc Laren?
- Puedo intentarlo.
Desde que le fue encomendado ese trozo de mármol ha soñado recurrentemente con el gran Michelángelo. Un buen truco de la mente queriendo escapar a la extenuación de renunciar a su tiempo y dar contornos a la materia frágil igual que en siglos pasados. Trabajar sin margen para el mínimo error, obligarse a la perfección, es empresa que devora energías y las renueva en pasión. ¿Qué mayor tranquilidad que el maestro de maestros diciéndole que lo lleva bien? La obsesión del escultor reduce el universo al espíritu de la piedra. En sus sueños, el genio que de crío fue amamantado por la esposa de un picapedrero alzaba en sus manos el mármol y le mostraba secretos y trampas en el lado por el cual comenzó Tigre a liberar las formas del bello rostro.
- ¿Qué nombre le pondrás? –preguntó Michelángelo en uno de los últimos sueños.
- El nombre de ella, claro.
- No. No el nombre que le fue impuesto. ¿Con qué nombre la recordarás tú?
- ¿Yo?
- Sí. Dime Tigre: ¿Quién es a quien van tallando tu corazón y tus manos?
Tigre, despertando violentamente se sentó en el borde de la cama. Cinco de la tarde que no eran fin de siesta, apenas dormir desde que cayó rendido, y las historias de amor se cruzan, entrelazan y parten. Se aproximó al mármol descalzo y cauteloso, compelido a cerciorarse de estar tallando a la mujer correcta. Así era, y como si hiciera falta respiró aliviado al buscar la confirmación en las fotos. La duda, aunque somnolienta, bastaba para demostrar el fracaso de querer olvidar.
- Sólo es “La esfinge amada”, Maestro, y así voy a llamarla sin importar como la llamen los demás.
Y ahora, en tanto Nora lo engatuza en tangos con la ilusión de un mañana sin melancolía, se inventa el valor de darse otra oportunidad.
Resta el tan temido último toque, aquel que lo dejará otra vez en soledad. La siniestra en el cincel, la otra en el martillo, y esa lágrima en el mármol.
- Es perfecta -reconoce al verla terminada.
Justo antes de decirse:
- Se fue Tigre, ella también se fue de tus manos.
Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha
Estado Libre Asociado de Vicente López