jueves, 7 de mayo de 2009

ANTARTIDA: ¿La Tierra del Nunca Jamás?



Haciendo memoria creo, honesta aunque borrosamente, que mi primer impresión respecto a la Antártida, al ver en los mapas el sector reclamado por la República Argentina, se emparentaba con la visión de alguna porción de pizza que sobreviviendo a la cena quedaba en la soledad de la caja aguardando el desayuno. No era, por cierto, una visión muy romántica; pero admitamos que la de muzzarela en el café con leche tiene su encanto.



Lo que si recuerdo muy bien es haber sentido el aura de aventura en los preparativos previos a la zarpada del Rompehielos ARA General San Martín. El Tío Manuel, que era oceanógrafo y embarcaba para la campaña antártica, me llevó a recorrer el buque. Todo aquello me parecía sorprendente, porque en cada cosa que el tío describía explicando el uso detallaba la justificación para que ese y no otro elemento estuviera ahí. Me di cuenta que la Antártida era una especie de nuevo mundo con reglas distintas a las que yo conocía, y que atreverse a ella significaba asumir riesgos. Entendí también que se necesitaba valor e inteligencia para avanzar sobre su geografía.



Vi aquel barco fantástico, de casco rojo y sobrecubierta blanca, alejarse de la dársena del puerto de Buenos Aires entre sirenas que daban ritmo a las emotivas manos alzadas con que deseaban buen viaje, y mejor retorno, los seres queridos. Cuánto más se alejaba más crecía mi curiosidad por saber de aquella tierra helada al extremo sur del planeta.

 
Años luego mi abuelo paterno compró un libro maravilloso y de título perfecto: "Los Intrépidos" (Aventura y Triunfo de los Grandes Exploradores), publicado por Selecciones del Readers Digest. Podía pasar horas absorto en ese libro, leyendo sin cansancio una y otra vez en el Capítulo 8 lo referente a los polos, siempre imaginando cosas distintas al buscar en cada palabra desmenuzar el detalle de las heroicas epopeyas por conquistar los confines del mundo.


 
Pura adrenalina de bríos y obstinación salpicaba desde cada renglón relatando la dura carrera al Polo Sur que el noruego Roald Amundsen le ganó al inglés Robert Scott. El dramático final de la expedición de Scott le deja a la historia las preguntas que hacen a la propia existencia del ser humano; pero que acaso no sean las preguntas de este tiempo donde el sacrificio por la gloria y el honor no parecen conmover a casi nadie. 


Hoy que el afán de fama vacía de méritos parece ser un valor en sí mismo, cuesta interpretar el empecinado tesón de hombres que, capaces de asumir la representación de la humanidad, en pos de alcanzar nuevos horizontes se atrevieron a internarse en lo desconocido. Pensar en ellos es pensar en héroes, en el espíritu que entre nosotros supo encarnar el Ingeniero Jorge Newbery, y que pese a la imbecilidad reinante afortunadamente no ha desaparecido por completo; sigue fresca en la memoria la Expedición Atlantis de 1984 comandada por el Dr. Alfredo Barragán, señal que el hombre todavía puede.


En la secundaria pasé una época en que frecuentaba la Dirección Nacional del Antártico y acumulé buena cantidad de libros con los que alimentar el orgullo de buen lector. Me interesaban mucho los textos de geopolítica, aunque todos -sin excepción- en algún punto parecían caer en el ridículo, como si se estuviera analizando la realidad desde películas de ciencia ficción al medir alcance de misiles intercontinentales o imaginar pueriles fórmulas para el reparto de la soberanía antártica. Quizá esa extraña sensación de Tierra del Nunca Jamás, que experimentaba con tales lecturas, causó el paradojal efecto de enfriarme el espíritu. 


Aquel Continente lejano se tornaba inalcanzable de muchas maneras, y en la necesidad práctica de resolver las situaciones de mi coyuntura la entusiasta curiosidad adolescente se fue apagando hasta quedar relegada al fondo de las prioridades. Es algo que ocurre cuando Peter pasa a ser el Sr. Pan, o lo que es peor aún: Dr. Pan.


En fin, evitemos decir algo que provoque la masiva mortandad de hadas. Lo último que me agitó los hielos fue, unos cuantos años atrás, aquella historia de los pingüinos de un metro setenta de alto, y también -aunque con otro sentir- el accidente que cobró dos vidas argentinas en la grieta del Glaciar Collins. Sí, la atracción por la Antártida sigue latiendo como una cuenta pendiente, y saldarla es algo más complicado que doblar en la segunda estrella a la derecha volando hasta el amanecer. 


Esta mezcolanza de pensamientos y sentires -expresados con algún desorden, admito- son consecuencia de repasar las fotos con que el amigo Francis Vidovi ha documentado su reciente experiencia antártica trabajando en la construcción de nuevas instalaciones para la Base Jubany.


Al regreso Francis tuvo la gentileza de narrar con detalle los pormenores del viaje, y debo decir que pocas veces he visto a mis hijos prestar tanta atención. Me pareció que sin necesidad de palabras estas imágenes capturadas por Francis -venezolano, hijo de padres italianos y hermano menor de dos argentinos- dan cuenta de la fascinación que despierta la Antártida, y también del orgullo de quien ha contribuido con su trabajo a uno de los esfuerzos permanentes del país en el que vive desde muy pequeño.  


Luego del desafortunado incendio que dejó fuera de servicio al Rompehielos ARA Almirante Irizar, la capacidad logística propia de la República Argentina para sostener la permanente presencia nacional en el Contintente Antártico descansa principalmente sobre la dotación de aviones Hércules C-130 de la Fuerza Aérea Argentina. El Hércules C-130 es un avión de carga que simboliza como pocos objetos la lealtad y la abnegación, pues al servicio del país desde 1968 estas unidades han estado presentes en los cielos antárticos ininterrumpidamente, y también en el suelo desde que el 11 de Abril de 1970 se produjo el primero de sus aterrizajes en la Base Marambio. Pero esta nave de gran porte, apodada cariñosamente "Chancha", no sólo puede lucir sus méritos antárticos, también se ha aventurado a las primeras líneas del combate cuando la Nación Argentina entró en guerra, así cayeron bajo fuego enemigo el TC-62 (28 de Agosto de 1975 en Tucumán, mediante atentado perpetrado por Montoneros) y el TC-63 (01 de Junio de 1982 en Malvinas, derribado por un Sea Harrier británico). 


La historia demuestra la vocación antártica de la República Argentina, acreditando hechos que fundan la legítima aspiración de lograr el reconocimiento de soberanía sobre una porción de la Antártida. La pretensión se encuentra enmarcada dentro del Tratado Antártico, que en términos pragmáticos de política internacional tiende postergar indefinidamente cualquier nacionalización de territorio. 

Por lo tanto el futuro de la Antártida es un interrogante abierto. Lógicamente el objetivo de máxima de la política exterior argentina en esta materia es lograr el reconocimiento pleno de la soberanía sobre el sector reclamado, sin embargo la realidad de los intereses en juego habilita la contemplación de metas menos rígidas pero igual de ambiciosas, donde, en todo caso, sí tenga la República un efectivo poder de decisión sobre el destino del Continente. 

Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha
Estado Libre Asociado de Vicente López.



 

























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