lunes, 10 de marzo de 2008

UNA ESPADA COMO ESTA

Soñé partida de naipes con un mono monigote blandiendo una navaja mientras saltaba sobre barriles de petróleo.

Sueños extraños los míos.

El mono monigote mostraba los dientes y chillaba amenazante. Cantaba envido pero no tenía nada, su mentira se notaba.

Entonces, en la media conciencia de la ensoñación, del mazo de cartas me pareció ver asomar el as de bastos llevado por el rey de oros; quien juraría dijo algo así como: "¡¿Por qué no te callas?!". Aunque no estoy seguro, acaso estuviera muy cerca de despertar y esa voz pudo venir de la calle, o del radio despertador, como sea estuvo ahí.

Sí, vaya que son sueños extraños los míos.

Ya despierto y levantado, después del desayuno, yendo a la rutina se me cruzó el nombre del prócer en el cartel de la peatonal. Mano a la derecha, por cierto.

Por alguna razón que quizás se esconda en los viejos libros escolares, Bolívar nunca me cayó del todo bien. Más, le adivinaba un exagerado afán de gloria personal, ambiciones tan grandes como para pretender eclipsar a San Martín, secretos anhelos de querer entronizarse emperador. Y no en tren de broma, como Cornelio Saavedra y la corona de azúcar ofrecida por Duarte en el brindis de los Patricios que tanto irritó a Mariano Moreno.

Adelante la calle del prócer se hace peatonal. Quien dice Lavalle, dice coraje. Mucho coraje.

Mientras camino me acecha el recuerdo de una vieja historia, contada al borde de algún recreo por el Profesor de Historia. Lavalle lo emocionaba. El profe con su figura redonda parecía sacar pecho cuando hablaba de él; los ojos lacrimosos desbordando orgullo argento, tensando los labios como si cada palabra fuera una lucha por pronunciarla y no gritar, ahí mismo: ¡Viva Lavalle, carajo!

Sí, ya sé. El crimen de Dorrego será la mancha que justifique el mote de "La espada sin cabeza", pero por eso mismo, por esa imperfección que lo acercaba tanto a cada uno de nosotros, Lavalle era más fácil de querer. Un prócer equivocado, marchando a las brumas de la historia con sus culpas a la espalda, y sin embargo...

"¡Ahí un Necochea!" Había gritado un Sargento de Granaderos después de la última infructuosa carga de Caballería, cuando ya los caballos no tenían cascos de tanto insistir por la cuesta que dominaba el enemigo. Y Lavalle, el pecho lleno de Patria, la mirada franca de los que no eluden el reto, aceptó el desafío ordenando la carga de la victoria.

¿Cómo no admirarlo? ¿Cómo no quererlo?

Asocio cosas sin querer asociarlas, sólo se presentan así como las cuento.

Simón Bolívar borracho de gloria, en la Quito del 16 de Junio de 1822, celebra entre profusas libaciones. Parece que la diarrea verbal es un mal que se agudiza en la latitud del Ecuador y el tipo camina sobre la mesa pateando platos y copas, siendo celebrado por las risas de los obsecuentes que igualmente festejan sus palabras, cuando promete algo así como "Llegará el día en que pasearé mi pabellón triunfante hasta el suelo argentino".

Y ahí, pues, un Lavalle. De pie, alzando el mentón y afirmando la voz para decir que el Himno escrito en 1813 por Vicente López daba cuenta de la libertad argentina y que no necesitábamos que nadie más que nosotros velara por nuestra independencia.

- ¡Estoy habituado a fusilar generales insubordinados! -gritó encolerizado Bolívar.

Y Lavalle, sin bajar la mirada ni el tono de voz, mientras la diestra dejaba asomar suavemente el filo de su sable corvo de granadero, replicó altanero, con esa arrogancia tan propia de los argentinos:

- Esos generales no habrán tenido una espada como esta.

Pienso en Lavalle y en el mono monigote de mi extraño sueño.

No sé porqué tengo la impresión que alguien le acaba de hacer ver al mono monigote una espada como esa.