Voy a permitirme una pausa en mis afanes literarios para darle un espacio a la política y sentar posición sobre este desafío que nos plantea el presente.
LA HORA DE LA PLUMA
Proclamo que en esta alborada argentina de milenio, cuando la cultura del tumulto se pavonea prepotente y la sombra de la violencia juega a la ruleta rusa sobre los límites de la tolerancia, aquí y ahora es un imperativo de la virtud democrática imponer “La hora de la pluma”.
La soberbia aconsejó mal en el pasado, no aconseja mejor en el presente, ni lo hará bien en el futuro. Sencillamente la soberbia es mala consejera.
La tensión que se ha planteado con el campo nos deja evidenciados en más de un sentido. Acaso sea la más dolorosa de las lecciones comprobar que tenemos el Gobierno y las pobres instituciones que nos merecemos, acordes con nuestra masiva indiferencia. Si no existen hoy los partidos políticos, más allá de alguno que otro sello de goma, es en gran medida porque hemos decidido no participar de ellos. Ni el desordenado Partido Justicialista, supuestamente en el poder, ni la evaporada Unión Cívica Radical, ni ninguno de los partidos emergentes que supieron tener aspiración a tercera fuerza nacional, son capaces de presentar un electroencefalograma que no de plano. Nadie en ellos está promoviendo ideas. Cierto pragmatismo repugnante ha convertido a la política en una carrera por las dádivas de la caja, bajando las cabezas de muchos gobernadores, disciplinando intendentes, e introduciendo al diccionario términos de significación lacerante como “borocotización”.
Asusta el gélido silencio que campea en el Congreso de la Nación. Cuando las cámaras de los representantes, alguna vez honorables y hoy huecas de ideas, no son la elevada tribuna de oradores que deben ser, las calles se transforman en las tribunas de los barrabravas.
Así, mientras hordas de choque ganan la Plaza de Mayo a fuerza de palos y capuchas, con voceros que descaradamente llaman al odio racial y de clases, el atronador sonido de los cacharros de cocina es sólo ruido, la certera demostración del malestar sin esbozar ningún indicio de solución. No sirve de mucho. No clarifica, no es una voz.
Sin una extendida participación ciudadana en los partidos políticos seguirán haciendo su negocio las minorías radicalizadas e hiperactivas, que siendo incapaces de alcanzar por sí el poder se disfrazan de otras cosas. Sin romper el ausentismo cívico no habrá voces que representen el pensamiento de la ciudadanía media.
En el credo republicano ciertas formas no son formales, hacen directamente al fondo de la cosa pública. Ha sido muy poco feliz el modo en que la Presidente Cristina Fernández de Kirchner eligió dirigirse a la ciudadanía toda desde Parque Norte. Un acto partidario o peor aún de una línea interna del partido que se dice representar, con todos los condimentos del folclore movimientista –trapos, bombos y empujones- no es escenario para hablarle a la Nación. Y poco pueden decir las palabras si en el palco, a sus espaldas, muy cerca, aparecen elevados a categorías de escoltas de su gestión y grandes referentes los patoteros del gesto desaforado. Esa presencia, de continuarse, puede ser a su credibilidad lo que el cajón de Herminio a la elección de Lúder.
Las palabras del discurso presidencial tampoco han sido felices. Nos ha dicho que toda oposición es nostalgia del Proceso de Reorganización Nacional. Y ese es un fantasma que no asusta; el golpismo se ha extinguido. Nadie reivindica gobiernos de facto caracterizados por el fracaso. Me atrevería a insinuar que ya ni Videla debe ser procesista. Lo que sí hay, es una gran parte del pueblo para la cual los errores y horrores del Proceso –que existieron y en abundancia- no hacen mejores a los que desde otros extremos autoritarios también recurrieron a la violencia.
Proclamo que en esta alborada argentina de milenio, cuando la cultura del tumulto se pavonea prepotente y la sombra de la violencia juega a la ruleta rusa sobre los límites de la tolerancia, aquí y ahora es un imperativo de la virtud democrática imponer “La hora de la pluma”.
La soberbia aconsejó mal en el pasado, no aconseja mejor en el presente, ni lo hará bien en el futuro. Sencillamente la soberbia es mala consejera.
La tensión que se ha planteado con el campo nos deja evidenciados en más de un sentido. Acaso sea la más dolorosa de las lecciones comprobar que tenemos el Gobierno y las pobres instituciones que nos merecemos, acordes con nuestra masiva indiferencia. Si no existen hoy los partidos políticos, más allá de alguno que otro sello de goma, es en gran medida porque hemos decidido no participar de ellos. Ni el desordenado Partido Justicialista, supuestamente en el poder, ni la evaporada Unión Cívica Radical, ni ninguno de los partidos emergentes que supieron tener aspiración a tercera fuerza nacional, son capaces de presentar un electroencefalograma que no de plano. Nadie en ellos está promoviendo ideas. Cierto pragmatismo repugnante ha convertido a la política en una carrera por las dádivas de la caja, bajando las cabezas de muchos gobernadores, disciplinando intendentes, e introduciendo al diccionario términos de significación lacerante como “borocotización”.
Asusta el gélido silencio que campea en el Congreso de la Nación. Cuando las cámaras de los representantes, alguna vez honorables y hoy huecas de ideas, no son la elevada tribuna de oradores que deben ser, las calles se transforman en las tribunas de los barrabravas.
Así, mientras hordas de choque ganan la Plaza de Mayo a fuerza de palos y capuchas, con voceros que descaradamente llaman al odio racial y de clases, el atronador sonido de los cacharros de cocina es sólo ruido, la certera demostración del malestar sin esbozar ningún indicio de solución. No sirve de mucho. No clarifica, no es una voz.
Sin una extendida participación ciudadana en los partidos políticos seguirán haciendo su negocio las minorías radicalizadas e hiperactivas, que siendo incapaces de alcanzar por sí el poder se disfrazan de otras cosas. Sin romper el ausentismo cívico no habrá voces que representen el pensamiento de la ciudadanía media.
En el credo republicano ciertas formas no son formales, hacen directamente al fondo de la cosa pública. Ha sido muy poco feliz el modo en que la Presidente Cristina Fernández de Kirchner eligió dirigirse a la ciudadanía toda desde Parque Norte. Un acto partidario o peor aún de una línea interna del partido que se dice representar, con todos los condimentos del folclore movimientista –trapos, bombos y empujones- no es escenario para hablarle a la Nación. Y poco pueden decir las palabras si en el palco, a sus espaldas, muy cerca, aparecen elevados a categorías de escoltas de su gestión y grandes referentes los patoteros del gesto desaforado. Esa presencia, de continuarse, puede ser a su credibilidad lo que el cajón de Herminio a la elección de Lúder.
Las palabras del discurso presidencial tampoco han sido felices. Nos ha dicho que toda oposición es nostalgia del Proceso de Reorganización Nacional. Y ese es un fantasma que no asusta; el golpismo se ha extinguido. Nadie reivindica gobiernos de facto caracterizados por el fracaso. Me atrevería a insinuar que ya ni Videla debe ser procesista. Lo que sí hay, es una gran parte del pueblo para la cual los errores y horrores del Proceso –que existieron y en abundancia- no hacen mejores a los que desde otros extremos autoritarios también recurrieron a la violencia.
Hay memoria, pese a todo y a la "memoria".
En este panorama tan poco alentador, esperanza el obligado final del estilo de la confrontación permanente que el gobierno sostuvo en sus primeros cuatro años. Tal vía no es sustentable: conduce al callejón oscuro de la anarquía donde la civilización es fagocitada por la tozudez y el descontento. Civilización o Barbarie, esa sigue siendo la cuestión.
Es por eso que proclamo “La hora de la pluma”. Un tiempo signado por la necesidad de rubricar acuerdos básicos, volver a la política del respeto y fortalecer la autoridad sin caer en el autoritarismo. Frente a los pesados que quieren hundirnos con ellos en el barro, seamos livianos como la pluma. Rubriquemos con ella un compromiso de conciencia, ético, para asumirnos auténticos ciudadanos. Busquemos los partidos políticos que nos representen, no nos desentendamos en la peligrosa comodidad de esperar que otros hagan bien lo que ni siquiera intentamos. Es asunto nuestro. Estemos ahí. Hagamos una República con todas las letras.
Repito entonces mi convicción:
Proclamo que en esta alborada argentina de milenio, cuando la cultura del tumulto se pavonea prepotente y la sombra de la violencia juega a la ruleta rusa sobre los límites de la tolerancia, aquí y ahora es un imperativo de la virtud democrática imponer “La hora de la pluma”.
En este panorama tan poco alentador, esperanza el obligado final del estilo de la confrontación permanente que el gobierno sostuvo en sus primeros cuatro años. Tal vía no es sustentable: conduce al callejón oscuro de la anarquía donde la civilización es fagocitada por la tozudez y el descontento. Civilización o Barbarie, esa sigue siendo la cuestión.
Es por eso que proclamo “La hora de la pluma”. Un tiempo signado por la necesidad de rubricar acuerdos básicos, volver a la política del respeto y fortalecer la autoridad sin caer en el autoritarismo. Frente a los pesados que quieren hundirnos con ellos en el barro, seamos livianos como la pluma. Rubriquemos con ella un compromiso de conciencia, ético, para asumirnos auténticos ciudadanos. Busquemos los partidos políticos que nos representen, no nos desentendamos en la peligrosa comodidad de esperar que otros hagan bien lo que ni siquiera intentamos. Es asunto nuestro. Estemos ahí. Hagamos una República con todas las letras.
Repito entonces mi convicción:
Proclamo que en esta alborada argentina de milenio, cuando la cultura del tumulto se pavonea prepotente y la sombra de la violencia juega a la ruleta rusa sobre los límites de la tolerancia, aquí y ahora es un imperativo de la virtud democrática imponer “La hora de la pluma”.