- Fontanarrosa es un pelotudo.
Semejante afirmación, dicha en tono categórico de raigambre más académica que visceral, resquebraja el plácido mutismo dentro del cual viene transcurriendo el viaje. Ante lo imprevisto queda el destinatario, cadete del Colegio Militar, sumido en un instante de terrible perplejidad. Pronto a egresar con el grado de Subteniente del Ejército Argentino, el muchacho aparta la vista del libro de cuentos escrito por su coterráneo dirigiendo una furtiva mirada exploratoria por el rabillo del ojo al, hasta ahora, ignorado compañero de viaje.
Disfruta la lectura de los cuentos de Horacio Fontanarrosa y, de buenas a primeras, cual caminante del medioevo que no escucha el “¡Agua va!”, le caen encima con esas pocas palabras los orines calientes de la medianoche. “Me están jodiendo”, piensa incrédulo Mario Alberto Bandera, esforzándose por mantener la compostura que es dable esperar en un pundoroso oficial y caballero. Así descarta de plano la guarangada de mandar al desconocido de regreso al pórtico por el que alumbró a la vida; insulto que daría tela para divagaciones culturales, psicológicas y hasta filosóficas. También resigna otras acciones no verbales pero violentas, las que lógicamente pasan por su mente siendo que se trata de un prospecto avanzado de profesional de la violencia.
Finalmente, poniendo su mejor cara de granadero de bronce, no hace ni dice nada volviendo la vista al libro. Podrá estar feliz la Señora Ministro de Defensa con su política de militares comprometidos con el paradigma de los derechos humanos, pues ya nada hay más temeroso de provocar alteraciones al orden que un militar de uniforme. El cadete Bandera, rosarino de larga estirpe canalla, escuchó la afrenta y mordiéndose los labios hace aquello para lo cual ha sido educado, adoctrinado, instruido, programado y destinado, es decir que olímpicamente se hace el boludo.
Pero al desconocido no le basta con expresar su opinión respecto al Negro. Pretende forzar el diálogo, alzar la voz y transformar el micro en ánfora de debate literario dedicado al padre de Boogie “El Aceitoso”. Y es que hay tipos así… quilomberos.
- Sí, Fontanarrosa es un pelotudo – repite con el afán de hacer germinar la polémica.
Aún con la elevación de algunos decibeles mantiene ese tonito académico en la reafirmación de su pretendido saber, como queriendo notificar al pasaje que trae fundamentos para sostener la crítica. En el terso silencio que telonea la marcha regular del motor, el desconocido adelanta el mentón con rictus soberbio y gira la cabeza para quedar francamente en observación del cadete. Así acorrala al joven militar imposibilitando que persista en la evasiva. No obstante saberse obligado a decir algo, el cadete guarda silencio esperando en el otro algún gesto que disipe la encrucijada. Al cabo se convence que sería una espera tan vana como aquella marcha de las tropas del General Alais, así que aferrado al terreno de la retórica atina a decir:
- ¿Perdón?
El pedido de disculpas, vacilante, encerrado en signos de interrogación -ya que no una rica jactancia intelectual-, puede deberse a no querer abandonar del todo el papel de distraído. Sin embargo, obsérvese la significación de la palabra utilizada por el Cadete Bandera: “Perdón”. Sienta orgullo de su prédica el Secretario de Derechos Humanos porque el modo de prestarse al diálogo de un sucio milico que se dirige a cualquier civil sea diciendo “perdón”. Antes que nada, lo que debe hacer la milicada es asumir la eterna deshonra heredada de la oscura dictadura y flagelarse públicamente en cada oportunidad que le sea dada. Ese imperativo del progresismo parte del sano reacomodamiento de las prioridades históricas en la formación de las mentes militares, del presupuesto según el cual el “genocidio de 30.000 idealistas” es la mayor monstruosidad cometida sobre la faz de la tierra y desde el albor mismo de la humanidad. Y así tal cual esta mentalidad se impone, como también el relativismo del lenguaje extendido a números de dudosas matemáticas, pronto serán suprimidos oficialmente los desfiles y fanfarrias, nunca más pasos redoblados y orgullosos pechos de corazón guerrero. ¡Nada de eso! Vendrán de penitentes arrastrando las botas con las cabezas bajas, rasgándose las camufladas chaquetas en jirones al grito de “¡Somos indignos! ¡Somos indignos!”. O como diría el cómico: “¡Pegame y llamame Marta!”. Por eso, Joven Argentino, si tienes entre 17 y 21 años, y te sientes culpable de algo, de lo que sea, no lo dudes, ingresa a los institutos de formación de las Fuerzas Armadas, así pagarás culpas propias y muchísimas de las ajenas por el resto de tu vida…
Pero nos estamos yendo por el contexto, volvamos a retomar el hilo de la narración.
- Visto lo que está leyendo no pude callar –apunta el hombre, antes de volver a machacar-, Fontanarrosa es un pelotudo.
Ahora sí el chico del cuartel, que no lleva ropas color caca ni el walkman clavado en la sien, voltea buscando poner mirada franca (de franqueza; no de franquista como podría interpretar algún malintencionado arqueólogo de ideas) en los grises ojos del fulano. Y el fulano se presenta:
- Soy Octavio Gil Paz, crítico literario. Casualmente viajo a Rosario por un asunto relacionado con ese autor al que usted está leyendo.
Y como al presentarse extiende la mano, el cadete se ve forzado a estrechar la diestra y presentarse a su vez:
- Cadete Bandera.
- Un gusto. Lamento haber interrumpido su lectura. Mi oficio es algo que me apasiona y, a veces, incurro en estos desbordes. Soy como esos viejos maestros de escuela que al pasar frente a un comercio que exhibe carteles con errores de ortografía, en lugar de seguir de largo, entran y explican. Quiero decirle con esto que lo hago de buena fe…
Desconfiado, tratando de desentrañar que oscura segunda intención puede el crítico estar ocultando, el cadete permanece fiel a la doctrina de la eterna defensiva, convencido tal vez que las únicas guerras que se ganan son las que se evitan. Pero, ajeno a las tribulaciones del joven, Gil Paz está siendo honesto. El delgado rostro del crítico, afeitado hasta los precisos límites del fino bigote negro sobre los labios, se reconcentra en el rictus del orador que se sabe dueño del auditorio. Inspira corta y fuertemente por la nariz, acomoda el nudo de su corbata y afirma la caída del saco sobre los hombros tirando de las solapas. El cabello ondulado peinado hacia atrás deja libre su amplia frente de pensador profundo, atravesada por dos surcos nacidos del ceño. Sus cincuenta años rebosan madurez, las lentes son más un fetiche de intelectual que necesidad de los ojos y la aguda terminación del mentón, con hoyuelo a lo Kirk Douglas, insinúa filosos razonamientos. Cuando la pronunciada nuez se mueve hacía arriba y otra vez abajo con ligero ruido de tragar saliva, Octavio Gil Paz da comienzo a su disertación:
- Con espíritu corporativo los escritores tienden a descalificar de antemano la labor de los críticos literarios. Especialmente cuando el crítico critica sin buscar la complacencia, dedicado enteramente a desnudar las obras literarias ante los ojos de eventuales lectores. Ahí es cuando los escritores se vuelven pudorosos. Ello es así porque el análisis puntilloso de la obra deja en evidencia las contradicciones del autor. Y le doy un claro ejemplo: Leopoldo Lugones… ¿Lo conoce?
Al Cadete Bandera le recorre los nervios un frío del infierno, y piensa: “Así que eso era, este quiere que yo diga que leo a Lugones para acusarme de apología del Golpe del 30 y que me den la baja”. Por lo que midiendo sus palabras responde al modo castrense:
- Leopoldo Lugones, escritor y poeta cordobés, 1874-1938, autor de La guerra gaucha.
- Correcto, veo que sí. Pues bien, fíjese que Lugones, quien no tuvo empacho en descalificar por pornográfico un libro de Gómez Carrillo, escribió versos de mal disimulada significación pornográfica.
- ¿Lugones escribió versos pornográficos?
- Por supuesto. Escuche esto: “El maestro carpintero / de la boina colorada / va desde la madrugada / taladrando su madero”. No me va a decir que esa es la descripción de un pájaro carpintero. Esos versos son alabanza del miembro viril y el acto sexual, una potente alabanza diría…
- A mí no me parece… -amaga interrumpir el Cadete Bandera antes de recordarse no salir en defensa de un golpista.
- Piénselo, piénselo… “El maestro carpintero / de la boina colorada”… Y esto por no hablar de la ladina lengua negra con que desde el aro el loro aturde y alegra. En mi tesis sobre Lugones sostuve su exacerbado sentido de la lascivia. Claro, cuando presenté mi tesis pasó algo desapercibida porque no se trataba de un contemporáneo.
Gil Paz se permite una pausa viendo por la ventanilla antes de proseguir.
- En fin, desde entonces hasta ahora he realizado numerosas críticas de autores. Hace unos años comencé a interesarme por la obra de Fontanarrosa. Uno de sus cuentos, acaso el mismo que usted estaba leyendo, me hizo ilusionar con su prosa fresca de barrio y el atractivo magnetismo generado por el cuidadoso engarce de los vocablos. Sí, sí, sí, me dije, aquí late la promesa de un literato, otro gran nombre que sumar a la literatura argentina. Un seductor de las letras, eso es Fontanarrosa. Una elevación del costumbrismo de Payró para los tiempos que corren. Claro, todo eso lo pensé leyendo solamente un cuento, y ese cuento tenía un final extraordinario, a la altura de la expectativa enorme que me iba creando la ansiedad de la lectura. –Y con pesar añade- Me forme esa idea de Fontanarrosa… Pasó el tiempo y leí otro cuento de Fontanarrosa. La misma experiencia gratificante, el placer de la lectura. En voz alta lo leía; para que dure más ¿vio?. Mientras iba leyendo, en el deleite de masticar párrafo por párrafo, yo soñaba con leer una larga e interminable novela de Fontanarrosa… ¡Ah! Escribir así, tan sólo pueden unos pocos elegidos de los dioses. Porque tomar algo tan rústico como el fútbol y transformarlo en motivo del arte… Eso ni Borges podía hacerlo, y no vaya a interpretar esto como que: “¡Ah, Borges!” Por favor… Borges está sobrevalorado. Mire, si Macedonio Fernández era, según Borges, un “genio oral”, uno de esos elogios que matan ¿no?, bien vale decir que Borges es un genio indiscutido porque nadie lo ha leído… Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo… ¿Sabe qué son?
- Para mi son escritores –contesta vacilante Bandera.
- Claro, escritores… ¡Escritores aburridos! En cambio Fontanarrosa es pura chispa, chispa, chispa… Pero no llega a llama… ¿Por qué no llega a llama?
- A mí me gusta…
- Le gusta, sí, a mí también me gusta… ¿Cómo no le va a gustar? Si en cada palabra inyecta curiosidad por la palabra que sigue… Pero no llega a llama por lo mismo que el que nace para pito no llega a corneta, dicho en otras palabras: ¡Fontanarrosa es un pelotudo!
El tono académico de Gil Paz se agrieta violenta y definitivamente dejando ver las vísceras inflamadas de hiel.
- Un tacaño al generar tanta expectativa, tanto velo de misterio insinuándose en los detalles, para licuarse en los finales… Fontanarrosa se diluye en la mayoría de sus finales, cuando uno que lo viene siguiendo espera encontrarse con los fuegos artificiales del fin del siglo y apenas si larga una cañita voladora de lo más pedorra… A un genio no se le puede permitir otra cosa que genialidad, aceptar menos sería desperdiciar el talento a favor de la mediocridad general…
- No, mire, a mí me parece…
- A usted le puede parecer lo que quiera, pero el crítico literario soy yo, y le digo que los finales de Fontanarrosa son un acto de traición a la grandeza en el entramado medio de su prosa… ¡Fontanarrosa es un pelotudo! Siempre la caga en los finales…
- Yo…
- No, no quiera defenderlo porque es indefendible. ¿Y sabe por qué viajo a Rosario? Porque me cansé de decepcionarme al final de cada cuento. Voy a hacerme socio de Newell’s Old Boys, y con la camiseta -la muestra debajo de su camisa- y el carné de socio de Ñuls voy a ir a verlo a Fontanarrosa arrojándole en la cara mi ensayo titulado “Critica de los finales llanos”, a ver qué dice de eso. ¡La cara que va a poner!
- Pero, Fontanarrosa…
- ¡Es un pelotudo, sí!
- No, digo que Fontanarrosa no está…
- ¿Cómo que no está?
- Falleció.
- ¿Cuándo?
- Pero… ¿Dónde vive usted? ¿Debajo de una piedra?
- Es que escribir mi ensayo de crítica a Fontanarrosa me llevó unos años, no porque sea muy largo sino porque el título “Fontanarrosa es un pelotudo” me parecía un poquito fuerte y me demoré con eso… ¡Qué macana! ¿Murió? ¿Y de qué murió?
- Una larga y penosa enfermedad.
- ¿Una larga y penosa enfermedad? ¡Sida!. Ah, así que además era invertido, ya me imaginaba yo que alguien que empieza diciendo: “Puto el que lee esto” y trae la mención de un “critico amanerado”, debía estar refiriendo su propia homosexualidad… Y seguro que promiscuo hasta la total relajación… Posiblemente drogadicto también, por eso en los finales…
- ¡No, no!… ¿Qué está diciendo? Fontanarrosa no murió de sida.
- ¿No?
- ¡No!
- ¡Ya sé! ¿No me diga que murió de lepra? Ese sí que sería un final digno de aplaudirse en un hincha fanático de Rosario Central… Escritor emblemático de lo canalla muere de… ¡Lepra! Si es así quemo todas mis críticas…
- Paré, paré… Tampoco murió de Lepra.
- Uf… ¿Y de qué murió entonces?
- Esclerosis múltiple.
- ¿Esclerosis?
- Sí.
- ¿Múltiple?
- Sí.
Conmovido, el crítico afloja el nudo de su corbata, pestañea nerviosamente -acaso queriendo ocultar indiscretas lágrimas-, se toma las sienes con el pulgar y el mayor de la diestra y al cabo de pocos segundos de luto explota.
- Que tipo retorcido… Cagó otra vez el final. ¿Y ahora qué hago con la camiseta de Ñuls? Se da cuenta que es como yo le digo: ¡Fontanarrosa es un pelotudo!... ¿Se murió?... Eso es imperdonable.
Octavio Gil Paz queda ensimismado y el Cadete Mario Alberto Bandera, antes de volver a su lectura, intercambia una mirada que diagnostica la presunta insanía del crítico con el pasajero del asiento delantero que se había asomado por encima del respaldo.
Al rato oye, entre ahogados sollozos, la queja amarga de Gil Paz:
- ¡Qué lo parió!
Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha.
www.plumaderecha.blogspot.com
Estado Libre Asociado de Vicente López