PREFACIO:
Digo Buenos Aires, pero aclaremos desde el vamos: no soy porteño. Ni pretendo serlo. Mi lugar en el mundo es la Ciudad de Vicente López, casi un país aparte que merece ser reconocido Estado Libre Asociado; al mero efecto literario cuando hablo de “mi aldea” se diluye la precisa frontera de la Avenida General Paz, entonces Buenos Aires lo abarca todo y es Vicente López lo mejor de ella.
El poeta supo pincelar la impronta de la ciudad cuando escribió: “Las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo”. Y sí, andando de aquí para allá por asfaltos y adoquines se palpa ese algo intangible que es marca registrada, sello de lugar único e irrepetible. Yo me he sentido viajero de mundos inexplorados sin salir de la geografía conocida y parcelada de las arterias porteñas, incansablemente retratadas en guías accesibles al bolsillo del caballero y la cartera de la dama según el pregón de los vendedores ambulantes. Pero no es cuestión de trazado urbano, ni de peculiar arquitectura, lo que hace al presente y subyugante misterio de mi aldea. Creo que, sea lo que sea, ese “qué sé yo” que tiene la ciudad surge de su gente. Esa gente, de la que -y tomo palabras de Miguel Cantilo- yo no soy más que alguno de ellos, es la que involuntariamente, sin método ni espíritu analítico, he ido observando a través de los años por el sencillo expediente de estar ahí.
Sin proponérmelo buena parte de mi vida transcurre sobre las ruedas del transporte público de pasajeros. No quiero filosofar ahora sobre la libertad, apenas mencionarla subrayando que voluntariamente al ejercerla para deambular nos sometemos a encierro en tránsito, situación que implica colocarse en cierto estado de alerta peculiar altamente receptivo. Desde el punto A hasta el punto B, generalmente en compañía de extraños y durante un tiempo apenas previsible, somos llevados por alguien a quien confiamos nuestra integridad física y la certeza del destino. No es poca cosa en la era de las sospechas.
Es difícil valorar lo cotidiano. La lógica consumista provoca que tengamos la mirada puesta en metas lejanas y así se nos pierde el detalle, la pequeña diferencia que hace a la identidad. Cada tanto hay que ejercitar el darse cuenta. La oportunidad aguarda, literalmente, a la vuelta de la esquina abordando el bondi, subiendo al tren, bajando al subte, o en el dudoso volver del tranvía. Se trata de prestar atención con la totalidad de los sentidos al entorno dentro y fuera del vehículo, notar las capas de la cebolla, el infinito de las muñecas rusas, los juegos de espejos, los mundos y el universo. Tamaña exageración al módico precio de un simple boleto. Echado a rodar, la vivencia se expande en multitud de imágenes, sonidos, olores, tacto y percepciones varias.
Estos relatos breves no tienen mayor pretensión que servir de pasatiempo. Los escribí luego de haber vertido mucha tinta en darme aires de importancia que las implacables puertas cerradas de las editoriales se encargaron de aplastar. Dejemos pues que otros intenten escribir para cambiarle la vida a los demás, que en ese aspecto me siento liberado: este trabajo es adrede lo que es, apenas relatos breves de viajes insignificantes, ideales para leer viajando (o navegando en la red).
1. EL PRIMER BONDI:
Me alcanzaban los dedos de las manos para contar mis años cuando ocurrió que, por primera vez, viajé solo en colectivo. Esperé con ansias el paso del 161 por Florida, en la parada a cuatro cuadras de casa. Cual todo debutante, intenté disimular la inexperiencia llevando en mano el importe exacto del pasaje. El chofer cortó boleto, aceleró haciendo tronar la caja de cambios y tomó el dinero en moneda que devaluaciones mediante ya ni recuerdo. ¡Ah! El boleto: ese colorido y perdurable papelito numerado tan distinto al insulso ticket de las actuales máquinas expendedoras que se borran en cuestión de horas; cada tanto encuentro alguno olvidado entre las hojas de libros usados ofrecidos en mesas de saldos por libreros viejos, servían para señalar las páginas y se coleccionaban igual que las estampillas. No hace mucho estuve tentado de adquirir una colección de capicúas que subastaban en internet, revancha por las nulas veces que tuve la suerte de sacar esos números reversibles. Pero comprado no vale, así que no. La Diosa Fortuna no me sonríe, desde ese primer boleto que casi era capicúa se empeña en pasarme cerca y seguir de largo. Sin llegar a vislumbrar las implicancias futuras del mal pie para el azar -la mala pata, digo- y pensando que seguro a la próxima se daría, fui a sentarme por el medio en la fila de asientos singulares. La adrenalina pasaba por mantenerse atento y bajar justo en el lugar indicado. En mi primera salida perfectamente individual no podía distraerme ni cometer errores. El objeto del viaje, entre la ida y la vuelta, consistía en presenciar la función del Circo de Billiken que se brindaba en un colegio que sigue estando ahí por Avenida Cabildo, antes de llegar al Instituto Geográfico Militar. A la vuelta bajé del 161 henchido de orgullo por tamaña aventura, de la que pude jactarme repetidas veces para oprobio de los amigos que aún viajaban de la mano de mamá. De la función aquella es poco y nada lo destacable, aunque no dejo de sonreír cada vez que paso por allí, pero lo que nunca olvidaré es la sensación de conquista que experimenté al desembarcar nuevamente en la esquina del barrio. Del estribo a la vereda di un pequeño e insignificante salto para cualquiera que lo haya visto, pero ¡qué gran salto para aquel pequeño!
2. ALGO DE OTRO MUNDO:
La cuento en tiempo presente porque el olvido está más lejos que el pasado, y porque todavía hoy alguien puede llegar a encontrarla.
Subo al 93 con la rutina de siempre. Saco boleto hasta la Facultad de Derecho y me abro paso hasta el fondo entre codazos y empujones dados y recibidos con la misma mala intención que en el área chica de final de copa del mundo. Abajo, en la parada, me moría de frío, y ahora ya estoy sudando mientras avanzo hacia el martirio de las sardinas. Bien al fondo se produce movimiento y por azar colectivesco termino cómodamente instalado en el asiento central de la última fila. No hay nada que ver, delante de mí seis o siete tipos amenazan avalancha. Los que están sentados a mis lados llevan abrigos como para invernar en la Base Marambio. Todo el mundo va en silencio y estamos a pocas cuadras de Chacarita. Entonces ocurre.
La voz chillona de esa mujer parece salir del medio de la masa humana que desborda el pasillo del bondi. Monocorde y molesta repite una y otra vez: “¡Abran las ventanas, por amor de Dios, abran las ventanas!”. Pero todos la ignoran, hace mucho frío, tal vez no tanto entre la gente apretujada que va de pie, pero nadie que esté sentado va a congelarse por ella. Además… No es que sea prejuicioso pero esa voz aguda e hiriente es exactamente la que se me ocurriría para cualquier mujer demente. Hay algo sacado en ella, cierto rasgo de pánico esquizoide, no importa lo que signifique. En fin, lo mejor es ignorarla y esperar que se calle. O que se baje. Pero no se calla. Tampoco se baja. Sigue, dale que dale con ese gritito histérico. “¡Abran las ventanas, por amor de Dios, abran las ventanas!”. Igual nadie demuestra estar con ánimo de dar el brazo a torcer.
Insiste y escucho risas, un tanto nerviosas, que aparecen de entre medio de ese amasijo humano rodeando cada invocación de la mujer. Ese dato es nuevo y preocupante. ¿De qué se ríen? Al fin algún comedido se apiada de ella abriendo una ventana. Así la masa de aire fresco y limpio proveniente del exterior se introduce en el habitáculo del 93 empujando hacia el fondo, donde yo estoy sentado, el turbio y cálido aire respirado hasta agotarlo por todos los presentes. Pronto lo descubro en medio de esa nube de oxígeno pesado y viciado. Su sola percepción hace que mentalmente pida perdón a la buena mujer. No está loca. Yo también grito sumándome a otras voces para que se abran las ventanas. El olor es tan insoportable, fétido y pegajoso que arranca exclamaciones de repugnancia por doquier, y otra voz, varonil aunque nasal, sin duda por haberse tapado la nariz, larga el epíteto que todos estamos pensando. Al voleo, dirigido al responsable que obviamente no se hará cargo, se escucha el sonoro y merecido: “¡Hijo de puta! Ojalá te mueras”.
Así despertada la ira, las manifestaciones verbales se tornan múltiples y en diversos estilos, porque es en momentos de crisis cuando se descubre el rasgo esencial de cada persona. El curioso quiere saber, como seguramente es su costumbre, y pregunta vanamente: “¿Qué guiso de mierda te comiste?”. El hipocondríaco, en cambio, se muestra preocupado por la salud del causante: “Estás enfermo, muy enfermo”, dice dando el pie al piadoso que por su cuenta agrega: “Andá al médico antes que te explote”, y el vengativo augura un corto futuro lleno de calamidades: “¡Otra qué médico! Buscate un cura porque eso es mortal”. No hay respuesta para ellos, pero esa cosa sigue estando ahí, entre nosotros.
“Está vivo, está vivo”, gime desesperado el hombre a mi lado agarrándose del cuello para ahorcarse y no seguir sufriendo las ultrajantes caricias de eso. Está en el aire, se nos mete por la nariz, nos toca debajo de la ropa y no se detiene ni ante las lágrimas que afloran en los ojos de la anciana del tapado gris. Milagrosamente la puerta se abre y el primero en abandonar la nave es el caballero cincuentón y elegante que envuelto en su sobretodo se aleja gritando: “No es humano, no es humano”. Otro, con tono profético de pastor evangélico, ni bien pone pie en tierra advierte, temeroso de la ira de Dios, a los que están por subir: “No suban, este bondi está maldito, es el infierno ahí arriba”. Diablos, tiene razón. Otra se prende al delirio místico y salta pidiendo que llamen al exorcista. Detrás de ella baja la mujer del principio, la de la voz chillona, que frunciendo la nariz se aleja gritando “¡Abran las ventanas, por amor de Dios, abran las ventanas!”. Pobre, si no estaba loca ahora lo está.
Al final de la estampida solo quedamos a bordo los que no tuvimos oportunidad de escapar. Incluso la cosa esa parece haber bajado, incapaz de ser contenida por el estrecho espacio interior del colectivo. Al rato el 93 sigue su marcha, y uno de los sobrevivientes, necesitado de justificarse, nos dice a los que vamos sentados cerca de él: “Si me bajaba pierdo el presentismo”. Evidentemente la experiencia es traumática y dejará secuelas. El chofer, para quien quiera escucharlo, especula en los peligrosos umbrales del desequilibrio mental: “Se comió la mano de Gardel, o las patas, o algo, no sé, algo de Gardel tenía que ser”. Aunque lo he intentado, hoy, mucho tiempo después, no consigo olvidar aquella desgraciada jornada a bordo del 93. Me sirve de consuelo jamás haber vuelto a oler algo tan asqueroso como aquella flatulencia, pero aún le temo porque la sé eterna e indestructible. Y añeja debe ser peor. Sepan que debe andar por ahí, al acecho, y les advierto con palabras del genial Enrique Santos Discépolo: “Cuidensé porque anda suelta, si los cacha los da vuelta, no les da tiempo a rajar”.
3. EL JUBILADO HARLEY DAVISON:
Era el verano de un año que no podría precisar. El 130 atiborrado que había tomado en Puente Saavedra avanzaba lentamente con la modorra propia del lunes, resistiéndose. Viajaba parado, colgado del pasamanos, con el único alivio de estar cerca de una ventanilla por la que entraba algo de aire y se podían ver pedazos del asfalto. Todavía era temprano y no hacía mucho calor. Nadie viajaba en ese colectivo por gusto, y a simple vista destacaba la mayoría de obreros de la construcción. También algunos oficinistas con cara de café instantáneo enfundados en trajecitos gastados, copias devaluadas de sus pares automovilistas. Frente a la ESMA se bajaron dos marineros y subieron otras diez personas alentadas por el irreal grito colectivero de: “Hacia el fondo que hay lugar”. Alguien esgrimió retrocediendo la fútil defensa del: “No entra más, no entra más”. Empecé a sudar y no encontraba forma cómoda de llevar el cuaderno y el libro que traía encima. El fastidio se hacía mayor al tener que ir encorvado, ya que el techo era bajo y un insidioso remache puesto allí se ensañaba en arrancarme los pelos uno por uno en la génesis de mi calvicie progresiva. En cada frenada cruzábamos miradas de vacas rumbo al matadero con el albañil a mi lado, cuya piel curtida aparentaba treinta años, disculpándonos mutuamente por los involuntarios pisotones. Una de las curiosidades de los colectivos es que se queda hombro a hombro con gente completamente desconocida y se asume la forzada familiaridad. En tales circunstancias se impone la mímica chaplinesca: la frenada obligando a contener el equilibrio dispara el intercambio de sonrisas compasivas que disimulan un codazo por aquí, un rodillazo por allá, un te agarro para que no te caigas o te empujo para que no me tires, todo en silencio como si soltar palabra implicara perder la concentración y la vertical. Así que, ahí estábamos, compartiendo los tortuosos desatinos del viaje cuando, aún circulando por Libertador, lo vimos.
Abajo nuestro, casi a la misma velocidad del bondi el hombre venía fresco, elegantemente deportivo cabalgando en la moto de buena cilindrada tipo Harley Davison. Los pantaloncitos blancos hacían juego con las medias y las zapatillas de tenis. La remera de suave celeste con vivos negros se agitaba al viento y el ostentoso reloj de oro lo mostraba dueño de sus horas. Sólo la calva lustrosa hacía pensar que a su estampa le faltaba la cabellera flameante para estar completa. Pero el calvo geronte motorizado no parecía extrañar su melena, que difícilmente haya perdido por malos remaches sobresaliendo en los techos de los colectivos. Lo miramos con admiración y una envidia que no me atrevería a calificar de sana. Sobre todo cuando, ajeno a nuestros pesares, nos miró displicentemente y percatándose del sentimiento la sonrisa burlona se extendió gozosa en sus labios. Volvió la vista al frente y, al seco golpe de su muñeca sobre el acelerador, se alejó intempestivamente con la raqueta colgada en la espalda. Nos mirarnos con mi ocasional amigo del bondi, a esa altura de viajar cual ganado éramos como chanchos, y suspiramos sin decir palabra. Aquel tenista motorizado, yendo a esparcirse mientras los demás íbamos a estudiar o a trabajar se convirtió en mi modelo de vejez. Me voy a comprar una moto si llego a viejo y tengo con qué; no sé si voy a jugar al tenis, pero es seguro que en las bonitas mañanas de verano voy a pasear mi calva cabellera por los bordes de cada bondi cargado que pueda encontrar. Y si alguna vez veo algún joven estudiante envidiar mi andar, sonreiré con la misma mueca gardeliana del pelado aquel.
4. El REY DEL BALERO:
Pensé que esa noche de sábado ya no deparaba sorpresas. La salida proyectada con prometedor entusiasmo se había desbarrancado en el tedio de diferencias irreconciliables. El frío beso en la mejilla de un prematuro adiós le puso el piadoso fin, ni modo. El 152 rescató mis restos del naufragio. Por el clima jovial del pasaje era evidente que para muchos la noche terminaba, o empezaba, mejor que la mía. Los asientos estaban ocupados y entre diez y quince viajábamos de pie. La unidad venía de ser desinfectada antes de ese recorrido, lo delataba el perfume floral que apestaba a albergue barato. El chofer nos obligaba a escuchar música cuartetera, que para colmo de males acompañaba con el concurso de su desafinada voz. Horrible. En el pasaje había varios grupos de amigos que conversaban animadamente y algunas parejas que reían complicidades. Cerca, en la fila de asientos individuales, el chabón de onda stone llevaba a su novia en las rodillas, una feúcha con la que intercambiaba permanentemente los restos estirados del chicle. Mi mal humor me hacía evidente que estaban hechos tal para cual, al punto que las melenas negras y ensortijadas debían compartir la misma colonia de piojos grasientos. Podía imaginarlos en el futuro, criando varios hijos y mascando el mismo chicle descolorido. Al fondo el grupo de impiadosos adolescentes quinceañeros coreaba en sorna las canciones que deleitaban al chofer. No imaginaba peor epílogo para esa noche.
A la altura de Puente Pacífico subió al colectivo ese tipo. Pantalón a cuadros, mocasines marrones, camisa verde, corbata roja y saco beige. Delgado y cabezón parecía la caricatura de Pepe Biondi por los rasgos de la cara, sin embargo sus gestos no emulaban la picardía disparatada del genial cómico de Patapúfete; se le notaba la locura, el aislamiento del que vive la mayor parte del tiempo en otro mundo.
De movida se abalanzó decidido sobre el chofer, abrumándolo con el fraseo indescifrable que le ahorró pagar boleto. El fercho hizo la clásica y se lo quitó rápidamente de encima mandándolo para atrás. Se detuvo frente a las dos señoras sentadas en el segundo asiento doble intentando pose de galán. Desairado en pocos segundos de estática incomodidad, siguió avanzando abrazando a uno de los muchachos que viajaban de pie obteniendo, antes de poder decir palabra, el áspero empujón que lo hizo trastabillar hacia el centro del bondi. Pocas pulgas los pibes. Miró a su alrededor y largó un monólogo canyengue que nadie tuvo la audacia de interrumpir; darle cuerda a un loco sólo sirve para enredarse. Subió más gente al bondi y lo volvieron a correr. Obviamente fue a caer justo a mi lado. Ya sin lugar para alejarme puse cara de póker y me resigne a esperar que no fuera a mí al que le diera sanata. Por un par de cuadras se portó bien y quedó en silencio.
Pensé que zafaba, hasta que de improviso sentí el golpe en mi brazo derecho. Me golpeaba con la mano izquierda, abierta y de revés, llamando mi atención al mismo tiempo que decía: “Pero, ¿a mí me la van a contar?”. Mutis de mi parte y otro golpe suyo con comentario incluido. “Si yo era el rey del balero… ¿Y me la van a contar a mí?”. Traté en vano de apartarme sigilosamente. “¡Por favor! Si yo jugaba con las chapitas en las veredas de la vieja Penitenciaría, y me hice mi primer balero con una lata de tomates”. Cada comentario venía precedido de otro golpe sobre mi brazo. “Cortaba un palo de escoba, agarraba la lata, una piola, y ¡zas!, ya estaba el balero”. Los chicos del fondo se callaron y escuchaban conteniendo nerviosas risas. “Y yo con el balero era el rey del balero. ¿Qué digo el rey del balero? ¡Yo era el rey del mundo con mi balero!”. Cada vez pegaba más fuerte y acentuaba el énfasis al hablar. “¿A mí me la van a contar? Balero es lo que les falta a los pibes de ahora”, aseguró desafiante. “Claro, si tienen de todo y son unos pobres infelices… ¿Por qué? Porque no tuvieron balero”. Yo lo miraba sin atinar a reaccionar, tampoco tenía sentido decirle nada porque el tipo estaba en la suya. “Como si fuera fácil embocar al balero”. Otro golpe y el comentario de rigor: “Ahorré de a centavos y me compré el de madera. ¡Qué señor balero era mi balero de madera! ¿Y me la van a contar a mí?… Pantalones cortos tenía”.
A esa altura yo lo tendría que haber frenado, pero en su hablar había algo hipnótico, cierta fascinación de gurú revelando alguna verdad universal. “Yo era el rey del balero”, repetía convencido con cadencia confidente y los ojos grandes, exorbitados, de místico esclarecido. Bajé en Puente Saavedra y seguramente siguió hablando solo. Al otro día me descubrí tremendo moretón en el brazo. Tomó color, luego destiñó y desapareció al correr de los días, sin embargo no desapareció del todo porque meses después, cursando en la Facultad la materia Sociología del Derecho, estábamos discutiendo las razones de la drogadicción en los jóvenes, y me sorprendí exponiendo mi sencillo punto de vista:
- Para mí es un problema de balero.
- Explique el punto -dijo la docente.
- Hablo de la lata de tomates con el palo de escoba.
- No entiendo -dijo sorprendida al igual que mis compañeros.
- Es que ustedes no conocieron al Rey del Balero, un tipo que la tiene clara.
Casi me bocha en el final. Pero es cierto: a muchos pibes les falta balero, y a muchos grandes también.
5. EL DIA QUE MATARON A UBALDINI:
La tarde se dejó morir sin pena ni gloria entre las húmedas paredes del aula, en las insalubres catacumbas de la Facultad de Derecho. El profesor malgastaba saliva en explicaciones no atendidas hasta que comenzaron a sonar, en forma sincronizada, las alarmas de los relojes. Igual que monjes de clausura recorrimos en casual fila india el camino hacia la salida. No había tomado apuntes, ni siquiera dejé garabatos en mi cuaderno. Simplemente vegeté sin pensamientos en el limbo absoluto del vacío conceptual.
Anticipando la proximidad de la lluvia, afuera la neblina espesa mojaba las caras de los que aguardábamos el bondi bajo el techo de la parada. El interior del 130, ramal Munro, no escapaba a la deprimente atmósfera de aquella noche densa. Me dejé caer al asiento y las luces mortecinas, parpadeando opacos amarillos, desalentaban la de por sí no muy firme intención de leer del libro algo de lo no atendido en clase. Otra vez me tornaba vegetal y la ventanilla empañada ocultaba los contornos de la arboleda en los bosques de Palermo. El silencio de los pocos pasajeros se interrumpía, de tanto en tanto, con los estridentes crujidos de la gastada caja de cambios. Atravesamos Belgrano en medio de un apagón, eran los días de Segba y Alfonsín. Las luces del colectivo seguían agonizando con tenacidad y los párpados comenzaban a pesar. Así, entrecerrando los ojos, obnubilado en el sopor de esa noche opresiva lo vi sacar boleto en la última parada de Capital Federal, justo antes de cruzar Puente Saavedra.
Rondaba los sesenta años, desde mi joven edad de entonces un hombre mayor vistiendo el saco grueso y oscuro que colgaba de sus hombros estrechos, acaso vencidos. Las facciones del rostro andaluz bien marcadas, a tono con una nariz del tipo batata y los ojos saltones. Lloraba. Las lágrimas le caían hasta metérsele en la boca por los labios entreabiertos. Me impactó. Siempre es shockeante ver gente grande llorando. Alguna desgracia personal, pensé yo y creo que también los demás. Pero ya del otro lado del Puente, antes de sentarse él y cuando me paraba yendo a la puerta trasera para bajar, exteriorizó la razón de su penar. Compungido y a viva voz, con la necesidad de compartir tamaña información, aquel sujeto nos dijo a todos los presentes: "¡Mataron a Ubaldini! Tres tiros, seguro fueron los militares…”. Y como si quisiera convencerse de ello repetía: “Sí, fueron los militares". Sorprendido por semejante revelación con el dedo en el timbre bajé atontado los dos escalones que me pusieron en la vereda. De pie, aturdido al borde del cordón, alcancé a ver por la luneta que tomaba asiento perdiéndose en la distancia al internarse el colectivo en la avenida a oscuras. Rápidamente empecé a imaginar las funestas implicancias del hecho. Me abrumaban las preguntas y la desazón. ¿Por qué iban los militares a matar a Saúl Ubaldini? Con la seguridad absoluta que después de Malvinas el golpismo quedó muerto y enterrado ese crimen carecía de sentido, además el fulano no parecía estar seguro que hubieran sido los militares. Me urgía informarme.
De la parada en Avenida Maipú hasta casa tenía que caminar algo más de diez cuadras, primero apuré el paso, después troté y al final corrí a toda velocidad bajo la lluvia desatada, desesperado por escuchar la radio si es que no había luz para encender la televisión. Al pisar empapado la esquina de mi cuadra volvió la luz, lo que significaba poder ver por tele la terrible convulsión que debía estar sacudiendo al país. Entré como tromba dejando la puerta abierta detrás de mí. Mi viejo apagaba las velas en el comedor y mamá preparaba la mesa. La irrupción prepotente los dejó helados, voltearon con expresión de susto y me miraron perplejos ni bien largué la pregunta, disparada en tono inquisidor como si ellos, necesariamente, debieran saber algo: "¿Quién mató a Ubaldini?".
Mamá palideció llevando la diestra al pecho, mi Viejo hizo gesto de interrogación con las dos manos, la mímica preguntando: "¿De qué hablás?". Arrebatado expliqué lo que había pasado y compartimos la zozobra; pero al instante, en el noticiero, apareció "Saúl querido" ensayando la arenga del próximo paro. Yo lo miraba como quien ve un fantasma.
Después de los postres entré a darle vueltas al asunto. Me sentí muy pelotudo, ¿para qué negarlo? No lograba desentrañar la razón por la que ese tipo subió al bondi pregonando, con lágrimas incluidas, la muerte de Ubaldini, y todavía hoy no tengo la respuesta. No sé si fue un bromista, o un embromado, o un simple delirante. En cualquier caso lo apodé Benito, por el Benito Durante de los luchadores de Titanes en el Ring, ya que según la tarantela de sus presentaciones: "Los muertos que mata Benito, gozan todos de buena salud".
6. BELLEZA:
Mañana de sol, propicia postal para una cursi poesía de primavera. El 130 viene casi vacío y el bendito aire entra por las ventanillas desparramando frescuras. Nada especial, nada fuera de lugar, nada memorable, simplemente la vida va. Da gusto ir en el bondi, más allá de tener que ir a donde sea que iba. Pero, aunque ni siquiera lo presiento, algo fuera de lo común está a punto de ocurrir.
En alguna parada de Libertador suben dos mujeres. La mayor pregunta al chofer por la cercanía entre el recorrido y cierta esquina. La otra, seguramente hija de la anterior, camina hacia el fondo enfundada en un vestido blanco sencillo y muy corto. Es alta, sinuosa, de piernas largas y fuertes definitivamente bien torneadas. Lleva el cabello suelto cayendo por detrás de los hombros, brillo y sedosidad en sus rulos exhibiéndose al estilo de la mejor publicidad de shampoo.
Mi convicción atea vacila ante la sensualidad pagana, debo admitirlo: las diosas sí que existen. Esta deidad ha detenido el tiempo y los sonidos, cada paso suyo se extiende con gracia majestuosa durante una eternidad y aun así es poco para contemplarla. Perfección hasta en las rodillas. Los labios están hechos para el desenfreno y sus ojos verdes golpean al mirar. No lleva nada de maquillaje en la cara, le estimo 19 años y explica por sí misma el sentido de la palabra "belleza". En ella van la armonía y proporción de las formas expresando la energía vital, intensa y elevada, del éxtasis superior en la mera contemplación. Está a un paso de donde estoy sentado cuando la madre le anuncia que es otro colectivo el que deben tomar. Ella se detiene, parpadea, da vuelta y camina desandando sus pasos. Se va. La espalda descubierta. Otra vez, perfecta. El colectivo reinicia su marcha. Pronto su silueta se pierde en la distancia. No soy el único que queda impresionado, algún otro pregunta en voz alta: "¿Era de verdad?". Nadie contesta, los pocos que allí estuvimos nunca lo sabremos.
7. COLECTIVERUM TREMENDUM EST:
La mesa examinadora venía ensañándose con algunos temas que llevaban los interrogatorios a la larga. Aquellos profesores conocían el incomprendido arte de arrinconar intelectualmente al examinado, y disfrutaban ejercitarlo. La chica que aguardaba en capilla leía el programa tratando de adivinar por dónde vendrían los golpes en las bolillas que el azar había determinado. Apenas medio metro delante de ella, el gordito trajeado con el peinado a la gomina se aferraba al guitarreo experto del alumno habituado a rendir exámenes libres. Malabares de palabras para no terminar nunca de caer. Claro que su perseverancia en el desastre no hacía más que deleitar a esos tres cónsules romanos sedientos de sangre y espectáculo. Cualquier otro profesor, incluso alguno de los menos piadosos, no hubiera prolongado la agonía innecesaria. Ellos sí. Miraban con inocultable sarcasmo cada gota de sudor que al pobre gordo le caía por la sien hasta llegar al cuello de la camisa. Yo iba a ser el próximo en sacar bolilla, el augurio no era bueno: "Ave César, los que van a morir te saludan"; pero tampoco había escapatoria, ya estaba ahí, alea jacta est. Cuando el gordito hubo descendido a los infiernos de la confusión y verlo morder el fango de los complicados vericuetos de la legalidad perdió la gracia, unánimemente decidieron los tres bajarle el pulgar. Se fue con el patito feo dibujado en la libreta y absoluta dispersión en los conceptos, hasta en aquellos que tenía en claro antes del examen. Los tres profesores lo vieron alejarse por el pasillo del aula, arrastrando los pies en busca de la salida. "Mejor suerte", me deseó al pasar junto a mí con sus pasos vencidos. Tragué saliva.
La rubia intentaba sonreír al sentarse en el asiento donde al gordito le arrebataron las esperanzas. Se esforzaba por parecer tranquila y los verdugos lo notaron, por eso uno de ellos preguntó tiránico: “¿De qué se ríe señorita?”. "De nada", musitó con labios temblorosos que no tardarían en quedarse mudos. Con el banquete servido yo iba a ser el postre, pero me salvó el gong; milagros que a veces ocurren. El Presidente de la mesa, cuyo afamado y no menos odiado nombre es preferible ignorar, anunció que la desafortunada niña iba a ser la última baja del día, los restantes seríamos aniquilados unas horas después del amanecer. Me alegré, aun teniendo conciencia que lo único que había ganado era la gracia de seguir sufriendo. Tal vez un repaso más.
Tenía que llegar rápido a casa, preparar café y revisar esos puntos flojos en el programa. Tomé el 93, saqué boleto y me senté en el fondo para, entre cansancio y ansiedad, tratar de discernir los temas que marcaban la prioridad en el cuestionario de la mesa. A las pocas cuadras, ya sobre Avenida Las Heras, noté que íbamos rápido. “Qué bueno -me dije-, voy a llegar temprano”. Pronto noté que el colectivo seguía acelerando mucho. Me percataba de ir muy rápido. Absorto en mis propias divagaciones mentales, esas que cada tanto me tornan incapaz de comprender lo que pasa alrededor, pretendía ignorar que el asunto de la velocidad era en extremo anormal. Corríamos por encima del límite y todavía seguía contento porque iba a llegar pronto. Recién cuando pude ver que los que iban de pie se agarraban de los pasamanos con esfuerzo empecé a preocuparme, e incluso así no llegaba a entender lo que pasaba.
Bien ridículo ver al flaquito de campera azul, queriendo mantenerse parado junto a la puerta trasera, contorsionarse en pequeños saltos mientras oprimía el timbre con la fuerza de la desesperación. El chofer seguía con el pie firme en el acelerador, completamente sordo al ruido de la chicharra. El flaquito lanzó entonces un grito violento, políticamente incorrecto, que creo fue dicho sin ningún ánimo racista de su parte: “¡Frená, negro de mierda, que te vamos a matar!”. Lo dijo con voz intensa, pero dadas las sacudidas de saltimbanqui a las que se veía obligado no parecía convincente. Encorvado sobre el volante el chofer ignoraba las amenazas olímpicamente. Yo pensaba, todavía medio en el éter: “Si el flaquito este está solo, ¿por qué habla en plural?”. Recorrí con la mirada las caras de las otras personas notando que el signo distintivo de todas ellas era el pánico. Pánico de verdad.
Apresuradamente, entonces sí, me descolgué de mi nube. El colectivo no solamente circulaba a velocidad temeraria sino que lo hacía en zig-zag, y el ensimismado chofer no daba muestras de salir de la locura. Repentinamente el volantazo y la brusca frenada hicieron que el flaquito cayera sobre el último asiento doble, donde otras dos personas gritaban su terror de tren fantasma o montaña rusa. Y yo, para caer literalmente en la cuestión, fui a dar con mi traste al medio del pasillo. Alcancé a incorporarme manoteando el parante antes de la nueva acelerada, ahora podía ver a través del parabrisas el sentido que tenían las maniobras del chofer. Estaba claro que perseguía a un Renault 12, gris metalizado, y que no quería ponérsele a la par sino directamente pasarlo por encima. Casi lo logra en dos oportunidades. En la primera el conductor del auto lo esquivó cruzándose peligrosamente al carril de la mano contraria. La segunda vez se evadió repitiendo la maniobra pero clavando los frenos, de modo que el colectivo siguió de largo. El chofer de la 93 también frenó, detuvo el micro por completo y abrió las puertas. El flaquito que había prometido muerte fue el primero en bajarse, sin ninguna intención de cumplir sus promesas. Otros bajaron con él. Curiosamente la mayoría nos quedamos ahí, no sé en verdad porque. A lo mejor porque se podía ver bien todo el show, que apenas parecía haber empezado.
El joven conductor del Renault 12 se apeó del auto esgrimiendo una llave en cruz. El colectivero se armó con el pequeño bate que llevan los del gremio, ese que supuestamente sirve para golpear las gomas revisando que tengan suficiente presión de aire. Lo asombroso fue que en absoluto estado de furia, alienado hasta las babas, el de la 93 intentaba salir por el diminuto ventilete junto a su asiento. Ese colectivo no tenía puerta del lado del conductor y el tipo hacía fuerza con las manos queriendo ensanchar el espacio. Tan fuera de sí que el esfuerzo tenía veracidad, no era el verso del que dice “agárrenme que lo mato”. No, no, nada de teatro, el tipo realmente quería pasar por el ventilete. Si bien es conocido que los embotellamientos multiplican las iras y disparan la intolerancia, el gentío que salió del tránsito detenido por extraña vez reclamaba cordura y apaciguamiento a los potenciales contendientes. No recuerdo el sonido de ningún bocinazo.
En una jeringoza incomprensible el chofer amontonaba palabras en su boca y las soltaba juntas, sin dejar de intentar ensanchar los reducidos marcos del ventilete para caer sobre el automovilista, quien con no menos demencia lo retaba a pelear en medio de la calle. Incluso en ese contexto tan dramáticamente grotesco, típica escena de alguna película italiana de la posguerra, mi interés era que se serenaran pronto, retomar la marcha y llegar a casa. Hasta miré el reloj cronometrando el tiempo transcurrido y estimé que el émulo de Niki Lauda venía imponiendo una marca nada despreciable.
Al toque la situación pegó el giro deseado hacia el lado de la cordura: el automovilista, impulsado por quienes lo rodeaban y la llegada de la Policía, volvió al Renault 12 gris y se alejó dejando estériles insultos estampados en los vidrios de su cabina. Sosegado, el colectivero contempló la retirada del rival en absoluto silencio y con quietud de estatua. Apenas diez segundos estáticos, cargados de tensión, hasta que dejando caer el bate al piso se dirigió a los pasajeros con impensada mansedumbre y contrastante corrección de léxico. Quedé absorto, una vez más, al oír sus palabras.
- Señores pasajeros, disculpen lo ocurrido, yo no estoy en condiciones de seguir manejando así que van a tener que pasar al colectivo que viene atrás.
Lo dijo y quedó mudo mirando el piso. Era hombre corpulento, de tez blanca, pelo corto, no muy alto. El resto del pasaje debió quedar tan sorprendido como yo porque nadie se movió de su lugar, había algo intrigante en su apesadumbramiento y se podía sentir que las líneas de todas las miradas convergían en él. Se mantuvo quieto, encorvado, vencido, desconectado. Y estalló con un discurso tan improvisado como elocuente, acompañado de gestos desmesurados y amenazantes:
- ¡La culpa es de ustedes! Ustedes tienen la culpa de todo esto, ustedes que cuando el gobierno aumenta el boleto no dicen nada, ustedes que se quedan pegados al timbre, ustedes que quieren que hagamos veinte cosas a la vez, ustedes que no traen cambio para sacar boletos, ustedes que siguen subiendo aunque no entren más, ustedes que bajan por la puerta de adelante, ustedes que tapan el espejo de atrás, ustedes que quieren bajar en cualquier lado, ustedes que no le dan el asiento a las viejas ni a las embarazadas, ustedes… ¡Todos ustedes malditos animales que no quieren viajar como ganado pero todo el tiempo muestran las pezuñas y las herraduras!
Se calló tan violentamente como había empezado su diatriba. Quedó otra vez quieto, encorvado, vencido, desconectado. Nadie se atrevió a decirle nada, ni siquiera yo, que estuve a punto de preguntarle: "Disculpe, ¿tardará mucho el colectivo que viene atrás?".
Mientras descendía de ese coche observé que otro chofer subía al micro y abrazaba a su compañero. Tengo la foto mental de ese abrazo tierno y contenedor; recién entonces tomé conciencia de lo grave que había sido todo el asunto, que alguien pudo haber salido malherido o muerto. Desde la vereda, donde los transeúntes se agolpaban saciando curiosidades con la poco sutil proliferación de comentarios varios, seguí mirando la escena a la que se agregaban otros choferes. “Estos tipos terminan todos locos”, arriesgó uno que pasaba. Al rato la calle recobró su normalidad y volvió a ser como debía ser.
No demoré más de quince minutos de lo habitual en llegar a casa. Hice el café con leche que tomé hojeando el libro que debía releer, revisé apuntes y volví a enfrascarme en el examen del día siguiente. Aprobé, no sin recibir unos cuantos zarpazos de los leones largados a la arena del circo romano. Aprobé porque una de las preguntas derivó en la volatilidad del carácter. “Un mal día lo tiene cualquiera”, respondí tomando a modo de ejemplo el estresante trabajo del chofer de colectivos.
Durante mucho tiempo me pregunté cómo seguiría aquel chofer tras el incidente. Dos años después lo volví a ver. Lo reconocí al sacar boleto en otro 93, entonces me senté en el primer asiento a observarlo manejar. Era cuidadoso, amable con los pasajeros, no hacía ruidos con la caja de cambios, frenaba suavemente y se aproximaba al cordón en las paradas. Debe ser cierto nomás: un mal día lo tiene cualquiera.
8. DRAMA EN CONTRASTE DE GRITOS Y SILENCIO:
El 15 se acercaba a Plaza Italia y el pequeño Santi no dejaba de preguntarnos, a mi esposa y a mí, cuánto faltaba para llegar al zoológico. El que ahora es el mayor de mis hijos rondaba entonces los dos años. Ocupábamos de los cinco asientos del fondo los tres del lado de la puerta de descenso, que cada vez que se abría y cerraba en las paradas golpeaba estruendosamente.
Subieron juntas dos personas de aspecto mishio. La anciana de cabellos canos y andar sigiloso tomó asiento, casi escondiéndose, al medio de la fila de butacas individuales. El hombre desordenado de pelo largo, vistiendo pantalones harapientos de jean y calzando sandalias de cuero, tendría algo más que cuarenta años. Aún en los escalones la carraspera de su voz inundó de tensión el ambiente y el chofer gesticuló indicando que lo habilitaba a viajar sin boleto. Agradeció a viva voz y fue a pararse junto a la mujer, su madre. “¿Viste mamá? -dijo con una ronquera áspera y rea que se contradecía con el evidente amaneramiento en la forma de pararse y mover los brazos- el chofer nos deja viajar sin boleto, tu hijo no tiene plata, mamá”. No estoy seguro si sus palabras, cargadas de reproches, llegaban a lastimar los oídos de la mujer, porque ella no decía palabra y permanecía sentada, inmóvil, con la vista clavada en algún punto al otro lado de la ventanilla. Con la anestesia de la resignación, quizá. De lo que sí estoy seguro es que lo lastimaban a él. Lanzó otras cuantas frases, tanto o más hirientes, sarcásticas, cada una dotada de mayor agresividad que la anterior. La mujer seguía petrificada, sin responder nada. Ni un gesto. Esa actitud ausente lo irritaba, por lo que aumentaba la virulencia de sus aspavientos creando una situación hartó incómoda para todos los presentes. Por el modo en que él iba parado no le veía la cara, semicubierta además por el pelo que, aunque tomado atrás con una coleta, dejaba libres mechones que le caían en forma desprolija ocultando sus facciones. Ante la impasividad de la mujer la exasperación le llevó a tomarla del brazo y zamarrearla, mientras le reclamaba: “Soy tu hijo, mamá”.
El cuadro era muy penoso y al mismo tiempo tan inmanejable que, aunque lo veíamos expectantes nadie atinaba a hacer nada. ¿Qué se podía hacer? Lo preocupante era que parecía destinado a descontrolarse en cualquier momento. En la hilera de asientos dobles viajaban dos chicas veinteañeras que seguramente susurraron algún comentario sobre su conducta y lo que estaba pasando. Entonces se dirigió hacia ellas diciéndoles algo que no alcancé a entender. Intimidadas, las muchachas se amucharon temerosas contra la ventanilla y el chofer, percatándose de lo que sucedía hizo buen uso de su autoridad: “Quedate tranquilo o te hago bajar”, le advirtió convincente. Se apartó hacia el medio del pasillo, vacilante alzó la mano dedicando a la madre un ademán de hartazgo y desdén. Resopló fastidio y como queriendo cortar el mal momento decidió ir al fondo.
Aunque el asiento junto a la ventanilla estaba libre eligió sentarse a mi lado, ahí le pude ver la cara maltrecha. Debí esforzarme para disimular la involuntaria repulsa y superar la impresión. Tenía varias llagas rojas, en los pómulos y debajo del labio inferior. Santi iba a mi diestra, flanqueado del otro lado por Inés. Nos miró a los tres y sonrió. Se quedó un buen rato pensativo y después se inclinó hacia adelante girando la cabeza para observar con detenimiento al nene. Santi se ocultó detrás de mi hombro y comenzaron ese juego en el que los chicos miran y esconden la cara cuando son mirados. En un momento el nene se tapó la cara con las dos manitas quedándose pegado a mí, ya no jugaba. La situación, harto incómoda, me ponía a la defensiva.
Viendo que Santi ya no quería volver a mirarlo, el hombre me dijo: “Se asustó, claro me ve con la cara estropeada por esto, hecho un monstruo, y se asustó”. No supe que decirle, pero me conmovió. “¡Soy un monstruo, mamá!”, gritó a la mujer y se quedó encorvado con ambas manos apretadas entre sus piernas. Únicamente atiné a colocar mi mano sobre su rodilla y presionar fuerte. Si pensé decirle algo no llegué a decirlo, volvió a mirarnos y nos halagó: “Son una linda familia, se nota, gente buena, no cambien nunca”. Revoleó los ojos con infinita tristeza antes de volver la vista al otro lado y quedarse así, en silencio. Enseguida estuvimos frente al botánico. Lo saludamos cuando bajábamos y, volviendo a sonreír, nos regaló otra andanada de frases elogiosas. Nunca lo volvimos a ver.
No sé si algunas cosas pasan por algo o por nada, el significado de los hechos intrascendentes puede ser más complicado de lo que pensamos. Recuerdo con nitidez su voz de desdichado, la escucho en determinados momentos, y por extraño que parezca, aunque aquella situación haya sido tan penosa de presenciar, cada vez que se me cruza revaloro mis afectos.
9. LONDON:
La jauría de perros levantaba polvareda bajo el sol muriente del atardecer. No sé si alguien más lo habrá notado, pero desde la ventanilla del tren se me hizo claro, con la evidencia de lo que no puede ser refutado, que en algún lugar alguien había olvidado, abierto de par en par, un libro del buen Jack. ¿De dónde más podría haber surgido semejante perrada? Es cierto que no era invierno y que Colegiales queda muy lejos de Alaska, pero los perros eran siete. Los números no son casuales cuando de arrastrar trineos se trata. Apenas saliendo de la estación el tren comenzaba a tomar velocidad, dándome tiempo de verlos bien. Ninguno con raza definida, compartían, eso sí, el mismo paso con el aspecto feroz de pelambres erizadas. Y colmillos relucientes que resoplaban sopor. Iban juntos, en la misma dirección del tren, atravesando sin desfallecer el largo terreno abandonado a las vías muertas y los galpones de cinc. Sus siluetas contrastaban contra el plano de la ciudad, indiferente al anacronismo sucediéndose en el descampado. Entre los ruidos del tren me pareció escuchar un chasquido. Lo reconocí de inmediato. Lo había escuchado antes; cientos, miles de veces. Consecuentemente, con la tensión de músculos habituados al rigor, los perros aceleraron el paso. El látigo se agitaba sobre ellos, eso debía ser. Aunque yo no lo viera, ni al carro, ni al hombre de las mil docenas. Si el tren se hubiera detenido, de seguro habría llegado a verlos, pero el tren siguió su marcha y los perdí de vista cuando doblaban, ordenadamente, como buenos perros de tiro.
10. DUDOSA BONDAD:
Si de elegir entre Pepsi y Coca-Cola se trata, en casa somos de Coca-Cola. Ese día le había comprado una lata a Santi y, mitad en broma y mitad en serio, se negaba a compartirla. Su argumento parafraseaba la explicación elemental que rato antes le di sobre el valor del voto en las democracias liberales, por eso decía: "Una lata, un hombre". Al rato el 21 recorría la General Paz yendo desde Puente Saavedra hasta Liniers. Yo viajaba de pie junto al asiento que ocupaba mi hijo. A mi izquierda, también parado, viajaba el tipo de treinta y largos al que llamaremos Sucio. Frente a él viajaba sentada una sexagenaria de fatiga al hombro, cada uno por su cuenta. Un número impreciso de personas completaban el cuadro cansino de jueves por la tarde, resignadas a las incomodidades del bondi cargado. Mi atención se concentraba en el gurrumín que, sosteniendo la lata de Coca-Cola en la diestra, cabeceaba a punto de quebrarse por el sueño. Debía cuidar que no se volcara gaseosa encima, pero mientras siguiese despierto no iba a soltar la lata que yo apetecía sin ningún remordimiento. No sé quien fue el imbécil que inventó aquello de "fácil como quitarle un dulce a un chico", seguramente nunca tuvo hijos. Por fin se durmió, así que pude retirarle la lata y acomodarlo en el asiento de modo que fuera posible sostenerlo, evitando que se golpeara, en el caso de frenada o maniobra brusca por parte del chofer. La lata estaba prácticamente llena, burbujeante y fría, tan perfecta como en cualquiera de sus avisos publicitarios. Disfruté el primer sorbo confirmando que eso quería. Ya estaba empinando el segundo trago cuando, de manera absolutamente involuntaria, lo vi.
Sucio escarbaba su nariz. La naturalidad con que lo hacía evidenciaba costumbre, no se trataba de falta de urbanidad producida por distracción, ni gesto forzado por alguna molestia de esas que no pueden esperar a resolverse en la intimidad. Había premeditación, alevosía y ensañamiento en la pornográfica introducción del dedo pulgar atacando las profundidades viscosas de ambas fosas nasales. La visión, absolutamente repugnante, me hizo cerrar los ojos. Trataba de no verlo y cuidar muy bien que no me tocara con sus sucias manos. La Coca-Cola había perdido todo su atractivo para convertirse en objeto molesto que no podía dejar en ningún lado. Intentaba no mirar, pero era imposible obviarlo. Sucio se encorvaba para poder mirar por la ventana, como si su cabeza fuera guiada por ese dedo que estiraba sin compasión las carnes de la nariz. Tan profundo hundía el pulgar que el labio superior se levantaba dolorido exhibiendo encías e incisivos. Tal vez pretendía rascarse el nervio óptico o encontrar alguna cosa extraviada en su cerebro. En cualquier caso, lo único que le vi. sacar fue un moco que examinó con deleite. Lo colocó en la punta del dedo índice. Hizo girar el dedo para que el verde producido no le ocultara ninguno de sus secretos, y después, cuando su curiosidad se encontró saciada, decidió deshacerse del moco. Entonces lo amasó de a poquito con la ayuda del pulgar, hasta dejarlo convertido en prolija esfera que dejó caer, displicentemente, en la cabeza de la mujer sentada bajo él.
Sé que Sucio merecía ser molido a golpes sin que mediara ninguna explicación, era lo que tenía ganas de hacer y no creo que me hubiera costado mucho, pero no quería arriesgar trifulca y que mi hijo pudiera salir lastimado. Tampoco decirle a esa mujer: “Señora, devuélvale al caballero el pan mohoso recién horneado que cayó en su cabeza", no hubiera sido gentil. Conteniéndome lo tomé del brazo y, cuidando que la mujer no escuchara, le dije al oído: “Flaco, si no sabés usar pañuelo por lo menos cuida que tus mocos no caigan encima de los demás”. Asintió con la cabeza y lo solté empujándolo, de modo que quedara claro mi desprecio. El resto del viaje lo hizo con sus dos garras aferradas al pasamanos del techo, bajo mi atenta supervisión. Descendió antes que nosotros, siempre con las manos a la vista.
Llegando a Liniers despertó Santi. Me manifestó su sorpresa porque no le tomé la Coca-Cola, la que al dormirse sabía perdida, y me dio las gracias por eso. Todavía asqueado, y tratando de sacar algún beneficio a la situación, opte por el autobombo: “Qué bueno es papi”, le dije. Pero el enano en sus cinco años respondió impiadoso, como que compartimos los mismos gustos: “A lo mejor estás enfermo”.
11. LA EFÍMERA GLORIA DE HABER GANADO NADA:
El barrio es el mismo, otros los tiempos. Los chicos de entonces jugábamos al fútbol en las calles, haciendo paredes con los cordones y deteniendo el partido al grito de “¡auto!” cada vez que algún vehículo osaba atravesar nuestro asfaltado campo de juego. Se podía jugar relativamente cómodos porque el parque automotor distaba mucho de ser la monstruosidad actual, casi daba igual llamar a los autos por la marca o el modelo: Ford era Falcon, Renault el 12, Fiat el 600 o el 125, Chevrolet el chevy, y muy poco más. El Torino siempre fue Torino.
Sin tránsito recargado, con cuatro ladrillos se armaba la cancha. Nos reuníamos en la cuadra donde vivía la mayoría de la barra, aunque el derecho nos pertenecía, algunos vecinos viejos aborrecían nuestra presencia y que pudiéramos dejar en sus frentes marcas de pelotazos o ventanas rotas (las casas no tenían la cantidad de rejas que se ven ahora). A ellos les supimos dedicar la canción que coreábamos sobre la música de Los Irrompibles, la película de los cómicos uruguayos, que según creo acordarme decía:
“Villa Vejete, la llamaban,
de todos lados nos rajaban,
fue primero La Vieja de Ala-Ala,
y después Don Mateo y La Alemana”.
La Vieja de Ala-Ala era una española que, escoba en mano, nos corría de su vereda con ese galaico grito de guerra. La Alemana, encerrada en su casa superpoblada de gatos y sin darle uso al Cupido Motorizado que guardaba en el garaje, nunca nos corrió pero rimaba. Y Don Mateo pertenecía a la Orden de los Caballeros Cruzados por el Sacrosanto Silencio de la Siesta, sin lugar a duda, nuestro mayor enemigo.
Una tarde, en las críticas horas posteriores al almuerzo, improvisamos el picadito de rigor sobre el asfalto desierto. Jugamos hasta el desafortunado tiro libre que se desvió en la barrera hacia el porche de Don Mateo. Alguno intentó rescatar el esférico de esa zona de peligro, pero el delgado e iracundo vecino aguardaba al acecho detrás de la ventana. Abrió la puerta con rapidez y se apoderó del balón que alzó cual trofeo de guerra. De nada sirvieron los ruegos. La perfidia destelló en sus pupilas. Sonriente con los labios finos de malvado, mostrando sus prótesis dentales exageradamente blancas, alzó la pelota en señal de triunfo e inmediatamente mostró el pequeño cuchillo de hoja puntiaguda. Suplicamos clemencia haciéndole notar que no era cualquier pelota sino una de cuero, pero no hubo caso. La redonda expiró con su lastimero gemido de agonía que nos doblegó en dolor y pesar. El verdugo, antes de retomar satisfecho a su oscura morada, nos arrojó riendo los mortales despojos.
Mascullamos broncas sentados en el cordón de la vereda. Urdíamos venganzas que nunca ejecutamos, y pronto surgió la idea de ir hasta la estación Coghlan, en cuyo potrero al costado del andén siempre se armaban partidos. Caminamos las cuatro cuadras hasta la estación Juan B. Justo y aguardamos pacientemente el paso del tren que iba a Retiro. Estación Saavedra y después Coghlan, viaje corto con guardas poco vigilantes fáciles de eludir.
Dos equipos ocupaban la canchita de tierra pelada bajo el cielo gris, que de tanto en tanto soltaba sin apuro una fina garúa. Desafiamos al ganador y esperamos que finalizara el partido, pactado a seis goles. Además aprovechamos para completar equipo con dos pibes que daban vueltas por ahí.
Los locales jugaban con clase, de movida nos embocaron dos goles y si no liquidaron rápido fue por obra e inspiración de nuestro arquero, fanático del Loco Gatti, que atajaba muy bien. Tres a cero y se largó fuerte la lluvia. Con barro era otra historia, podíamos oponer la garra al juego bonito. Un resbalón de ellos permitió el gol de contragolpe y achicamos la distancia. El cuarto gol fue un penal por culpa mía, que habilidad no tenía y como defensor me apodaban guadaña. Cada vez llovía más. Hicimos dos goles y nos pusimos cuatro a tres. Ellos se fueron a cinco y otros dos goles nos dejaron iguales.
La cosa no daba para alargues, así que el que la victoria iba a ser para el que anotara el siguiente gol. Propusimos declarar empate, porque ya diluviaba y eso era un barrial. Pero se sabían mejores y no aceptaron. El juego se tornó trabado, con faltas fuertes por ambos lados.
En Coghlan el tren a Retiro solía detenerse por más de veinte minutos, en razón de lo cual mucha gente, habituada a la espera, decidía hacer tiempo viendo los picados. Ese día, con lluvia y todo, la pasión futbolera hacía que cuatro o cinco tipos al amparo de paraguas siguieran el partido alentando a unos u otros.
Patadas varias y tiro libre para nosotros. "Pegale de puntín", me dijo alguno de los chicos con el pelo planchado por el agua. Tenía unas zapatillas Puma, con puntera reforzada de goma dura que se suponía, así lo creíamos, me permitían patear más fuerte que los demás. Acomodé la pelota. Tomé carrera. Miré la barrera, al arquero, medí dónde pisar firme y le pegué con todas mis fuerzas. El pelotazo en línea recta pasó primero por el costado de la barrera y después entre las manos del arquero. Los tipos del andén gritaron el gol alzando los paraguas y por única vez en mi vida sentí lo que es hacer festejar un gol a la tribuna.
En plena euforia cruzamos cantando el puente peatonal, hacia el otro lado del andén y dando saltos sobre los ruidosos chapones: “¡De Florida, de Florida, de Florida, yo soy!”. Las zapatillas pesaban kilos de barro y las remeras chorreaban agua. Volvíamos en el furgón del tren descubriendo afonías y estornudos que anunciaban gripes. Con semejantes fachas sabíamos que no podíamos zafar de ser reprendidos cuando llegáramos a nuestras respectivas casas. Pero en el furgón, embarrados hasta las orejas y tiritando de frío, sentíamos que nadie nos iba a poder quitar esa efímera gloria de haber ganado nada.
12. MEMORIAS DE EL PALENQUE:
El tren. Si tengo que elegir un medio de transporte, definitivamente elijo el tren. Las razones de esa preferencia son múltiples, algunas objetivas, cuya enumeración sería zambullirse de lleno en obviedades inconsecuentes, y otras personales, diría que personalísimas. Asocio el tren a los mejores recuerdos de mi infancia, tiempos de vacaciones de verano en ese pueblito de Entre Ríos que tenía el gracioso nombre de "El Palenque".
Allí, en medio del campo y bordeando sembradíos de choclo y girasol, estaban la Estación del tren y, en el mismo estilo de construcción, unas cuantas casas habitadas por los empleados del ferrocarril.
Durante mucho tiempo el tren ha sido sinónimo de comunicación, de progreso, de civilización, de dominio sobre la enorme extensión del territorio argentino, y me importa un rabanito que hayan sido los ingleses los principales propulsores de sus beneficios. El tren es en sí mismo algo bueno, sin importar de dónde venga. Hay algo esperanzador en el paso del tren, tal vez por eso era un clásico familiar que los abuelos llevaran sus nietos a ver pasar el tren por la Estación más cercana. No importa cuantos trenes existan, jamás serán tantos como para que cada uno no deje algo especial a su paso.
Allá en El Palenque, como en miles de otros pueblos, los caminos eran de tierra y la vida se encendía con el paso del tren. Parte de mi familia proviene de El Palenque, donde mi abuelo materno trabajaba en el ferrocarril. Don Kesseler falleció antes de yo nacer, y el grueso de la familia se mudó después. Quedó la tía Mila casada con otro ferroviario, José Velásquez, a los que visitaba en vacaciones. Al tío siempre lo encontré parecido a Clark Gable, pero en versión ruda, sin ninguno de los afeites del cine. Tenía piel curtida por el sol, armaba sus propios cigarros y cultivaba en la huerta con devoción. A la mañana temprano salía con sus compañeros en la zorra y volvía por la tarde, siempre con el uniforme azul, la caja de herramientas y el sombrero de paja. Había dos zorras en El Palenque, una con motor que usaba la cuadrilla local, y otra manual que quedaba en un galpón. La zorra manual era igual a la de los dibujitos animados, cuatro ruedas de acero impulsadas por una manija de sube y baja. Los chicos solíamos subirnos a ella y moverla en el tramo seguro de la vía. Hubo un verano en el que frente a la Estación el ferrocarril dejó, varados sobre vía muerta, varios vagones destinados al desguace. Desde luego esos coches fijaron el lugar de juegos de aquel verano. Lo que más nos gustaba era subir a sus techos para, sobre blancos varios, ejercitar puntería con los rifles de aire comprimido. En mi equipaje no faltaban miles de balines para el Robín Hood 4,5 mm, y siempre hacían falta más. Nunca, jamás, sobró alguno. Otra de las delicias de Palenque era la leche en tarros, mucho más espesa que la habitual de sachets, y que endulzaba con Nesquick. Esas delicias son apenas parte de las razones personalísimas por las que elijo el tren sobre cualquier otro medio de transporte.
Pero aún así, mi tren no es el que iba de Paraná a Concordia pasando por El Palenque y Cerrito. Mi tren es el que marca el paisaje urbano entre Retiro y Bartolomé Mitre, y mi estación no es la añorada El Palenque, sino la cercana y gris Juan B. Justo. Empero, aquella es lejana ilusión que el tiempo ha idealizado, y con la que el mágico andar del tren, pese a estar signado por la rutina y las responsabilidades del presente, se empeña en acariciarme cada vez que voy en él.
13. MI MALDITA CARCAJADA:
Por los ventanales del salón podíamos ver que la noche desteñía su cerrazón en los albores del domingo. La fiesta con que Mónica celebraba los quince años avanzaba con rutilante éxito. Sus padres exhibían sonrisas exultantes, plenas de satisfacción por la alegría con que el evento se iba desarrollando. Mesa por mesa escoltaban a la nena, engalanada en un soñado vestido blanco, sacándose fotos con los distintos grupos de invitados. Nadie debía quedar fuera del futuro álbum, ni siquiera nosotros: los amigos de las vacaciones.
Imagino fundadas prevenciones por parte de los progenitores de la cumpleañera al extender las invitaciones, poco y nada podían saber de Alejandro, Compa, Martín, Tristán, y yo. Las playas de San Clemente del Tuyú nos reunían año tras año y ese verano alguno había revoloteado alrededor de Mónica. Con el transcurrir de las horas demostramos ser buenos muchachos, tan sociables como los otros que ya conocían del barrio y el colegio. El padre lo expresó claramente cuando se acercó para la foto, “vemos que son tal como Mónica dijo que eran y estoy muy contento de que hayan venido”. Ah, sí, teníamos a los viejos en el bolsillo…
Tan bien caímos que fue demasiado. La madre, tal vez con la efusividad de algún traguito de más, decidió bendecirnos repartiendo sonoros besos en la mejilla mientras nos agradecía por estar allí. De ella, mujer delgada, mediana estatura y no más de cuarenta años, el tiempo transcurrido ha desdibujado sus facciones en mi memoria y no podría aportar más datos fisonómicos.
La cruda verdad es que si pudiera olvidaría completamente a Mónica, a su fiesta y a su madre. Lamentablemente el papelón que hice fue tan grande que jamás tendré el alivio de la amnesia. Recuerdo el instante con precisión, desde el principio del fin, cuando me besó y notó que yo era el único que no estaba empapado en sudor.
- Vos no bailaste -me dijo con tono de exagerada sagacidad.
- No, a mí no me gusta bailar -respondí.
- ¡Pero tenés que bailar! -exclamó imperativamente festiva.
- No, yo no bailo -insistí.
- Ah, eso no importa, conmigo vas a bailar.
“Dale bailá”, empezaron a decir los amigos empujándome hacía la pista mientras la señora intentaba arrastrarme del brazo. La situación divertía a todos, menos a mí. Tiré del brazo y ella no soltó. Volví a tirar con más fuerza y tampoco largó. Los demás me empujaban y Mónica se acercaba sonriendo. Recuerdo especialmente su sonrisa, porque justo en ese momento, ese maldito momento, paso del estado de gracia, radiante, feliz, al espanto repentino de una mueca de horror.
Sentí otro tirón en el brazo, el último, sorprendentemente fuerte. Sin terminar de procesar en mi mente la imagen patética que sucedía a la sonrisa de Mónica giré la vista hacia la madre: caía lentamente al piso, completamente endurecida como durmiente de tren. A medida que caía su mano soltaba mi brazo y mi mano no alcanzaba a tomarla con fuerza suficiente como para detener la caída. No hizo ruido al caer, pero estalló al unísono la gritería de los demás. Cayó de espaldas, con la mirada extraviada saliendo sin dirección por los ojos abiertos de par en par. Golpeó la nuca en la baldosa y quedó tendida sobre el suelo con las facciones rígidas.
La miraba atontado, anonadado, absorto. Se convulsionó violentamente y sus pantorrillas se agitaron en un pataleo rítmico. Epilepsia. Yo no sabía que la madre de Mónica sufría de epilepsia, ya dos veces antes había visto personas convulsionarse por esa razón y me di cuenta exacta de lo que estaba ocurriendo. Fueron fracciones de segundo en las que quedamos viendo, todos menos el padre de Mónica que rápidamente se arrodilló a su lado para auxiliarla.
Aunque me sentía paralizado, muy apenado por la mujer y dominado por los nervios hice algo terrible. Me reí. A carcajadas me reí. Ella movía los pies perdiendo un zapato en el ajetreo, y yo más me reía. Ella lanzaba espuma por la boca, y mis carcajadas estallaban sonoramente. Juro que interiormente me sentía muy mal y no podía evitar que las carcajadas siguieran saliendo. Lloraba de la risa y con dolor de barriga. El papelón dantesco duró hasta que Tristán y Alejandro tuvieron el buen tino de levantarme por los codos y retirarme del lugar llevándome hasta un descanso en las escaleras. Tardé no menos de veinte minutos en dejar de reír, y sólo fue una pausa.
Bañado en sudor y cubierto de vergüenza, en cuanto recobré algo de calma decidí irme del lugar. ¿Qué digo irme? Huir, borrarme, desaparecer. La calle estaba desierta y deambulé caminando a los tumbos, cual si borracho fuera, todavía dominado por intermitentes ataques de risa. Las carcajadas parecían terminar, pero se multiplicaban repentinamente agotando el aire de mis pulmones. Me ahogaba sin dejar de reír.
Paré un colectivo que iba a Puente Saavedra, no sé cuál, y subí. Me senté en el fondo llorando de impotencia ante el total descontrol de la risa. Estaba extenuado. Avergonzado. Enojado. Apenado. Poco a poco recobraba la conciencia y al recomponerme no podía creer el papelón que había protagonizado. Evalué que correspondía llamar a Mónica por teléfono y disculparme. Pero, ¿y si cuando me estaba disculpando volvía a reírme? Pensé esa alternativa y, efectivamente, volví a reírme. Las pocas personas en el colectivo se dieron vuelta para mirarme. "Disculpen, disculpen", dije tratando de dominarme, y otra vez me fui apaciguando.
Estaba por fin bastante tranquilo cuando subió al colectivo un grupo de tipos que tendrían entre 20 y 25 años. Se sentaron todos en el fondo, por lo que yo quedé entre ellos mientras el último en subir sacaba los boletos. Ya con los boletos en la mano se acercaba hacia el fondo en busca del asiento que le habían reservado, cuando la frenada repentina hizo que cayera grotescamente de traste en medio del pasillo. Sus amigos rieron, yo me reí. Sus amigos dejaron de reír, yo seguí. Y seguí, a carcajadas seguí. ¿Y me conformé con solo reír? No, no a esa altura de los acontecimientos. Entre risas lo señalé con el índice de mi mano derecha y a viva voz, cuando las carcajadas aclararon, sentencié con la nitidez del mejor locutor de FM: "¡Qué pelotudo!".
Un sombrío silencio se abalanzó sobre mis carcajadas. La idea de ser molido a golpes pasó por mi cabeza como el bálsamo que calmaría mis males. Me lo tenía merecido, justamente por pelotudo. Hubo algunas palabras de irritación que no escuché, seguía riéndome, incapaz de detener el torrente de carcajadas que surgían retorciéndome el estómago. La primera trompada me rozó la frente, pero no disminuyó mi ataque de hilaridad. Me cubrí instintivamente sin dejar de reír y una lluvia de puñetazos cayó desordenadamente sobre mí. Tumultuosamente algunos del grupo querían golpearme y otros evitar la masacre. El colectivero al caer en la cuenta de lo que estaba pasando volvió a pisar el freno, y aunque la mayoría sintió el cimbronazo, solamente el mismo que se había caído antes volvió a dar con el culo en el medio del pasillo. Huelga decir que eso no hizo más que liberar por completo un nuevo ataque de risa. La sangre que chorreaba la nariz se me metía en la boca, pero no podía dejar de reír. El chofer caminó hacia el fondo y nos hizo descender a todos bajo amenazas de golpearnos con su palo. Eso también traía su gracia. En la vereda me dieron otra paliza, más espectacular que efectiva porque eran muchos para pegarle a uno y saltaron dos que no querían que me hicieran nada. Ya caído, una patada en el estómago me dejó sin aire y paré de reír. Tal vez pensando que ya tenía demasiado dejaron de golpearme y empezaron a alejarse.
Todo hubiera estado bien si el más exaltado de ellos, es decir el pelotudo que se cayó dos veces de culo, cuando estaban a media cuadra no hubiera dado vuelta para gritar: "¿Viste? Ya no te reís más". ¿Por qué tuvo que decir algo tan gracioso? El comentario me resultó hilarante, otra vez comencé a reír. Desde el piso, con la mejilla derecha apoyada sobre las baldosas, llorando no sólo por la risa, lo veía maldecir y emprender la enloquecida carrera que iba a terminar en patadas sobre mi cuerpo. "¡Te mato! ¡Ahora sí que te mato!", repetía desaforado. Creo que lo hubiera hecho, por suerte sus amigos lo taclearon antes y se lo llevaron a la rastra. Me incorporé al rato y tomé otro colectivo que me llevó tranquilamente hasta Puente Saavedra, de ahí caminé hasta casa, curé mis heridas y dormí profundamente. Desperté muy tarde, sin que el sueño haya logrado compensar el cansancio mortal de la tortura de la risa. Sentí vergüenza, enorme pesar y una gigantesca necesidad de pedir perdón. Pero nunca pude hacerlo. Jamás volví a hablar con Mónica, porque la sola idea de verla, o hablarle, me hacía morir de risa y entre brutales carcajadas mis disculpas no hubieran sonado sinceras.
14. LA VIEJARDA:
Ningún asiento libre ni pasajero de pie cuando aquella anciana subió al colectivo. Casualmente, nadie miraba hacia el interior del rodado.
A todas las miradas las atraía el más allá de las ventanas, por donde el sol acariciaba la avenida. Es feo ser el único que va parado, lo sé. Me apiadé entonces de esas várices, visibles en las desnudas piernas de la mujer, y levantándome de mi asiento dije muy caballeroso: "Siéntese, abuela". Error, gravísimo error. Las arrugas de su rostro se fruncieron en una mezcla de colores fuertes, exceso de maquillaje que debí haber ponderado con antelación. "No soy una vieja para que me digan abuela", bramó despreciando mi gesto de cortesía. Sus ojos vomitaron el veneno de su pretendida juventud, y se perdieron después en desvaríos seniles al otro lado de los vidrios. Quedé parado, estupefacto y desairado, en el medio del bondi, ridículamente de guardia al costado del asiento vacío. Casualmente, todos miraban hacia el interior del rodado.
Volví a sentarme con gesto de "acá no pasó nada". Al rato la observé con detenimiento. Las mejillas terracota, los labios rojos, las pestañas postizas y los párpados azules. Pollera sobre las rodillas, tan hinchadas como el resto de las piernas forzadas al equilibrio imposible en las cimas de los tacones. Toda ella era una negación ridícula de su edad. Un intento absurdo y penoso, ni más ni menos que aquel personaje que Luís Landriscina, virtuoso en el arte de la observación costumbrista, ha tipificado como la "viejarda". A diferencia de una "vieja", es decir persona de sexo femenino que lleva sus años con dignidad, la "viejarda" es la que teniendo los años de la vieja intenta lucir y comportarse como si tuviera muchos menos. El resultado de ese vano intento estaba ahí, tambaleando sobre sus tacos en el pasillo del colectivo.
15. LOS HOMBRES DE SAL:
La estación de Retiro a esa hora, día de semana camino a las obligaciones, es la constancia del movimiento. Otro hormiguero similar al de cualquier gran ciudad. Las formaciones llegan atiborradas y casi vacías vuelven a salir buscando renovar las cargas de ganado humano. Y ahí venía yo. No necesitaba tomarme de las anillas para mantener la vertical al medio del colmado pasillo, podía uno sofocarse y desfallecer pero de ninguna manera caer. Por fin las puertas se abrieron dando comienzo a la maratón del andén. Aquella vez no participé, me sustraje al vértigo de la salida y preferí esperar que pase la estampida. No me mordía el apuro y abandoné el último vagón del convoy cuando ya nadie quedaba en él. A veces se tiene la suficiente lucidez de darse pausas, de poner distancia del entorno y tomárselo con calma.
Debió ser cosa del destino, de mi destino de insignificancias, que al caminar tranquilamente hacia las salidas notara algo extraño e intrigante. Al costado del primer vagón varios caballeros se convertían en piedras.
Detuvieron su marcha olvidando las urgencias de bancos y oficinas, inanimados pero tan vivos cual guerreros de terracota, permanecían estáticos viendo hacia el interior del tren. Debido a que las persianas de metal tapaban la mitad de las ventanas, se inclinaban en posición tal que las piernas y el torso quedaban en ángulo de noventa grados. ¿Qué misterio era el que los congelaba en tan curiosa posición? ¿Por qué el joven de 20 años lo mismo que el cuasi anciano de 50 adoptaban similares comportamientos? También un policía, uniformado y de servicio, se doblegaba en igual trance.
La razón de aquello debía ser poderosa. Algo creaba esa suerte de campo gravitacional, quizá alguna fuente de poder hipnótico. Yo mismo sentía que, aunque corriera el riesgo de quedar a 90 grados por siempre jamás, debía mirar. Resultaba imperioso e imprescindible develar el enigma de aquellos mortales en animación suspendida. Sabía que el riesgo era grande, pero confié que la fuerza de mi intelecto me protegería de los fatídicos rayos de cualquier fenómeno paranormal. ¿Sería el famoso pozo parapsicológico de José De Zer? Lo que fuera, debía enfrentarlo. Sí; mi brillante raciocinio, el espíritu crítico y la formación académica, me pondrían a salvo de contingencias paranormales. Así que desafiando el riesgo caminé entre esas estatuas de sal para -no exento de temor confieso-, pispiar yo también. Y ahí quedé. Pétreo.
Nada nuevo bajo el sol, la explicación del misterioso enigma de los hombres de sal era, obviamente, una mujer de carne y hueso. ¡Y qué carnes! Indiferente a nuestras miradas juntaba y ordenaba papeles escapados de su portafolio. También ella formaba con su cuerpo ángulo de 90 grados y aunque en esos pantalones de vestir que afean las formas, sus glúteos se imponían contundentemente, dejando traslucir la belleza de una fruta madura todavía en el árbol. Era pera no muy perona, en sutil combinación de manzana. Al fin terminó de acomodar sus folios. Y se marchó sin enterarse que, por unos gloriosos segundos de epopeya bíblica, detuvo el mundo en aquel andén.
16. ACTOR DE SEGUNDA CUMPLE TRISTE PAPEL:
Ascendió al colectivo, -un fatigado 161 de carrocería redondeada y puertas chirriantes-, irradiando malas ondas. Inmediatamente lo reconocí. Lo tenía visto. Era actor de reparto, una de esas caras que se tornan conocidas a fuerza de verlas repetidamente en pequeños papeles de televisión, pero de las que rara vez se recuerda el nombre. Quizá convenga a la piedad que no podamos recordarlo.
Sacó boleto y antes de sentarse quedó parado junto al chofer. Observó al pasaje con mirada torva, como si los siete u ocho pasajeros a bordo le debiéramos algo y estuviera a punto de reclamarlo. Al cabo se sentó en el primer asiento doble, dejando allí su larga figura. El suéter azul remarcaba la curvatura de la espalda con amenaza de giba. Con andar de bañadera el micro siguió indiferente la marcha por Avenida Cabildo, sin que la oscuridad de aquel hombre nublara ni un ápice la bonanza del módico sol otoñal. Atrás el Puente Saavedra se perdía en el horizonte. Era otra vuelta más del recorrido tranqui, con el suave vaivén invitando al abandono de una siesta pueblerina. Sin embargo, en la amena sincronía del momento el arrullo se vio interrumpido por la voz grave, evidentemente impostada para impresionar, del sujeto en cuestión.
- No pasés los semáforos en rojo, ¡animal!
Doy fe que el conductor se desenvolvía correctamente, no había cometido falta alguna. Sorprendido por lo descolgado de la advertencia y el mal modo en que fue dicha, miró al actor por el espejo sin atinar a decir palabra. Entonces, al verse observado, el tipejo volvió a vociferar:
- Mirá para adelante, ¿qué me mirás a mí? Nos vas a matar a todos, ¡animal!
Supongo que el chofer prefirió ignorarlo por dos motivos. Primero porque se notaba a la legua que el tipo andaba con el pie cambiado buscando quitarse las pulgas con alguien. Buscando roña, para decirlo claramente. Y segundo porque ya debía haber divisado al Inspector de la Línea en la siguiente parada. El inspector, bajito y no muy corpulento, trepó los escalones distendido sin imaginar lo que vendría después. Rápidamente el chofer le pasó la planilla de horarios y con un gesto intentó advertirle del pasajero problemático. El actor permanecía callado, no puedo imaginar que cosas pasaban por su cabeza, parecía que la presencia del inspector lo hubiese desanimado a provocando al chofer. No sé si el Inspector alcanzó a entender la discreta advertencia del conductor. Tal vez sí, porque se dirigió al fondo y comenzó a picar boletos. Casualmente o no, el actor sería el último al que le reclamaría exhibir su pasaje. Aguardé que llegara ese momento con malas expectativas, las que desafortunadamente se cumplieron.
- Boleto, por favor -dijo el Inspector.
- ¿Qué? -replicó desafiante el actor.
- Su boleto, por favor -insistió cortésmente.
- Yo no tengo porque darle mi boleto a usted -adujo arrebatándose en furiosos rojos.
- Tiene obligación de hacerlo -dijo cortante el Inspector.
- Usted lo tiene que vigilar a él, no a mí -esgrimió en su favor.
- Sí, y para controlarlo a él necesito los boletos de los pasajeros -explicó demostrando tacto y una paciencia notable al montarse sobre los argumentos del otro.
- ¡Tomátelas!
- Si no coopera le voy a pedir que descienda del vehículo.
- Yo pagué y no me bajo hasta mi parada -se incorporó al decirlo mostrando los puños predispuestos a la pelea.
- ¡Frená! -ordenó el inspector al chofer.
El vehículo se detuvo suave junto a la acera mientras el actor y el Inspector se miraban fijamente a los ojos, peligrosamente sin palabras.
- Bájese -exigió el Inspector.
- Bajame vos, si tenés huevos.
La formalidad del diálogo estéril dejó paso al final anunciado. El Inspector intentó agarrarlo, el otro lo golpeó sin evitar que quedaran trenzados. Enmarañados forcejearon propinándose trompadas cortas y desprolijas hasta que el chofer dejó el asiento y el dos a uno aceleró el desenlace. El colectivero no se excedió en el uso de la fuerza, se podría decir que si el actor de reparto cayó de boca sobre la vereda, con el suéter azul trepando a sus hombros, fue meramente por causa de su torpeza. Ocasionales peatones contemplaron con asombro la abrupta caída y el desparramarse en la vereda. ¿Vieron en las películas de cowboys el borracho al que expulsan del salón? Pues así, exactamente.
No se prolongó mucho la cosa. El chofer volvió al volante y el inspector se ubicó en la fosa murmurando broncas por los golpes recibidos. La primera crujió implacable y la albóndiga colorada retornó al camino.
Miré hacia atrás. La luneta trasera parecía pantalla de cine y el final de la película mostraba tambalear a un hombre vencido. Volví la vista al frente y seguramente me perdí de ver, en los créditos, el nombre del fulano aquel.
17. BUENOS AIRES A LA SOVIET:
Voy a permitirme una excepción a la regla general sobre la cual se basan estos relatos breves de viajes insignificantes, pues he de narrar un viaje que, si bien es tan insignificante como todos los demás, no se desarrolló a bordo de ningún transporte público de pasajeros.
El viernes 15 de Octubre de 1999, cerca de las seis de la mañana y tras haber pasado la noche recopilando datos en la Biblioteca del Congreso, monté mi bicicleta dispuesto a pedalear sin pausa hasta llegar a casa. No me intimidó la lluvia. Por el contrario, en bicicleta, bajo la lluvia y escuchando música de FM por el walkman, el viaje debía ser un paseo en extremo agradable.
Al intensificarse la lluvia y reducirse la visibilidad juzgué prudente desviarme hacia la Estación de Retiro. No tenía intenciones de morir aplastado por algún automovilista imprudente. Pensé entonces en tomar el tren para viajar sin riesgos en el furgón. Las últimas gotas que cayeron sobre mí, antes de ponerme bajo techo, me parecieron particularmente grandes y frías. Saqué el boleto dándome cuenta que traía las zapatillas absolutamente empapadas. Para colmo de males el tren de las 06:03 ya había pasado, y el próximo debía esperarlo veinte minutos. No pudiendo secarme y sin calzado de recambio, caí en la cuenta que permaneciendo inactivo durante los tiempos de espera y de viaje probablemente enfermaría. Mejor iba a ser continuar viaje en bicicleta, porque de ese modo el movimiento mantendría alta la temperatura del cuerpo y una ducha caliente, ni bien llegado a casa, me pondría a salvo del resfrío. Además la lluvia ya no era el telón infranqueable de antes. Ciertamente el cielo seguía negro y amenazante, pero confiaba en que lo peor había pasado.
Bajo la agradable llovizna seguí por las veredas de Avenida Del Libertador buscando el trazado de la bicisenda. Ya en la tranquilidad del caminito reservado a los ciclistas aflojé la tensión de ese razonable temor a ser arrollado por algún idiota al volante. Entrando en los bosques de Palermo me llamó la atención la neblina espesa y baja que parecía brotar del suelo. Era algo más propio de Ezeiza que de Palermo, y al poco de andar descubrí la causa. Con el suelo cubierto por redondeadas y blancas piedras de hielo, en un día que no era frío la diferencia con la temperatura ambiente hacía que vaporizaran. A medida que avanzaba mayor era la cantidad acumulada de piedras caídas. Las ruedas debían abrirse paso entre ellas. Al no haberse solidificado no arriesgaba patinar. El Lago de Palermo soñó esa madrugada ser el Nahuel, en un paisaje de efímero blanco sobre el verde de siempre. Yo respiraba con gusto el aroma de eucaliptos a los que la pedrada les había arrancado las hojas.
En la radio comentaban que recibían llamados de Núñez, Florida y Villa Martelli, todos dando cuenta de una nevada sobre Buenos Aires. Yo no vi nieve, sólo piedras. A la altura del Tiro Federal, dejando atrás el Estadio Monumental, por las veredas de Libertador el hielo amarronado denunciaba la abundancia de barro en canteros que debieron tener pasto. Más adelante el granizo volvía a la blancura original. En la esquina de la Escuela de Mecánica de la Armada el recordatorio de los caídos en Malvinas se veía distinto, diría que en su ambiente rodeado de hielo. La que parecía extraña era la ESMA. Marinos de uniformes abrigados y azules oscuros caminaban sobre el hielo como si de rusos se tratara. Los techos blancos contrastaban con personas en mangas de camisa esperando los colectivos. “Parece Siberia”, gritó alguien de muy buen humor. Crucé General Paz, y aunque faltaran algunas cuadras incluida la barranca del Club Banco Nación, ya me sentía en casa.
He visto fotos de mujeres soviéticas paleando nieve en las calles. Las recordé al ver a mi mujer quitando granizo del patio. Era octubre, primavera en Buenos Aires. Era oktubre, diez años después de la U.R.S.S.
18. A MENOS D:
Recuerdo perfectamente mi ubicación en ese colectivo, pero nada en absoluto del recorrido o aunque más no sea del número de línea. Ni siquiera podría precisar la hora del día o la noche en que el pequeño drama se desarrolló ante mis ojos y el de los demás pasajeros. Iba sentado en el primer asiento de la fila de los individuales, imposible olvidarlo porque en el respaldo del asiento del conductor lentejuelas espejadas formaban un corazón, dentro del cual se entrelazaban dos letras. Eran una A y una D, seguramente las iniciales del chofer y su amada. Sin lo que aconteció luego hubiera olvidado el insignificante detalle, y eso siempre que por algún otro motivo hubiese reparado en él. Como sea, empecé a fijarme en esa cursilería a poco que una pareja abordara el transporte.
“¿Qué pasa che? ¿No me saludás?”. Preguntó al chofer, con la ironía de un gaste barrial, el nuevo pasajero. Por la camisa azul y la carterita negra que llevaba en mano los supuse colegas. Y debió ser colectivero porque sin abonar el pasaje se sentó junto a la mujer en el primero de los asientos dobles. El hombre al volante guardó silencio, apenas meneó la cabeza como hacen aquellos que no tienen más remedio que resignarse.
A poco de que se hubieran sentado la pareja comenzó a besarse. No se daban besos corrientes, sino que exageraban adrede la desmesura propia de la pasión. Yo podía verlos girando la cabeza a mi derecha, lo mismo que en el espejo del frente por el que también los veía el chofer. Él le hundía las manos donde las manos pueden hundirse, allí en lugares en los que ella no sólo le dejaba hacer sino que exhibía obscena, cruda, sin ninguna sutileza. Sin ser una mujer fea desagradaba verla, ofendía a la vista su falta de misterio, lo mismo que al oído con gemidos sobreactuados.
Frente al semáforo que detuvo la marcha del bondi, los ojos del chofer quedaron clavados en el espejo. La pareja seguía con sus contorsiones exhibicionistas, prolongando los manoseos ante la seguridad de saberse en el centro de la atención del chofer. Aferrado el volante la mirada del conductor revelaba espanto, se podía adivinar el frío que le corría por las venas y el súbito vacío que le ahogaba el pecho. El rojo se hizo amarillo, y el amarillo pasó a verde sin que el micro reanudara la marcha. Un bocinazo, dos, tres, no podría precisar cuantos, antes de volver al recorrido. La diestra fue a la palanca para poner primera y ella, relamidamente, reprendió en voz alta a su amante para que la escuchara el chofer: "¡Ay! No metas la lengua tan al fondo que me vas a ahogar". Dejando salir una media carcajada, el de la carterita negra, al mejor estilo de Gene Simons en Kiss, sacó la lengua fuera de la boca tanto como pudo. Retomaron el besuqueo. En la parada siguiente la pareja se abalanzó sobre la puerta, entonces, sin dejar de abrazarla, el lenguaraz dijo al chofer: "Dejanos en la esquina, hay un buen telo acá a la vuelta".
La puerta se cerró cuando las ruedas volvieron a ponerse en movimiento. Por el rostro del colectivero se desparramaban silenciosamente lagrimones brillantes, extrañamente parecidos a las lentejuelas del corazón con las letras entrelazadas.
19. EL BARBERO INSUFRIBLE:
Mi barba no tiene tres pelos, pero tampoco es tan tupida que pueda permitirme ensayar distintos estilos de corte. Puedo sí dejarme la barba en U, como las que en el siglo de nuestra independencia utilizaban los rebeldes unitarios frente a la prepotente suma del poder público en manos de Don Juan Manuel de Rosas. El amo de La Mazorca no toleraba cuestionamientos, por ello hizo obligatoria la portación del cintillo rojo punzó, símbolo del partido federal. No se necesita ser erudito en ciencias políticas para saber que los partidos únicos son sinónimo de tiranía. Y en el fondo del pensamiento tiránico ¡cuánta ingenuidad!: creer que la cinta roja sobre el pecho borraría de los corazones argentinos el ansia de libertad. Obsérvese que los enemigos del libre albedrío sienten fascinación por el color de la sangre, lo dice nuestro Himno: “En los fieros tiranos la envidia / escupió su pestífera hiel / su estandarte sangriento levantan / provocando a la lid más cruel”. Y el Siglo XX vio alzarse las banderas rojas de nazis y comunistas. Ya sea con la svástica o con la hoz y el martillo, no hay peor destino para la humanidad que quedar a la triste sombra de sucios trapos rojos.
Una barba unitaria requiere la disciplina de afeitarse el bigote todos los días, y en mi caso -además- rasurar algunos bordes donde el pelo intenta abandonar la línea de la patilla. Por el contrario, la barba federal no exige disciplina alguna, es verdadero desorden de pelos abandonados hasta esconder la cara detrás de la pelambre. Algunas veces, por mera vagancia, abandoné mi rostro al caótico dominio del federalismo. Pero queda mal. Tal cual ocurre con el país, el pelo no puebla igual en todas partes, y yo, propenso al equilibrio, prefiero la prolijidad al descuido.
El principal problema es el bigote, que hacia mi lado izquierdo se afina obligándome a la imposible tarea de reducirlo simétricamente del lado derecho. Nunca queda bien. Además no me parece que la derecha tenga que mutilarse para ajustarse a la izquierda. Lo peor es la sensación frustrante cuando, tras largos minutos de sacrificada lucha, no queda otro remedio que afeitarlo todo. El único modo de usar bigote sería comprándome un postizo. Es una posibilidad. ¡Bah! No me desvela para llegar a ese extremo. Pero despojarse de toda barba también tiene complicaciones. La máquina eléctrica no afeita bien al ras, sólo quienes las venden afirman que sí. Las descartables lo hacen, pero el paso de las hojitas de afeitar me irrita la cara y por mucho cuidado que le ponga quedo con enormes manchas rojas; y el rojo, se sabe, es muy feo color.
A esta altura de desvaríos la pregunta obligada es: ¿Qué tiene que ver este asunto de las barbas con los insignificantes viajes urbanos? Pues bien, ese día dejé pedazos de mi cara en un aquelarre de sangre matinal. Abandonando en el olvido la peregrina idea de lucir barbita tipo D’Artagnan, esperé que cesaran las múltiples hemorragias, lavé la cara con agua fría, pasé cicatrizante por los cortes grandes y me hice a la calle con la frustración a cuestas.
Pedaleando en bicicleta hasta la estación del tren iba olvidando el asunto de la barba. No era la primera vez y la costumbre llevaba a la resignación. Sentado en el furgón ya casi ni pensaba en ello cuando, al detenerse la formación en Belgrano R, sube este sultano que se sienta justo frente a mí. El peinado a la gomina emulaba el característico jopo de Ronald Reagan, y se le parecía bastante ahora que lo pienso. Estimo que tendría veinte años, zapatos de cuero negro en punta, acordonados y con arabesco de agujeritos. Pantalón tipo bombilla en hilo gris, camisa blanca con cuello cerrado y mucho apresto. El pantalón y la camisa tenían corte propio de alguna época pasada o de otra por venir. Y lo más sorprendente: la barba. Esa barba era la bofetada sobradora a mis vanos esfuerzos con tijera, gillettes y la siempre insuficiente paciencia. Las vanas horas frente al espejo desfilaban ante mí riéndose despiadadamente.
¡Digna de verse la barba del fulano! El bigote fino, perfecto, justo a mitad de camino entre el labio superior y la nariz, comunicado con la chiva por dos líneas trazadas con igual perfección, admirablemente rectas. Y la chiva… ¡Ah! La chiva conllevaba tal elaboración que sería ocioso describirla. De Belgrano R hasta Tres de Febrero, donde bajó, me quedé viendo a ese personaje estrambótico. O mejor dicho admirando esa barba que viajaba en él. Barba que debía exigir, al menos, hora diaria frente al espejo con pulso firme y sereno. El tipo se veía capaz de hacerlo porque creo que ni respiró en todo el viaje.
Ahora lo veo aparecerse en el espejo cada vez que tengo la intención de darle forma a mi barba. Con la adosada voz del malvado villano televisivo en película clase zeta, me dice: "Nunca lo conseguirás".
20. EL MITICO 60:
“Tomá el 60 que te lleva a todos lados”, es la respuesta que alguien da cuando no tiene idea de cómo indicar a otro el modo de llegar a su destino. Y también, claro está, la muletilla de rigor para desentenderse del asunto. La fama del 60 no es más que puro cuento, pero sigue habiendo mucha gente convencida de que no hay calle de Buenos Aires que el bólido amarillo no atraviese dejando estela a su paso. Personalmente el 60 no es un colectivo que haya tomado con frecuencia, sin embargo recuerdo un par de ocasiones en que lo utilicé.
La primera de esas veces me significó la pérdida del llavero adquirido en un cierre de campaña de la UCEDE, partido con el que simpatizaba y al que incluso estuve afiliado. Me gustaba ese llavero con la manito ucedeísta, la del pulgar y el índice formando la L de libertad, sobre una medallita dorada.
En esos días cantábamos aquello de: “No son iguales, no son iguales, estos son los bombos, los bombos liberales”, matizado de tanto en tanto con un fervoroso: “Juventud Liberal, esperanza nacional”, al que en el punto de mayor entusiasmo interrumpíamos en belicosa afonía con eso de: “Para el hacha del hachero, queremos las cabezas de los jefes montoneros”. Después lo que dieron en llamar la “seducción del menemismo sobre la dirigencia ucedeísta”, tornó en chiste la aspiración de construir la tercera fuerza política. Me desafilié prontamente, masticando un gusto amargo muy parecido al de la derrota, pero conservo dos entrañables recuerdos de la utopía de centro derecha: la boina celeste y Adelino, mi gorila de peluche con escudito de la Unión del Centro.
Al llavero lo perdí en el bondi. Pese a que disponía de otro juego de llaves, en cuanto me di cuenta del extravío fui, con la esperanza de recuperarlo, a la terminal de la Línea 60 en Constitución. La persona de la empresa que atendió mi pedido me dijo muy amablemente que todo el tiempo la gente deja cosas en los coches, y que encontrar llaves era algo de todos los días. Seguidamente me mostró la enorme caja de cartón en la que depositaban las llaves encontradas. Me sorprendí realmente al verla atiborrada con mas de mil llaves y cientos de llaveros. Sin embargo, por mucho que busqué no encontré las mías. Desde entonces prefiero usar llavero que no tenga ninguna otra significación que la de ser llavero, para que en caso de extravío lo que se pierda no sea nada más que un manojo de llaves.
Bastante tiempo después volví a tomar un 60, no perdí mis llaves esa vez, pero confirmé que somos muchos, tal vez todos, los que vamos perdiendo otras cosas, llaves que no debiéramos resignar.
Viajaba sentado en el último asiento del fondo, cercado por un bullicioso grupo de estudiantes secundarios. Comentaban entre sí cosas sin importancia, que escuchaba forzado por los gritos y la cercanía, hasta que uno de ellos preguntó a otro:
- Che, boludo, ¿y tu hermano?
- Volvió a la Facultad, bah, lo hicieron volver del partido.
- ¿Sigue militando?
- Si, anda bien, le compraron ropa y lo hacen ir a las reuniones con los diputados.
- Siempre le gustó la política.
- Si, yo le digo que no sea boludo, porque él se la cree toda y ahí todos hacen la suya. Que agarre la pilcha, que agarre la guita, bah, que agarre...
- Obvio.
Seguramente esos chicos tenían razones para pensar de esa manera, pero el que hacía política era el hermano, el que se la creía toda, el que, del partido que sea, esperemos que llegue y que no agarre.
21. ESTÁ DURA LA CALLE:
El 126 se detuvo en la parada y antes de subir, el eventual pasajero, treinta y tantos años, prolijo en su presentación, le pidió al chofer que lo llevara gratis. Argumentó que estaba sin trabajo y buscaba una oportunidad que los clasificados del diario situaban casi al final del recorrido. El conductor no opuso reparos y asintiendo de cabeza habilitó el abordaje. “Gracias”, dijo al pasar yendo a instalarse en el fondo del colectivo.
Era noche, muy tarde, y afuera no llovía tanto. A mi diestra, sentado sin compañía en un asiento de los dobles, el cincuentón largo escudriñaba sin ningún disimulo al recién llegado. En la mirada de sus ojos saltones se evidenciaba curiosidad exenta de toda malaintención. El modo en que la nariz se escapaba a la lógica de la cara le daba aires de pajarraco, tanta la desproporción que si mi admirado Cyrano de Bergerac lo contemplase podría, con justa sorpresa y admiración, decir: “¡Oh! Al fin he visto otra nariz”. Más aún, el valeroso gascón, en su regocijo frente a ese par, de seguro ensayaría una emotiva oda a la inutilidad del dedo índice frente a la inequívoca indicación de un buen naso. Y esa ñata, que de apoyarse hubiera roto el vidrio del Cafetín de Buenos Aires, hasta parecía esforzarse por tocar todo lo que sus ojos veían.
Me imaginaba lo molesto que sería para el flaco del último asiento ser observado con tanto detalle y desparpajo. Máxime tras verse obligado a evidenciar su condición de desocupado, en tiempo de escasas oportunidades y donde la sola palabra “desocupación” provoca escozor en cualquier tipo medianamente responsable. Pero la curiosidad del pajarraco no quedaba satisfecha con la simple observación microscópica del sujeto en desgracia. No. Necesitaba recibir más información.
- Está dura la calle -dijo con tono de sentencia apocalíptica.
Nadie acotó nada. Y se quedó cabeceando en línea vertical, asumiendo en el silencio la confirmación de una gran verdad, que acaso lo era. Tal vez por eso añadió otra:
- Hoy si perdés el trabajo, perdés todo.
Insistía sin dejar de mirar al pasajero del último asiento, demostrando el mismo tacto que tendría el Capitán Garfio puesto a ejercer de proctólogo. Alguno con la mirada intentó pedirle que se ubicara. Impasible ante la sutileza de ojos censores, decidió preguntar directamente:
- ¿Estás desocupado, che?
- Si -afirmó cortante el del fondo, queriéndose quitárselo rápido de encima.
- ¿Hace mucho?
- Va para un año.
- Está dura la calle.
- Durísima -respondió queriendo disimular el desagrado, evidente por cierto.
- Está durísima la calle. Y ya no te queda ni para el bondi.
- No.
El aire se iba poniendo denso en aquel mundo de veinte asientos.
- Claro -reflexionaba el pajarraco-, no hay trabajo por ningún lado.
El desocupado hizo mutis esperando la reciprocidad del narigón. Pero no, sacando a lucir su completa rayadura el pajarraco dirigió el diálogo por senderos impensables.
- Si no hay trabajo hay que jugar. ¿No probaste con la timba?
- No -la sorpresa superaba al fastidio augurando reír por lo inaudito.
- Claro, sin plata no se puede jugar -reflexionó antes de sugerir la solución-, pero podés pedir prestado para ir al Casino en Mar del Plata, aunque eso sería mucho gasto, porque hay que viajar, mejor sería en algún garito, jugando al tute o al póker. ¿Sabés jugar a los naipes?
- Un poco –y ni él, ni yo, ni el chofer podíamos creer lo que preguntaba.
- Ves, ahí tenés algo que podés hacer, la macana es que primero te tenés que hacer de unos pesos.
Hizo una pausa en su delirio, antes de reinstalar su muletilla preferida.
- Está dura la calle.
A esa altura los pasajeros estábamos absortos viendo al pajarraco menear la cabeza, esa cabeza capaz de elucubrar semejantes pensamientos. Aguardábamos escuchar con qué otra idea intentaría mejorar el futuro al hombre del fondo, pero su creatividad había expirado y volvió al principio iniciando la espiral de repeticiones sin solución de continuidad.
- ¿Estás desocupado, che?
- Sí.
- ¿Hace mucho?
- Ajá.
- Está dura la calle.
- Sí.
- Y ya no te queda ni para el bondi.
- No.
- Es lo que yo digo, no hay trabajo por ningún lado, y cuando viene la recesión hay que jugar, ¿probaste a jugar?...
Palabra más, palabra menos, el diálogo se repitió cuatro o cinco veces. Al fin llegó el bondi a la esquina en la que debía bajar. Me paré, caminé hasta la puerta del fondo y toqué timbre. Detuvo su marcha, abrió las puertas con lentitud, y cuando hacía pie en la vereda lo escuché de nuevo, le decía: "Está dura la calle".
22. ANIMALES DE TABLÓN:
Venía en el tren una señora, con su hijo en brazos, ofreciendo a la venta stickers, logos y dibujos de los distintos clubes de fútbol. Una de las imágenes más modestas del enorme negocio que es el fútbol. Ella, que supongo recaudaría apenas moneditas, explotaba la misma veta comercial que alimenta los bolsillos de muchos otros, desde los jugadores hasta los empresarios, pasando por el aguatero, los técnicos y el vendedor de banderines, sin olvidar a periodistas, comentaristas y barrabravas. Hoy que todo tiene precio el amor a los colores es cosa del pasado, las camisetas vienen con marca y sponsor. En el mejor de los casos podría decirse que el fútbol es show, pero muchos de sus espectadores no se dieron cuenta. Pobre de ellos queriendo amores de potrero, son nostálgicos de corazones suicidas.
Cuando era chico me decía hincha de Racing, hasta que descubrí en la familia otro de la Academia y yo quería la exclusividad, un club que fuera sólo para mí. Afortunadamente me puse a buscar otra camiseta que ponerme, y digo afortunadamente porque al pasar de muchos años he llegado a la conclusión, aceptada universalmente, que los hinchas de Racing son -para su mal- distintos a los demás. Mí particular teoría al respecto, no exenta de connotaciones místicas, es que todo hincha de Racing tuvo otra vida anterior en la que ha hecho cosas terribles, a la altura de los pecados inconfesables del penitente de la Armada Brancaleone. Purgar semejantes culpas requiere atravesar padecimientos aberrantes, torturas que estremecerían en llanto al peor de los verdugos. Sí. Ser hincha de Racing es explicable sólo por alguna maldición heredada de otra vida, una especie de purgatorio o de infierno. No es casual, hay que aceptarlo, que el adversario clásico de ellos sea Independiente, es decir los diablos rojos de Avellaneda. Los hinchas de Racing son fanáticos, sufren y sufren en serio porque cada año creen que van a salir campeones. Hay que verlos intentando exorcismos, prendiendo velas y consagrándose de cuerpo entero a extraños ritos paganos para seguir sufriendo. Tenían la oportunidad de disolver al club con la excusa de la quiebra, pero necesitan seguir sufriendo y siguen flagelándose para aliviar el pesar de viejas culpas.
En fin, de aquel aquelarre eterno me salvé a poco de iniciados los setenta, cuando elevando mis horizontes me hice simpatizante de Huracán. El logo del Globito fue decisivo, y cuando supe que se relacionaba con Jorge Newbery no hubo más que discutir. El único hincha de Huracán en toda la familia. Poco más de un año después, Huracán, dirigido por el flaco César Luís, salió campeón con jugadores de la talla de Baley, Brindisi, Babington, Avallay, Carrascosa y el que para mí es el símbolo del fútbol: René Orlando Houseman. El Loco, Hueso, el Wing Endiablado. ¡El fútbol hecho persona!, qué joder. Las medias por los tobillos, la remera afuera del pantalón, la pelota atada a los botines corriendo sobre el lateral y la magia inaudita de hacer de cualquier estadio del mundo un potrero de barrio. Seguro que muchos jugadores fueron y son mejores que Houseman, pero cuando yo me divierto con una pelota es que juego a ser él.
Con todo debo aclarar que no soy de ir a la cancha y la palabra “hincha” me desagrada, prefiero ser simpatizante. Para dejarlo más en claro: conocí el Estadio de Huracán en recitales de los Redondos, y a Houseman lo vi de cerca cierta noche de homenaje en el Café Homero. Sin duda esos dos detalles prueban lo que disto del fanatismo futbolero, y que mis gustos musicales se explican en palabras de Charly García: “Escucho un tango y un rock y presiento que soy yo”.
Sin embargo algunos pocos partidos de fútbol los vi en la cancha. El primero fue un Boca vs Independiente en la Bombonera, después dos partidos de Argentina en el Mundial 78, y por último un Ferro vs Independiente en Caballito. Siempre llevado por alguno de mis tíos que, como se deduce, son de Independiente.
De Independiente eran todos los hinchas que venían desde Avellaneda a la Capital desbordando el 93. Subí de puro distraído, porque entre viajar con hinchas de fútbol y tardar dos horas caminando prefiero la caminata. Gritaban, saltaban, golpeaban todo lo que hiciera ruido. Aterradas en sus asientos las dos señoras muy mayores palidecían de miedo al verse presas de la horda que amenazaba con provocar desmanes en cualquier momento. Cerca de ellas cuatro pibes de aspecto tranquilo decidieron interceder y el que traía la guitarra, con todo el tacto que puede suponerse, sugirió a los hinchas del rojo para que “de onda” se calmaran un poco. Lo putearon de arriba a abajo, lo escupieron, y el gordo grandote al que la panza le sobresalía bajo el borde de la camiseta les dijo:
- Los que se quedan en el molde son ustedes, porque si no los cagamos a trompadas. ¡Putos!
Inmediatamente todos esos subhumanos bajados de la tribuna, (los árboles corresponden a seres con mayor grado de evolución) empezaron a contar: “Uno, dos, tres, cuatro...". Asombroso, me dije, maravillado por comprobar que los salvajes podían contar. “Diez, once, doce”. Y sabían contar por encima del diez, eso me sorprendió todavía más. Al fin llegaron a treinta, o treinta y algo, entonces rompieron en el estridente: “Que los cumpla feliz, que los cumpla feliz, que los cumpla la Academia, que los cumpla feliz". Ingenioso modo de celebrar la larga sequía de campeonatos en la vitrina del rival, admito que me reí.
Pero el gordo seguía amenazando. “¿Qué mirás? ¡Puto!”, le volvió a decir al de la guitarra. Por las dudas me guardé el reloj en el bolsillo, esperando a ver la evolución de las cosas. Llegando a Las Heras bajaron más de la mitad de los hinchas, el ambiente se aflojó pero la tensión seguía latente porque quedaba el gordo con el grupo más bullicioso. También los cuatro pibes. Antes de llegar a Plaza Italia bajaron los demás hinchas, menos el gordo bravucón.
- Bajá, dale -le decían sus amigos ya en la vereda.
- No. Me conviene bajar después -respondió con cierto candor.
- No seas boludo, bajate -le insistieron.
- ¿Por qué? -preguntó el gordo, con exceso de ingenuidad no recomendable en ningún chico malo.
Al cerrarse la puerta se quedó saludando a los demás por el vidrio trasero, con la manito en alto moviéndose de un lado a otro. Era un primor el gordito, al recordarlo no puedo evitar cierta ternurita. Entonces se dio vuelta para sentarse, y al caer en el asiento también cayó en la cuenta que los cuatro pibes lo cercaban. Palideció, tenía la misma expresión que las temerosas viejecitas a las que no quiso darles paz. Alcanzó a murmurar, mientras se paraba, dos palabras proféticas: “Huy, Dio”. El de la guitarra, que no era el más corpulento, contuvo a los otros tres y dejándoles el instrumento, desafió al gordo:
- Mano a mano, vos y yo.
El gordo no alcanzó a contestar, la primera mano le adjudicó consulta urgente con el odontólogo. La segunda implicaba turno para el oftalmólogo y el resto un paseo por todo el hospital. El gordito tenía razón, como él dijo: ¡Huy Dio! Tan bravucón que se veía cuando detrás de sus amenazas estaba la patota, cuando quedó solito apenas si atinó a defenderse. “¡Basta!”, se apiadó el chofer sonriendo de oreja a oreja al tiempo que detenía la marcha. Abrió la puerta trasera y ordenó al gordo que se bajara. Rodó hasta la vereda y reinstalada la tranquilidad el chofer comentó al guitarrista.
- Por como le diste vos sos de Racing.
- No, también soy del rojo, pero no soy un animal.
Ser hincha o ser animal, esa es la cuestión. Aunque vale aclarar que lo de animal es dicho sin ánimo de ofender a los animales propiamente dichos. Nunca entenderé qué mierda tiene en la cabeza el tipo que agrede a otro por cuestión de banderías supuestamente deportivas, esos que van a los estadios con cadenas o armas no son hinchas de fútbol, son animales en la peor acepción de la palabra. Y como esos que inundaron el colectivo intimidando al resto por el simple peso de su mayoría numérica, no se limitan al espacio concreto de las canchas de fútbol, lo desbordan.
La del colectivo 93 no fue la primera vez que presencié la brutalidad de esos animales. Fue en domingo por la zona de Liniers. Ese día llevé a uno de mis sobrinos a ver un torneo de Tae Kwon-Do; final que en categoría danes el aguerrido Jorge Righero ganó por K.O. en el segundo round. A la vuelta coincidió el horario con la finalización del partido disputado en el Estadio de Vélez, pasábamos por las cercanías del club y nos vimos rodeados por manadas enteras que arrojaban piedras contra los vidrios del colectivo. Distintos colores, la misma y desagradable imbecilidad.
Vuelvo al tren. La señora ya vendió cuatro cartones con stickers y ha cambiado de vagón. Estuve tentado de comprar los de Huracán y decidí abstenerme, porque ya no soy el único simpatizante del Globo en la familia. De ningún modo voy a fomentarles a mis hijos el hinchismo, que sepan mejor que el fútbol es siempre negocio, y a veces, solo a veces, apenas un show que merece ser disfrutado.
23. CALOR:
Remera, encima la camisa, suéter, saco y sobretodo. Frío de morirse. Muy a mi pesar la entrevista implicaba salir a la calle temprano, en el horario en que los transportes se saturan de gente. Ya al bajar las escaleras podía asomar la nariz por encima de la bufanda y respirar con alivio el tibio ambiente del subterráneo. Inevitablemente al pisar el primer escalón que conduce al subte, recuerdo esa canción en la voz de Sandra Mihanovich: “Me contaron, que bajo el asfalto existe...”, no tiene nada que ver con lo que estoy contando, pero me pasa.
En fin. Yendo abajo, en el andén, la temperatura se elevaba en unos cuantos grados que invitaban a guardar la bufanda en el bolsillo del breto. También a desabrochar botones e incluso a plegar el sobretodo llevándolo en el brazo. Lo hice con la dificultad de querer abrir sombrilla en medio de la Bristol. Al acercarse el subte casi ni pude retroceder, creo que si alguien estornudaba muy fuerte no hubiera faltado quien cayera a las vías. Exagero, pero no mucho.
Los vagones venían cargados. El petiso trataba de bajar pero en su empresa solitaria no pudo sobreponerse a la marea humana, quedó recluido sin siquiera arañar la puerta hasta la siguiente estación. Yo iba pegado contra un parante, con los pies bien juntos para hacer lugar y que no me pisen. Calor insoportable. Los abrigos empezaban a ser maldición y el sudor una molestia en la frente de todos cuantos me rodeaban. Trataba de estar quieto, odio sudar cuando me visto formal. Respiraba pausado, y ni modo. Empecé a sentir los gotones caer desde mis axilas, rodando por la piel casi hasta la cintura. Resulta desagradable transpirar de esa forma, es igual a recibir castigo por algo que uno no ha hecho. Aunque pensándolo bien, viajar en subte durante los horarios pico es en sí mismo algo merecedor de reprimenda. Pero, ¿cómo evitarlo? Sin embargo siempre al final hay recompensa, pues con el arribo a la estación de destino el baño sauna llegó a su fin y subí las escaleras festejando el fresco que venía de arriba. Ya no hacía tanto frío y cuando en la entrevista, con gran originalidad, me preguntaron por el clima dije, mostrando que llevaba el sobretodo en el antebrazo y el saco abierto, “el frío es apenas una sensación superficial, la verdad es que abajo hace calor”.
24. IMPRUDENCIA:
Sábado o domingo. No importa. Basta saber que fue durante un fin de semana y en horas muy tempranas, entre las cinco y las seis de la mañana. El tren se desplazaba con la música habitual: machacar de las ruedas de acero rodando sobre los rieles. A su alrededor la ciudad entera apretaba los párpados, justo cuando el sol estiraba sus brazos bostezando plácido de tranquilidad. Yo tenía esa sensación de vacaciones al caer, la que siempre me despierta el andar con los horarios cambiados. Se abrieron las puertas de los coches al detenerse en Saavedra, pero nadie subió en el primer vagón. Después, antes de llegar a Coghlan, pasó.
El ruido ensordecedor de los fierros retorciéndose al paso del tren, los frenos chirriando metales desbocados y las chispas surgiendo desde abajo. Por las ventanas vi pasar un pedazo de chapa negra. Escuché la explosión y brotaron más chispas. Casi cien metros de arrastre hasta que la inercia del movimiento acabó fingiendo calma. La puerta de cabina se abrió violentamente y el maquinista, comprensiblemente ofuscado, salió maldiciendo al que intentó ganarle al tren. El olor a gas invadía el vagón y los pasajeros fuimos replegando hacia atrás. Saltamos a las vías cuando el guarda abrió las puertas y en fila india las bordeamos hasta la cercana Estación. Al caminar vi lo que quedaba del taxi. Un bollo informe desde cuyo interior salía la voz, de taxista o pasajero, que repetía en forma lastimosa el pedido desgarrador: “Ayudenmé, por favor”.
El intenso olor a gas, el ruido a pérdida y ver al amasijo aurinegro encima de la alimentación eléctrica, daba presumir la inminencia de la tragedia. Los empleados del ferrocarril gritaban algo acerca de cortar la corriente y, también a gritos, pedían matafuegos. Dentro del taxi seguía encerrada esa voz que reclamaba auxilio. No me quedé a ver el rescate, no tenía nada qué hacer ahí y soy de la creencia que los curiosos estorban aumentando los riesgos. Desconozco que pasó con quien pedía ayuda, tampoco si alguien más venía en el taxi. Solo sé que sobre la imprudencia de los automovilistas ya se ha escrito demasiado, y se sigue escribiendo en las crónicas de todos los días. Yo no podría decir nada nuevo, que llegar tarde siempre es mejor que no llegar es algo que ya enseñaba Napoleón. Además me caben las de la ley: sería hipócrita si dijera que nunca he cometido una imprudencia, la única diferencia es que tuve suerte.
He sido espectador de unos veinte accidentes de tránsito. ¿Quién no presenció alguno?, así vivimos… La mayoría sin otras consecuencias que dar trabajo a los chapistas, pero también choques con víctimas fatales. El peor que me tocó presenciar fue a principios del 95 viviendo en Bahía Blanca. Esa mañana soleada la determinación de regresar definitivamente a Baires me llevó en bicicleta hasta la terminal de ómnibus. Ya con los boletos en el bolsillo pedaleaba feliz hacia el centro por una larga avenida sin semáforos.
Atrás mío se hizo notar el inconfundible sonido: moto de buena cilindrada pasando cambios y subiendo la velocidad. Se venía. Escuché el ruido pegándome al cordón para que no me pasara por encima. La moto japonesa, grande, casi un jet sin alas, con motociclista de suéter blanco pasó dejando turbulencia y se alejó como tromba. Pensé contradictoriamente: “¡Qué pedazo de bestia!… ¡Qué bueno sería ser yo el que va corriendo a esa velocidad y en esa moto!”. Asfalto, sol y una moto, ¿cómo no correr?
En ese universo de fugacidad, la calle vacía se vio atravesada, casi en cámara lenta, por un enorme camión. Pero ni tiempo de frenar. La moto ladeada fue a golpear contra las ruedas traseras y en pleno estruendo el suéter blanco dio vuelta en el aire siguiendo al movimiento de la rueda.
Aunque manaba sangre de todos lados, incluso por debajo de los párpados, seguía respirando. O al menos así parecía.
Me arrimé al lugar del choque y con otras personas desviamos el tránsito a la espera de la ambulancia. Después supe que había muerto.
El empleado del locutorio en el que recibía mensajes me contó que eran amigos.
- Siempre se supo que tarde o temprano algo así le iba a pasar, -reflexionó con pesar- le decíamos al Vasco que no podía ir siempre al mango, pero no había caso, la velocidad lo podía… La tenía metida en la sangre...
Es raro desear estar en el lugar de otra persona y verla morir ahí mismo. Uno se queda pensando. He meditado mucho sobre ese asunto, y no he vuelto a desear estar en otro lugar que no sea el mío.
25. LAS LEYENDAS NUNCA MUEREN:
En esos días sentía que La Parca me había jugado sucio. Duele que se lleve las risas; la muy cabrona.
Me gustan los viejos vagones de madera que circulan por los túneles de la Línea “A” del subterráneo, especialmente en los horarios alejados de las grandes movilizaciones. Sentado en los bancos de varillas se puede ir cómodamente, disfrutando ver que las paredes y el techo se mueven de lado a lado como si fueran a desarmarse. Ese subte de puertas manuales es el más lindo de Buenos Aires, lo antiguo demuestra lo fuerte, con espíritu de roble aunque parezca endeble. Tiene cierta magia de volver el tiempo atrás, pero también algo más. Una feliz nostalgia, diría yo.
Ah, La Muerte. De alguna misteriosa manera ese ámbito fantasmal del subte motiva a pensar positivamente respecto a ella. No es tan grave al fin de cuentas.
Así, filosofando al borde de la resignación cristiana, este ateo vio al rabino frente a la puerta abierta del vagón, firme al límite del andén y demorándose en entrar.
Al principio no sospeché. Sombrero negro, anteojos gruesos fondo de botella, largas barbas enruladas, traje oscuro y mediana estatura. Justo abajo del Once, ¿qué tiene de llamativo ver un rabino en Plaza de Miserere? Lo extraño era el exceso de prevención. El leve oscilar de su vertical viendo hacia los costados antes de dar el paso, las manos dentro del saco y finalmente, en el último segundo, el tropezón y el modo grotesco en que trató de disimularlo fingiendo compostura. Se puso muy recto y queriendo mostrarse dueño de sí cerró las puertas enganchando y desgarrando la manga izquierda del saco. Escondió la rotura llevando el brazo detrás de la espalda y quitando la diestra del saco acarició su barba. Me di cuenta que los anteojos no le permitían ver porque disimuladamente se los bajo por el tabique y parpadeó mareado antes de echar un vistazo por encima de ellos. Esos ojos… Creo que allí empecé a sospechar.
Ya lo tenía bajo mi lupa cuando tomó asiento. Notó que lo miraba e intentó bajar en la siguiente estación. De tanto acariciarse la barba, quizá también por el sudor, el postizo comenzó a despegársele a la altura de la patilla. Ante sus infructuosos esfuerzos por volver a pegar la barba, ya no tuve dudas. Me interpuse en su camino a la puerta y sonreí. No tuve que preguntarle. Era él. Lo admitió quitándose los anteojos, en un gesto traducible por “Sí, soy yo, ¿estás contento ahora?”. Antes de irse llevó el índice a los labios pidiéndome que guardara el secreto. Asentí y esta vez él me sonrió a mí. Me quité del medio dejándolo ir.
Al salir a la calle en Primera Junta compré una revista, en el interior dedicaba dos páginas a la memoria del actor Don Adams, el intérprete del famoso agente secreto del recontra espionaje Maxwell Smart.
¡Já! Dejemos que todos lo crean, sabemos que no es otra cosa que el viejo truco de hacerse pasar por muerto.
26. NO ENTENDÍ NADA:
Madrugada. Entro al furgón llevando la bicicleta y el Clarín que recién han recibido los puestos de diarios y revistas de la Estación Retiro. Cuelgo la bici en la ganchera, dejo caer el bolso al suelo y evitando la mugre del piso me siento encima a leer.
No estoy cómodo y mejor así. Después de una larga noche comparando notas en la bien provista Biblioteca del Congreso el sueño amenaza emboscarme, por eso leo las noticias de ayer, apenas buscando alguna distracción con la que no quedarme dormido.
Suspendo la lectura y comparo dos fotos mentales, ambas tomadas en la Biblioteca del Congreso de la Nación. En la primera, de mis tiempos de estudiante universitario, seis chicos de origen coreano en la misma mesa parecen una isla en medio del salón de lectura. La práctica del Tae Kwon do y el ritual de saludar a las dos banderas me dejaron simpatía por Corea del Sur. La segunda foto es reciente, también hay jóvenes coreanos pero están aquí y allá mezclados con los demás. Me digo que esa es la efectiva capacidad integradora del país. Es bueno saber que hay en el mundo quienes siguen creyendo que el futuro puede ser aquí, lo mismo que pensaron muchos de nuestros abuelos inmigrantes.
Un país venturoso pese a la suma de calamidades que enumera el diario. Sigo leyendo y en Tres de Febrero basta con apenas alzar la vista para notar que el muchacho que acaba de abordar está en la mala. Peor que mal, no es que esté contra las cuerdas ni caído en la lona, está fuera del ring y a diferencia de cuando Firpo tiró a Dempsey a nadie interesa estirar la cuenta y subirlo otra vez.
Percibo que se queda allí aguardando la oportunidad de decirme algo. Reconozco que intenté ignorarlo antes de decidirme a corresponderle la mirada. Al verlo frontalmente confirmo su estado mishio de zaparrastroso en ropas raídas, tan delgado que duele el hambre, sin embargo abriga esperanzas: en sus ojos destellan brillos de ilusión.
- Disculpe, -dice con el esbozo de sonrisa asomando en los labios- ¿Ese es el diario de hoy?
- Sí –respondo.
Antes que diga nada más comienzo a separar el suplemento de los avisos clasificados. ¿Qué más podría interesarle que conseguir empleo? Él también me demuestra que el futuro no sólo puede, sino que debe ser aquí. Lo proclaman sus pupilas que no dejan de otear el horizonte desde el abismo de la adversidad. Mi espíritu se conmueve por la dignidad con que afronta la desventura sin bajar los brazos. ¿Qué son mis problemas comparados con los suyos? ¿Cómo quejarse luego de ver que sale tan temprano a pelear por su oportunidad? ¡Ese es el espíritu que nos inculcaron los fundadores de la Patria!
Separado el suplemento estoy a punto de dárselo, agradecerle el temple y desearle suerte…
Pero no entendí nada, igual que si recibiera un baldazo de agua fría lo escucho preguntar con ansia y febril necesidad:
- ¿Dice ahí si Bianchi ya arregló con Boca?
27. EL ULTIMO BONDI:
El ingeniero Jorge Newbery, primer prócer que nos dejó el Siglo XX, no se preocupó exclusivamente de promover deportes y conquistar el cielo para las alas argentinas. También se interesó por cosas tan cotidianas como el tranvía, defendiendo la posibilidad de viajar parado sin necesidad de esperar algún coche con asientos desocupados. Ese detalle me ha parecido muy significativo para entender cual era el impulso vital de Newbery. El dandy de los globos y los aviones buscaba elevar la calidad de vida de los argentinos, cosa que tiene mucho que ver con el masivo acceso a los medios de transporte. No había ni pizca de mezquindad elitista en él, aunque sin duda formaba parte de una elite, como siempre ocurre con los pioneros.
En aquella discusión sobre viajar de pie en los tranvías, se argumentaba por la contraria que en el amuchamiento las damas se verían expuestas a los ultrajes de cualquier guarango. Newbery confiaba que ante cada irrespetuoso habría varios caballeros prestos a ponerlo en su lugar.
Hoy el asfalto se ha devorado las vías por las que marchaban los tranvías. Hay quienes los añoran, tanto que la añoranza se pintó de amarillo modernoso para intentar la del Fénix en Puerto Madero. Dudo que vaya a extenderse. Yo no soy propenso a la congoja por lo que desaparece. Será por algo y para mejor. No conocí al tranvía en su esplendor, pero tampoco voy a lamentarme cuando quiera el progreso marcar el final de los colectivos, o de los subtes, o de los trenes, aunque por el momento no se me ocurra que puedan ser desplazados por otros transportes públicos más cómodos, rápidos y seguros.
Alguna vez habrá un último bondi, un último subte, y un último tren, para que sobre las no ruedas de nuevos transportes, haya quien quiera matar sus ratos de aburrimiento contando historias breves de otros viajes por mi aldea, tan insignificantes como los que hasta aquí he contado.
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